XII Jornada Mundial de la Juventud – París

St. Honoré – 22 agosto 1997 (10 h.) Jesús vive en la Eucaristía

A Jesús se le encuentra en plenitud en la Eucaristía. Su rostro se nos desvela en la totalidad de su expresión a través del Misterio eucarístico. Sólo aquel que está dispuesto, en el camino de la búsqueda de Jesús, a llegar hasta el momento culminante de la participación y experiencia plena del sacramento eucarístico, entrará de verdad en su casa, vivirá con Él, logrará Aquel modo supremo de encuentro que incorpora íntimamente a Cristo, a su Cuerpo que es la Iglesia, a su misión salvadora. Porque la Eucaristía es el sacramento de la Pascua de Jesús, el sacramento de la Comunión en su Cuerpo y en su Sangre, el sacramento por excelencia de su Presencia en medio de la Iglesia y para el mundo. Para seguir el camino eucarístico de Jesús hasta el final debemos cuidar la disposición interior con la que nos acercamos al mismo, pues de lo contrario, puede ocurrirnos lo peor: la pérdida de Jesús y su Evangelio y, a la postre, el abandono por nuestra parte de la búsqueda del rostro del Dios que nos salva.

1. La eucaristía – Sacramento de la Pascua del Señor

1. La Eucaristía es el sacramento al que se ordenan todos los demás sacramentos de la Iglesia. El C. Vaticano II lo enseña con nitidez en el contexto de la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia y, de forma especialmente significativa, en la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. De esta forma, la doctrina eucarística, enraizada en la mejor tradición teológica y litúrgica, a la que santo Tomás había dado forma sistemática con la luminosidad intelectual que le caracteriza, se veía confirmada y actualizada para la experiencia de fe de los hombres de nuestro tiempo. En esta doctrina quedaba firmemente asentada la verdad fundamental de la estructura sacramental de la Iglesia, de que los sacramentos proceden de Cristo, que los instituye y dona a la Iglesia, para que los reciba, guarde y viva con fidelidad como los signos eficaces de su gracia y de su amor redentor: de la gracia y de la salvación que viene de Jesucristo y no de los hombres; que lo transparentan a Él y a su Misterio salvador, y no a las realidades de este mundo –de la naturaleza, de la historia humana, incluso, de la pura religiosidad natural…–. Los sacramentos –la Iglesia en su estructura visible fundamental– son propter homines –para los hombres–, pero no ex hominibus, no proceden de la acción o iniciativa y fundación humanas. Si fuera de otro modo, el encuentro salvador del hombre con Jesucristo hubiera resultado sencillamente imposible.

2. A la Eucaristía se ordenan todos los sacramentos de la Iglesia y de ella reciben la plenitud de su sentido, porque en este sacramento, «culmen y fuente de toda la vida cristiana», se renueva y actualiza perpetuamente hasta el final de los tiempos la Pascua del Señor: «el paso» de Jesús por la muerte de cruz y la resurrección de entre los muertos a la gloria del Padre. En la Eucaristía se ofrece el Cuerpo y la Sangre de Cristo por el pecado de los hombres hasta que Él vuelva. El sacrificio del amor inenarrable de Cristo, que ofrece en oblación su Cuerpo y su Sangre derramada en el Calvario al Padre por la salvación de los hombres, se pone en manos de la Iglesia por medio del ministerio sacerdotal de los sucesores de los apóstoles y de sus cooperadores, los presbíteros, para que pueda incorporarse a Él con la vida de sus hijos ininterrumpidamente. Estos, «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a si mismos con ella» (LG, 11; cf. SC, 9). «Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno» (SC, 7). Por el sacramento de la Eucaristía, la Iglesia hace suya, época tras época, día tras día, domingo tras domingo, a lo largo de cada año litúrgico, la Pascua del Señor, avanza en el sintonizar los caminos de la historia con el ritmo del «paso» de Cristo por la cruz a la resurrección en una creciente identificación con Él.

2. La Eucaristía – Sacramento de la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo

1. La celebración de la Eucaristía es la celebración del sacrificio glorioso de Cristo en la cruz, es ella misma sacrificio, y a la vez banquete pascual del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. No, no se puede dudar del realismo misterioso y sublime de lo que constituye el manjar y la bebida del banquete eucarístico. Cuando Jesús anuncia a los judíos que el Padre les dará un verdadero pan del cielo, un pan que dará la vida para siempre, y no como el maná en el desierto que no libraba de la muerte, y lo identifica con su Cuerpo, el escándalo ya está servido: «Discutían entre sí los judíos y decían: ‘¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?'» (Jn 6,52; cf. 6,29-33). El escándalo continuaría hasta hoy. Pero Jesús se muestra imperturbable y firme en la respuesta: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54).

