¡Verdaderamente Cristo ha resucitado!

Mis queridos hermanos y amigos:

¡Cristo ha resucitado! La Iglesia lo anuncia y celebra en este día con un júbilo siempre nuevo, siempre recién estrenado, como si no hubieran transcurrido ya casi Dos Mil Años después de que hubiese tenido lugar el acontecimiento. En realidad lo proclama y lo vive como presente, como acontecimiento de hoy, de suma y trascendental actualidad en este año que abre una página nueva del calendario del futuro de la humanidad: pórtico de un nuevo siglo y de un nuevo milenio. Proclamación y celebración forman una íntima unidad en el marco de la liturgia del Domingo de Pascua. Se sitúan pues primariamente en el contexto interno de la vida de la comunidad eclesial; pero mirando al mundo y al hombre: a todos los hombres. Jesucristo ha resucitado para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

El anuncio del Resucitado de la Iglesia del año 2000 es el mismo que el de la Iglesia naciente en el día de Pentecostés: uno y otro son idénticos en su contenido y, en la autoridad que los avala, la de los testigos de lo acontecido, cualificados por el Espíritu y por la misión y mandato recibido del propio Señor Resucitado, es decir: la de los Apóstoles con Pedro a la cabeza. El testimonio de Pedro aquel día primero de la presentación pública de los once ante el pueblo, atónito por lo que estaban viviendo y oyendo, se centraba en un mensaje neto y valiente —en el fondo no desprovisto de un cierto matiz provocador—: Jesús de Nazaret, a quien crucificasteis y matasteis, valiéndoos de los impíos, «Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que ésta lo retuviera en su poder…» (Hech 2,22—25). Este anuncio o «kerigma» apostólico constituirá el objeto central y permanente de la predicación de los Apóstoles con distintas variantes expresivas, como se puede verificar en el Libro de los Hechos, y permanecerá así para siempre en el testimonio de sus sucesores y de toda la Iglesia. Es el que resuena en este solemnísimo Domingo de la Pascua de Resurrección del Año Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. También hoy el Sucesor de Pedro y los Sucesores de los Apóstoles en comunión con Él proclaman con fidelidad y fortaleza apostólica inquebrantable: «A Él, a quien mataron colgándolo de un madero, Dios lo resucitó al tercer día» «De Él dan testimonio todos los profetas, afirmando que todo el que cree en Él recibe el perdón de los pecados, por medio de su nombre» (Hech 10,39—40.43).

La respuesta de la fe a esta noticia única —irrepetida hasta entonces e irrepetible hasta que el Resucitado vuelva en honor y majestad— fue entonces y es ahora abundante y gozosa. Muchos creyeron y siguen creyendo con exultante certeza. La Iglesia acoge el anuncio y lo celebra con el cántico más jubiloso que ella conoce: el del ALELUYA, inspirado y prefigurado en la experiencia pascual de Israel.

El ALELUYA ha resonado hondo y alegre en las celebraciones de las Vigilias Pascuales de toda la Iglesia: también en nuestra Santa Iglesia Catedral de La Almudena y en las iglesias y templos parroquiales de nuestra Archidiócesis de Madrid. Impregnará toda la liturgia festiva de este Domingo de Gloria y sus ecos se irán ampliando hasta penetrar todas las celebraciones litúrgicas del tiempo pascual que culmina en la Fiesta de Pentecostés.

Y, no es para menos, porque el significado de la Resurrección de Jesucristo no puede ser más plenamente prometedor para ese hombre hambriento de vida y de amor que somos nosotros. En la oración—colecta de la Misa de la Solemnidad de la Pascua queda expresado con luminosa concisión. En ella le pedimos al Señor Dios, que en este día que nos ha «abierto las puertas de la vida por medio de su Hijo, vencedor de la muerte» nos conceda «a los que celebramos la solemnidad de la Resurrección de Jesucristo, ser renovados por su Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida».

Por la Resurrección de Jesucristo el hombre ha sido puesto en la condición de poder vencer a la muerte: en su raíz y en sus consecuencias. Ha pasado el tiempo del temor a una muerte aniquiladora de nuestra carne mortal; el del dolor y el sufrimiento vivido sin sentido; el de la desesperanza ante el olvido de los que creíamos que nos amaban; pero, sobre todo, ha pasado el tiempo del abandono del camino del bien y de la frustración ante la imposibilidad de vivir una vida nueva en amor y santidad. ¡Ha triunfado el AMOR de DIOS! Podemos aspirar ya desde ahora en esta vida, real y eficazmente, a los bienes de allá arriba: los que no pasan ni perecen.

¿Cómo no vamos a cantar de nuevo desde lo más hondo del corazón convertido a Jesucristo la alegría del ALELUYA con tonos de una autenticidad de obra y de palabra que puedan oír y percibir los hombres de nuestro tiempo? ¿Y cómo no vamos a sentirnos felices e irradiar a los demás esta felicidad que no engaña y se marchita…?

MARÍA, la REINA DEL CIELO nos acompañará y nos sostendrá en el camino de la vida y en el testimonio de lo que constituye la esencia de toda vocación cristiana: la de ser testigos de la Resurrección de Jesucristo y de su gozo, el que brota del canto pascual del Aleluya.

¡Verdaderamente Jesucristo ha resucitado! ¡Aleluya!

Con el deseo de una celebración santa y gozosa de la Pascua de Resurrección, y mi bendición,

Con mi afecto y bendición,

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