Ante la Fiesta de Cristo Rey

Los puntos de vista del Papa

Mis queridos hermanos y amigos:

La Fiesta de Cristo Rey del Universo, joven en el calendario litúrgico –la instauraba S. Santidad Pío XI el 11 de diciembre de 1922–, pero entrañada en el Nuevo Testamento y en la Fe de la Iglesia desde el principio, desvela lo que podríamos llamar el aspecto final del Misterio de Cristo. Por una parte Jesucristo es ya y definitivamente «Aquél a quien el Padre resucitó de entre los muertos, exaltó y colocó a su derecha constituyéndolo juez de vivos y muertos; y, por otra, Aquél en el que deben ser restauradas todas las cosas del cielo y de la tierra (Cf. Ef 1,10), «el fin de la historia humana»: de la historia personal de cada uno de nosotros y de la de toda la humanidad (LG 43). Por eso es Rey, aunque ciertamente su Reino no es de este mundo, como se lo declaraba a un desconcertado y atónito Pilatos cuando, preso y maniatado ante él, respondía a su pregunta de si era Rey con un sí inequívoco y rotundo: «Tú lo dices: soy Rey» (Cf. Jn 18, 33b-37). Pero su Reino es «el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz» (Pref. Misa de Cristo Rey).

Toda celebración de la solemnidad de Cristo Rey del Universo nos interpela doblemente: ¿qué hemos hecho del don de la nueva vida recibida el día de nuestro bautismo, puesto que en ese momento «nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 16)?; y, luego, ¿qué hemos, y habremos de hacer en el futuro, pues Él vendrá, y con Él su recompensa, «para dar a cada uno según sus obras»? (Cf. Ap 22,12-13). La pregunta nos atañe de un modo singular a todos los que formamos parte de la Iglesia, pues ella es precisamente en medio del mundo «el sacramento universal de salvación» (LG 48), de esa salvación que viene de Cristo: la única, y no hay otra. Una fórmula muy buena –por actual y autorizada– para concretar, y aplicarnos, esa pregunta en nuestra Iglesia diocesana de Madrid es la de escuchar y acoger con corazón atento lo que podríamos calificar como los puntos de vista del Papa. El Santo Padre nos hablaba hace muy pocos días con motivo de nuestra «Visita ad limina» sobre los principales retos y tareas pastorales que nos aguardan en el inmediato futuro y comprometen nuestra misión apostólica:

En primer lugar el de «forjar una comunidad eclesial llena de vitalidad evangelizadora», «que sepa manifestar su fe en el mundo, frente a la tentación de relegar a la sola esfera privada la dimensión trascendente, ética y religiosa del ser humano». Se nos ratifica así, y se nos alienta, en el camino de «fortalecer la fe y el testimonio misionero del pueblo de Dios en Madrid», afán principal y objetivo básico de todo nuestro quehacer pastoral en la Archidiócesis de Madrid en este último trienio del siglo que se acaba.

En segundo lugar, el de tomar conciencia activa, de que contamos para ello «con el resplandor de una antiquísima y muy arraigada tradición cristiana», fecunda en modelos de santidad, en misioneros audaces, en numerosas formas de vida consagrada y de movimientos apostólicos, en manifestaciones expresivas de piedad popular, que no pueden por menos de valorarse como reflejo de una «sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi 48); rica en un patrimonio religioso y cultural, de belleza y esplendor artístico inigualables, que constituye un precioso instrumento para la catequesis y la evangelización.

En tercer lugar, el de saber actuar y comprometerse apostólicamente con el Obispo diocesano, todo aquél que es miembro del Pueblo de Dios, según su vocación, en la apasionante tarea de evangelizar de nuevo en la comunión de la Iglesia en Madrid:

– los sacerdotes, que hacen presente al Obispo, de algún modo, en cada una de las comunidades de fieles (cf. PO, 4). El Santo Padre quiso reconocer expresamente que nuestro seminario diocesano y los sacerdotes jóvenes representan a este respecto un signo muy valioso de vitalidad cristiana y de esperanza en el futuro.

– las comunidades religiosas, tanto de vida contemplativa como activa, tan excepcionalmente numerosas en nuestra Archidiócesis de Madrid, «aportando la experiencia del Espíritu, propia de su carisma, y la actividad evangelizadora característica de su misión». Sin ellas apenas se entendería nada de la cercanía de la Iglesia a los pobres, a los niños, a los ancianos, a los más necesitados de nuestra ciudad: en el alma y en el cuerpo.

– los seglares, con el testimonio de su vida de creyentes, «coherente con la fe profesada», sin los cuales es imposible llevar «un alma cristiana» al mundo o, lo que viene a significar lo mismo, sin los cuales es imposible hacer operante en medio de las realidades temporales la presencia y la fuerza transformadora del Evangelio. Sin laicos, hondamente arraigados en una auténtica espiritualidad seglar, dotados de una sólida formación catequética, renovada y creativa, con la guía del Catecismo de la Iglesia Católica, resulta una pura quimera intentar conseguir en Madrid esa comunidad eclesial llena de «vitalidad evangelizadora» que nos reclama el Papa.

La fiesta de Cristo Rey del Universo nos anima este año, por tanto, con acentos nuevos, a que estemos dispuestos a «dar razón de la esperanza» en Madrid, entre tantos y tantas de nuestros conciudadanos que la han perdido o que todavía no han llegado a conocerla nunca de verdad.

«María, vida, dulzura y esperanza nuestra», se encuentra a nuestro lado con la cercanía invisible, pero indefectible, de la Madre.

Con mi afecto y bendición,

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