2. Es más, la participación plena en el sacrificio pascual de Cristo sólo es viable por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre. ¿Cómo puede pretender el hombre participar de los frutos de la cruz de Cristo, de abrirse «paso» a la gloria de la resurrección, si elude la entrega de su cuerpo y de su sangre, de su vida entera, a Cristo en la realidad inequívoca de su Cuerpo y de su Sangre, comulgándolo con todos sus hermanos? Por la comunión eucarística cada hombre, unido a la Iglesia, hace suya hasta las últimas consecuencias del amor sacrificado, la oblación del Cuerpo y de la Sangre del Hijo de Dios, hecho hombre, de Cristo, el supremo y eterno sacerdote, ofrecida al Padre por la salvación del mundo. Sólo así, por la participación en el Banquete del sacrificio eucarístico todo bautizado –»ordenados» y laicos–, son capaces de incorporarse con toda su existencia a la función sacerdotal de Jesucristo y a su sacrificio perenne de alabanza al Padre, de tal manera que «todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradable a Dios por Jesucristo (cf. 1 Pe 2,5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor» (LG, 34).

3. La Eucaristía – Sacramento de la presencia real de Cristo -«Donde vive Jesús»

1. En el sacramento de la Eucaristía, como sacramento de la Nueva y eterna alianza, en el que se comulga el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacerdote y víctima del sacrificio pascual, se incluye por necesidad teológica «su presencia real». Con tal grado de realidad que el Señor podrá afirmar: «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él» (Jn 6,55-56). Las palabras de Jesús en toda la enseñanza del Nuevo Testamento son de una expresividad tan intensa que la Iglesia desde sus primeros momentos no ha dudado nunca que en la Eucaristía después de las palabras de la consagración y en virtud de la fuerza del Espíritu Santo, el pan deja de ser pan y el vino deja de ser vino, para convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, su Señor y Salvador, hasta tal punto de que pueda y deba hablarse de cambio de sustancia de las especies eucarísticas, de «transustanciación». Se pueden engañar los sentidos –visus, tactus, gustus in te fallitur, canta el bellísimo himno eucarístico medieval–, pero no la fe en lo que dijo el Hijo de Dios.

2. Hoy, como en otros tiempo de la Iglesia, se ha intentado reducir o minimizar lo que algunos llaman «realismo excesivo» de la doctrina de la Iglesia, pero no sin el efecto de manipulación humana del Misterio de nuestra fe, por excelencia. Una vez más se produce el intento de someter a Dios y a su acción salvadora en Jesucristo a nuestros esquemas: a los de una razón temerosa y celosa de su poder intelectual y a los de una voluntad a la que asusta un horizonte de libertad abierto sin condiciones al amor de Dios, a su santa voluntad.
3. Por ello, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, no se limita sólo al acontecimiento de la celebración del sacrificio de la santa Misa, y a ese momento, sino que perdura mientras que perduren las especies consagradas. Estas, después de la consagración, no son ya pan ni vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Son Cristo vivo. Allí vive el Cristo que ofrece su sacrificio pascual, único y eterno, consumado en la gloria del Padre por la salvación de los hombres de todos los lugares y de todas las épocas, con una cercanía insuperable a su Iglesia, a cada uno de nosotros, en aquello que nos afecta en lo más íntimo de nuestra existencia, cuando está en juego la fidelidad a su gracia y a su amor. Jesucristo vive en la Eucaristía con su corazón abierto, de par en par, a todos los hombres: a los pecadores, a los que dudan y vacilan, a los cansados y agobiados, a los niños y a los ancianos, a los sanos y a los enfermos… esperando a los alejados y a los que no le conocen. Es el Jesús del camino de Emaús que parte y bendice el pan y se queda con sus discípulos. Es el Jesús del viático permanente para el hombre que peregrina por los caminos de la historia, todavía amenazada por el pecado y por la muerte.

