El Bautismo de Jesús

Manifestación del Espíritu para nuestro tiempo

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El segundo momento más importante en la manifestación del Señor al mundo es el de su Bautismo que tiene lugar en el umbral mismo de su vida pública. Jesús no quiere dejar ninguna duda sobre el origen y carácter divino de su misión salvadora desde el primer momento de lo que va a ser el período humanamente más brillante de su presencia y acción en medio de su pueblo. Al pedir y exigir de Juan que le bautice está declarando que ha llegado el tiempo de la conversión decisiva al Dios verdadero, que no puede ser retardada ni aplazada más, por el camino de la penitencia y el perdón de los pecados. Lo cual confirma el Padre, proclamando que «éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto», y el Espíritu Santo, que apenas salió del agua Jesús, «bajaba como una paloma y se posaba sobre Él» (cfr. Mt 3,16-17). Lo que en Juan, el Bautista, significaba apremio profético, gesto y rito de un anhelo de definitiva salvación, se llena de verdad presente y actual con el bautismo de Jesús, obra de la Santísima Trinidad que culminará en el Misterio de su Pascua, cuando de su Corazón Sacratísimo, alanceado por el soldado romano, brote sangre y agua.

La Solemnidad del Bautismo del Señor constituye, por lo tanto y, siempre, una ineludible llamada a los cristianos a reemprender de nuevo el itinerario de la conversión, dejándose guiar y transformar por el Espíritu en las circunstancias personales en que la propia vida y, sobre todo, la condición de los tiempos van situando a la Iglesia, a la humanidad y a nosotros mismos. La hora actual de la historia, a través de acentos y signos de peculiar gravedad, reclama con particular urgencia que nos abramos con una gran humildad de corazón a la efectividad del Espíritu Santo en la configuración interior y exterior de toda nuestra vida, no sólo en sus aspectos más privados e individuales, sino también en los públicos y sociales. La época de los procesos de la globalización informativa y cultural, dominados por un espíritu -valga la paradoja- «no espiritual», radicalmente materialista, sólo podrá encontrar la puerta del Evangelio de la esperanza si los cristianos, impregnada toda su existencia por su gracia, viven de una forma auténticamente personal el sello sacramental que les marca, el del bautismo del agua y del Espíritu.

Acabamos de comenzar el año estrenando un nuevo e importantísimo paso en la historia de la unidad de Europa: el de la moneda única que han adoptado doce Estados de la Unión Europea, entre ellos, España. El Santo Padre se congratulaba de ello como un avance de la integración y de la cooperación mutua de las naciones y pueblos de Europa en un campo, como el de la economía, de importancia decisiva para la instauración de la justicia, de la solidaridad y de la paz en la vida del hombre. En la moneda hay que ver antes que un signo tentador para el cultivo de la ambición de poder y del endiosamiento de la riqueza, un instrumento para una mejor comunicación e intercambio mas dinámico, fluido y creativo de los bienes, fruto de la naturaleza y del trabajo del hombre, necesarios para su sostenimiento y desarrollo pleno, material y espiritual. La introducción del Euro coloca una vez más a la sociedad europea, a sus instituciones y, sobre todo, a sus dirigentes y responsables políticos y culturales, ante el reto de no huir a la cuestión y a la pregunta por el espíritu que debe de orientar los objetivos y los estilos que informen su proyecto de futuro, desde la política financiera hasta la que se refiere a los principios y normas de carácter constitucional. ¿Será el que se alimente de la concepción y valor inalienable de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales? ¿comenzando por el de la libertad religiosa, el de la vida del ser humano desde su concepción hasta el momento de su muerte natural, y siguiendo por el de los derechos sociales, culturales y económicos, fundamento de todo serio y creíble ejercicio de la solidaridad con los más necesitados? ¿O será el de contentarse con una pragmática aproximación a ese ideal en función de las exigencias, tácitamente afirmadas como intocables, del imperativo del bienestar entendido a la medida de los egoísmos personales y colectivos?

La aportación de los cristianos a la recta y práctica contestación de esta pregunta ha de ir por la vía señalada por Juan Pablo II en Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982: Europa «vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual en un clima de respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades». Una aportación, ésta, que o nace de un movimiento de decidida y sincera conversión a las raíces de la experiencia cristiana, las del propio bautismo -el nuevo, el de Jesucristo-, o que, de otro modo no llegará a cuajar nunca en frutos visibles de una civilización europea del amor.

¡Pongámonos a andar en esa dirección, orando intensa y perseverantemente! ¡Busquemos el amparo de Santa María, Ntra. Señora de Europa y la intercesión de sus Santas Patronas -Brígida, Catalina de Siena, Teresa Benedicta de la Cruz- y de sus Patronos -San Benito, Santos Cirilo y Metodio-! Puesto que el que ora cristianamente, en la comunión de la Iglesia, es el que está bien y adecuadamente dispuesto para recibir la gracia de la conversión.

Con todo afecto y mi bendición,

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