4. Vivir con Jesús en la Eucaristía: condiciones y exigencias

1. El que busca a Jesús con sencillez de corazón, el que anhela sumergirse en la luz salvadora de su rostro, ha de enderezar sus pasos de hombre y de cristiano al encuentro de la Eucaristía. Sólo allí podrá vivir con plenitud la experiencia de su amor, como peregrino de la vida, en la oscuridad del mundo. Sólo en la Comunión eucarística puede tener lugar el abrazo del hombre con Cristo crucificado y resucitado de verdad: en la verdad de la Pascua de Cristo, que se actualiza y en la verdad del hombre perdonado y liberado de la esclavitud del pecado, ansioso de amar con Cristo y como Cristo.

La Eucaristía representa la coronación del proceso de iniciación cristiana. Cuando el hombre por la fe, la penitencia y el bautismo, confirmado por el don del Espíritu Santo, se ha convertido plenamente a la vida nueva de la Pascua del Señor, necesita dar el paso final del sacramento de la Eucaristía, del fundirse «realmente» con la carne y la sangre de ese sacrificio de esa víctima, Jesucristo resucitado. Y, por igual razón, si alguien rompe por el pecado grave la Nueva alianza en su vida, habrá de recurrir de nuevo a la vía sacramental del perdón y de la penitencia, a la que los santos Padres llamaban «la segunda tabla» de la salvación: el sacramento de la penitencia. Acceder a la comunión eucarística con conciencia de pecado grave, no perdonado en el contexto sacramental de la Iglesia, es atentar contra el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es atentar también contra la Iglesia y los hermanos. No se puede olvidar la palabra de Jesús de que antes de ofrecer el sacrificio, reconcíliate con tu hermano.

2. Pero el que vive con conciencia limpia la vida eucarística de Jesús, también descubre la riqueza del trato con Él, presente en el sagrario. Con la finura espiritual, alimentada por los dones del Espíritu Santo, propia de los que han descubierto el amor misericordioso de su corazón, se da cuenta de como se abre un espacio personal y eclesial, nuevo e inaudito, para la adoración, la alabanza, la permanente acción de gracias, y para la expiación incesante por los pecados de los hombres de cada época. La participación en el sacrificio y banquete de la Eucaristía conduce a las almas, conscientes de la cualidad sacerdotal de toda existencia cristiana, a vivir la plenitud de la piedad y el culto eucarísticos fuera de la Misa. En ese tú a tú de Jesucristo sacramentado y del alma cristiana que ora y vigila perennemente junto a Él es donde se aprende y practica el verdadero diálogo de amor, en el que se expresa y vive la contemplación del cristiano.

3. Cristo espera a los jóvenes de hoy en el sacramento de la Eucaristía, en el sagrario, en la oración cultivada y experimentada eucarísticamente. Los espera en la irrepetible singularidad de cada persona y de cada vida –¿conocéis la anécdota del campesino de Ars, que se pasaba horas y horas sentado ante el sagrario, en apariencia mudo e impasible, pero que a la pregunta de su santo párroco, san Juan María Vianney, por lo que estaba haciendo, responde: «Yo le miro y Él me mira»?–, y los espera en la «comunión de la Iglesia». Esa es «la nota» por la que se distingue el vivir con Jesús en la Eucaristía de cualquier otro aspecto o momento del encuentro con Él, que sólo es posible en «comunión»: con su Cuerpo y su Sangre y con la Iglesia y los hermanos.

Sí, por ello, sólo está dispuesto a la misión, a dar testimonio de Cristo ante los hombres, aquel que lo ha conocido, que vive con Él en el misterio del sacramento de la Eucaristía.

Sí, por ello, la Iglesia celebra la Eucaristía todos los domingos para todos sus hijos. Convocándolos con las exigencias de una madre. La participación en la Eucaristía dominical es condición básica para su vida cristiana. La celebra diariamente porque quiere que todos sus hijos puedan crecer sin cesar en Cristo en su vocación a la santidad. Invita a la piedad eucarística porque conoce las necesidades diarias de sus fieles y toda la humanidad.

En la Eucaristía vive Jesús tan cercano, que se le puede cantar con santa Teresa de Jesús:

«Véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.

Vea quien quisiere
rosas y jazmines,
que, si yo te viere,
veré mil jardines;
flor de serafines,
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego.»

Sí, el que ve a Jesús en la Eucaristía, muere al pecado y a la las fuerzas del mal y «al príncipe de este mundo», y vive siempre para Dios.

XII Jornada Mundial de la Juventud – París

St. Pierre du Gros Caillon – 20 agosto 1997 (10 h.) Buscando el rostro del Señor  (Mc 10,17-21)

1.El rostro del Señor

1.Nada hay más identificador del hombre que su rostro, ni ningún aspecto de la personalidad humana puede considerarse más decisivo para el encuentro entre las personas que su rostro. El hombre se descubre, es más se revela como un ser abierto a la verdad y al amor personal en medio del mundo a través de su rostro. El rostro es el espejo del alma. Hechos de carne y de espíritu, de interioridad y de exterioridad, dotados de una capacidad de conocimiento y de deseo íntimo de felicidad, que se alza hasta lo infinito, y situados en un marco histórico concreto de lugar y de tiempo, los hombres necesitamos encontrarnos en la mirada y conteni ón de nuestros rostros. Anhelamos un mundo donde se puedan buscar y encontrar los rostros amados, donde se haga posible verificar la mútua donación interpersonal, donde se labre y crezca la comunidad humana en el amor. El Santo Padre, en el Mensaje dirigido a vosotros, jóvenes, con motivo de esta jornada Mundial de la juventud, os recordaba un bellísimo texto recogido de su Exhortación apostólica Christifideles laici (1987), dedicada a la misión del seglar en la Iglesia y en el mundo. Decía el Papa: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el sencillo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto al hombre» (CL, 34). Y ¿cómo podremos cerciorarnos de esta verdad con la real experiencia de nuestra vida apartados del rostro de Dios, sin antes haberle buscado, reconocido, mirado, admirado y amado? Pero, ¿es posible que se pueda dar entre nosotros -en la humanidad- miradas de amor, miradas de rostros que se aman y nos aman, sin haberse mirado todos antes en la mirada de Dios, en el rostro del Señor?

2.La contestación a esta pregunta es clara y rotunda: No. Y, por ello, la respuesta a lo que esta pregunta implícitamente contiene en relación con la cuestión de la salvación del hombre -¿puede el hombre salvarse sin haber buscado y encontrado en su vida el rostro de Dios?- debe ser igualmente: No.

Lo sabemos por experiencia propia, la más auténtica de nuestra experiencia; lo sabemos por una experiencia histórica ininterrumpida desde todos los siglos; lo sabemos por la experiencia de nuestro tiempo, la que vosotros vivís y conocéis de un modo singular como sus protagonistas más jóvenes y más directamente implicados en ella para el bien y para el mal. Vuestros sufrimientos y problemas, vuestros dolores y esperanzas, vuestros proyectos frustrados de caminos sin salida, vuestra experiencia de sentirnos abandonados en medio del camino, de estar atascados sin ningún horizonte donde mirar… ¿no tienen mucho que ver con la pérdida del propio rostro, con el no encontrar rostros verdaderos en la vida, con haber renunciado, sobre todo y por encima de todo, a buscar y encontrar el rostro del Señor?

La civilización actual, que nos envuelve, su cultura, están dominadas ampliamente por el imperio de las realidades materiales, objetivas, por sus exigencias organizativas y de métodos, y, en el mejor de los casos, por las ideas. Algunos pensadores, entre los más ilustres de nuestra época, vienen denunciando desde hace muchas décadas, la impersonalidad -el anonimato- que caracteriza a la sociedad contemporánea y especialmente a la gran ciudad, como su exponente más significativo. Han caído muchos muros y alambradas desde el final de la II Guerra mundial, el último el muro de Berlín. Pero no han caído «los muros internos»: los que se erigen dentro de la misma ciudad, del mismo barrio, de la misma patria, de la misma Europa! A veces uno tiene la sensación de vivir en una sociedad «amurallada» por doquier, sin ventanales, sin horizontes de luz, in perspectivas de esperanza. Se esconden los rostros, no se divisan «figuras», personalidades transparentes, luminosas, abiertas al bello y definitivo horizonte de la felicidad, al horizonte evangélico de las bienaventuranzas. Falta quien nos muestre el rostro del Señor. Qué bien lo diagnosticó R. Guardini. Su libro El Señor es toda un oferta, nacida de la mejor experiencia espiritual e intelectual de la Iglesia de nuestro tiempo, para ayudarnos a buscar y a encontrar la figura y el rostro de Jesús, el Señor, el Salvador.

Qué bien lo ha visto Juan Pablo II cuando nos invita, en esta Jornada Mundial de la juventud, a encontrar al Señor «en el camino de la vida cotidiana», a seguirle como Juan y Andrés, y a preguntarle: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38).

3.Porque el Señor tiene rostro. Es más, el Señor, al encarnarse en el seno de la Virgen María y asumir íntegramente lo humano, menos el pecado, ha tomado verdaderamente un rostro humano. Cristo es el hombre concreto, que nace, vive y muere en un momento y un lugar determinado de la historia humana, para que los hombres puedan ver, adorar y amar el rostro misericordioso de Dios, del Dios que los quiere salvar. La familiaridad, la directa relación con la que podemos hablar con jesús trasciende con mucho, cualitativamente, el modo con el que Moisés trataba con Dios en la tienda del encuentro (cf. Ex 33,11). La amistad a la que el Señor nos llama por Jesús se dirige a todos y a cada uno de nosotros, y quiere ser tan honda que implica la invitación a quedarse en su propia casa (cf. Jn 1,39).

Ha habido siempre quien ha negado que Jesús fuese el Señor y, al mismo tiempo, tuviese un rostro humano: el verdadero rostro de Dios. También hoy, dentro y fuera de la Iglesia, se le quiere encerrar dentro de una mera historia humana, de silueta borrosa, y con una innegable significación en la tradición religiosa de la humanidad. Pero nada más. Su resurrección, su obra salvadera, son reducidas a la categoría de mito. Parece como si se quisiera impedir que el Señor, vivo en medio de nosotros (cf. Hch 25,19), pueda ser visto, seguido, encontrado por los hombres de nuestro tiempo, por vosotros, los jóvenes de esta hora de la Iglesia, que vivís en medio de una humanidad que lo necesita, que desea verlo, que anhela contemplar su rostro e identificarse con Él. Porque necesita la salvación verdadera, necesita a Dios.

2. Buscar el rostro del Señor

1.Buscar el rostro del Señor supone pues para nosotros mucho más que un deber más o menos exigente, significa un apremio decisivo: el apremio de la vida, por excelencia. Aquello en lo que nos jugamos nuestra existencia, su sentido, su salvación y la del mundo.

Para acertar en la búsqueda del Señor hay que dirigirse, en primer lugar, a donde Él está o, lo que es lo mismo, a donde Él nos sale al encuentro. Andrés y Juan se tropezaron con Jesús cuando acompañaban a Juan el Bautista, el gran profeta de la conversión y de la penitencia, el precursor del Reino de Dios. Y, en segundo lugar, hay que atreverse a mirarlo con ojos claros y limpios, previamente purificados, capaces de acoger la mirada indescriptible del Señor y de responder con la misma generosidad de los apóstoles o de los todos los santos que nos han precedido en el camino de la fe.

2.Como sucedió con Juan y Andrés, o con cualquiera de los apóstoles, también nosotros aquí y ahora podemos encontrarnos con Jesús. Podemos entrar en «su casa», «ver»;. «escuchar»… Ver y escuchar, antes que a nada ni a nadie, a Él mismo. «Su casa» para nosotros es la Iglesia: el ámbito de su Palabra y de sus sacramentos, de la Eucaristía., de la comunidad de los hermanos que se aman en Cristo, y enviados por Él, testifican al mundo que ha sido salvado, que Dios ama a cada hombre en el Espíritu Santo; el lugar en el que los sucesores de los apóstoles, junto a su cabeza, lo representan visiblemente y lo indican como el centro del «hogar», para que todos podamos verlo y gozar de su rostro. Es Jesucristo, que murió en una cruz y resucitó de entre los muertos, que nació del seno de la Virgen María, que vivió en Nazaret, que anunció al venida del Reino de Dios con obras y palabras, el mismo que sale al encuentro de cada uno de nosotros en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica. «Esta Iglesia -nos recuerda el Concilio-, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica» (LG, 8). El que se niega a cruzar el umbral de la Iglesia, no podrá saber donde vive Jesús, cómo es su rostro, perderá la luz de su rostro, la luz de Dios, la que podría iluminar los caminos de su vida y su propio ser en su condición más fundamental: la de peregrino.
3.Para buscar a jesús en la Iglesia se requiere una imprescindible disposición interior: el deseo de vida eterna. Como le sucedía al joven del Evangelio: Cuando salía jesús al camino -nos recuerda el relato de Marcos-, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para poseer la vida eterna?» (Mc 10,17). Creo que
muchos de los jóvenes de hoy no se encuentran con jesús, no ven su rostro salvador, porque ahogan en su corazón el ansia de vida eterna. Perdidos en la marea desbordante de las ofertas tentadoras de este mundo -placer, éxito, ambición, triunfo, poder, dinero…-, no aciertan a salir a la superficie limpia de la luz y de los bienes que no pasan, los que vienen guardados y garantizados por la ley de Dios. Sus ojos están ennegrecidos por la oscuridad del pecado. ¿Cuántos jóvenes de hoy, por ejemplo en Europa, en esta ciudad de París, en España pueden responderle al Señor que han observado y observan los mandamientos desde su niñez -el no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, el ser justo, el honrar al padre y a la madre- ? Os invito a responder en vuestro interior con humilde sinceridad.

Pero el que se queda en un mero cumplimiento, el que esconde parte de su corazón a la mirada de Cristo, como le ocurrió al fin de cuentas al joven del Evangelio, elimina también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, de llegar a contemplar su rostro. Ya no le seguirá por todas las sendas de la vida. Probablemente, errará al elegir el camino que lleva a la vida. Perderá la alegría. Dice san Marcos, que el joven «abatido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,22). Esta tristeza también debió inundar el alma del Señor, cuando vio que se le cerraban las puertas, cuando vio que se frustraba en aquel joven la experiencia del amor más auténtico.

No debe ocurrirnos nunca, lo que Lope de Vega, nuestro ilustre poeta, lamenta con singular belleza espiritual y literaria:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, jesús mío, que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas cluras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía: «Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía»!

Y cuántas, hermosura soberana: «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana!

También hoy, en esta XII jornada Mundial de la juventud, vemos a Jesús a la puerta de nuestras vidas, llamando, pidiendo entrar. ¿Quién se atreve a decir, si es sincero en su corazón, si deja que su alma se asome a la verdad de lo que está sucediendo en la Iglesia y en el mundo, que no ve a jesús en el dintel de su corazón porfiando con un amor infinito por entrar?

Jesús os ha mirado y os mira estos días a todos y a cada uno de vosotros. Quiero hacerlo hasta el fondo del alma, – con una invitación muy
concreta: ¡Déjalo todo y sígueme! ¡Apuesta por mí!

3.La XII jornada Mundial de la juventud: con Juan Pablo II, a la búsqueda del rostro del Señor.

1.Ésta Jornada Mundial de la Juventud nos ofrece una excepcional ocasión para un búsqueda auténtica y fructífera del rostro del Señor. Porque es el Papa, el sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo el que nos convoca a este encuentro de la Iglesia con sus jóvenes, venidos de todas las regiones de la tierra. No puede ofrecerse una mejor garantía del paso del Señor, ni mejor ocasión para que nos fijemos en su rostro («He aquí el cordero de Dios»), para preguntarle dónde vive… (cf. Jn 1,35-39). Podremos así conocer «su casa», la casa de los discípulos del Señor, y quedarnos este día y siempre. Pero, sobre todo, podremos ofrecer a la juventud del mundo -a la que lo conoce y a la que no lo conoce- un testimonio lleno de amor y decirle: «Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo». Y así, «llevarla donde Jesús» (Jn 1,40-42).

2.¿Quién está en condiciones de mantenernos unidos en esta «comunión» del testimonio del amor de Cristo, presidido por el Papa, con el ansia y la fuerza apostólica de llevar a los jóvenes de toda la Iglesia y del mundo a Cristo, el Salvador del hombre, sin desfallecer en el camino? Solamente María, la Madre de Jesús, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, pidiendo la efusión del Espíritu Santo sobre nosotros. Ella es la mediadora privilegiada para el encuentro con jesús. Son su regazo, sus manos y abrazo materno, sus palabras de madre silenciosas y tiernas, las que siempre nos indicarán hacia donde tenemos que mirar: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).

¿Y quién puede ser mejor ejemplo y-modelo de alma joven y de mirada empapada del rostro del Señor, que Teresa de Lisieux, la joven carmelita francesa que recibió «la misión de ser el amor en el corazón de la Iglesia», la que supo dejarse amar con la sencillez y confianza de «un niño que está en brazos de su Padre» (Sal 130,2)?

De la mano maternal de María, y poniendo ante nuestros ojos el modelo de Santa Teresa del Niño Jesús, buscaremos y encontraremos para nosotros y para los jóvenes de todo el mundo EL ROSTRO DEL SEÑOR.
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XII Jornada Mundial de la Juventud con el Santo Padre

«El milagro de París»

(Con una postdata sobre la Madre Teresa)

Mis queridos hermanos y amigos:

El pasado mes de agosto –y con él todo el verano– ha estado marcado pastoralmente en toda la Iglesia por un acontecimiento excepcional: el encuentro mundial de los jóvenes con el Santo Padre en París. Los que hemos participado en él lo llevamos ya grabado en el alma para siempre. Sigue leyendo