Homilía en la Vigilia de Oración por la Vida

Catedral de la Almudena.

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«Alégrate, hija de Sión; canta hija de Jerusalén; mira a tu Rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica».

La situación histórica, en la que hablaba -y para la que hablaba en primer plano- el profeta Zacarías, estaba dominada por el pesimismo de los que asistían al triunfo de los dispuestos, dentro y fuera del pueblo elegido, a imponer «la última ratio» del poder y de la fuerza -política, social, económica, militar…- a la hora de configurar el futuro de Sión y Jerusalén, buscando únicamente las vías de los éxitos y victorias mundanas. La visión del profeta se cruza con sus proyectos y les habla de un rey, diametralmente distinto, en su forma de presentarse -humilde y modesto hasta el límite del despojarse de la más mínima apariencia de todo lo que pudiera significar prepotencia y autosuficiencia humana- y en su forma de actuar, empleando solamente los limpios instrumentos de la justicia y de la misericordia, aparentemente débiles en su eficacia histórica, pero siempre, al final, los únicos verdaderamente salvadores. Su victoria se divisa ya en el horizonte, no sólo en el de la ciudad santa de David, sino en el de todos los pueblos, «de mar a mar», después de haber destruido los carros de la guerra y los arcos de las flechas homicidas. El MESÍAS estaba a la vista: JESÚS el HIJO DE DIOS hecho carne en el seno de la Virgen María, el del Evangelio del Reino de Dios, el que nos salva por la Cruz y la Resurrección; el que nos ha salvado ya por el Espíritu y la gracia de la filiación divina, abriéndonos de par en par las puertas de la Casa del Padre, haciéndonos herederos de su vida y de su gloria.

La situación histórica ha cambiado radicalmente en lo más íntimo de su sentido y estructura interna después de la Pascua del Señor. La historia de la salvación ha llegado a su último capítulo. Su desenlace definitivo llegará, sin embargo, con la segunda venida de Jesucristo, el Rey pacífico del Universo, Señor único de la creación y de la historia. Los poderes del mal siguen, pues, actuando en el mundo y en el corazón del hombre, incluso con una extrema y desesperada agresividad. Es su última oportunidad. Uno de sus campos de acción preferidos es el de la VIDA del hombre, cuyo valor relativizan e instrumentalizan hasta el límite de negar que se trata de un básico y fundamental patrimonio de todo ser humano, de carácter inviolable, que todo hombre recibe, individual y personalmente, de Dios Creador y Redentor. Las legislaciones proabortistas y eugenésicas, y las corrientes intelectuales, culturales y políticas qyue las sustentan y propagan, representan sy más visible e inquietante expresión. Siembran la duda y la debilidad moral en las conciencias, enervan la capacidad social para articular la única respuesta digna del hombre a los problemas subyacentes al cuestionamiento contemporáneo del derecho a la vida: la respuesta del AMOR. La respuesta de DIOS que es AMOR.

Esa es la respuesta de la Iglesia. No tiene otra. Esa ha de ser la respuesta coherente y valiente de los cristianos. Ésta debe de ser hoy nuestra respuesta: la respuesta a la que el Señor nos llama en esta hora histórica, de España, de Europa y del mundo. Es la respuesta que viene de Jesucristo, el Siervo doliente y humilde de Yahvé, Cabeza y Esposo de la Iglesia. A nosotros, los suyos, los miembros de su Cuerpo nos corresponde ir haciéndole realidad cumplida, día a día, en cada circunstancia histórica que nos haya tocado vivir.

«Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el espíritu de Dios habita en nosotros»

Por ese Espíritu del Señor -el espíritu Santo-, que habita en nosotros, ya no estamos sujetos a la carne ni en nuestros juicios ni en nuestras conductas:

– Estamos en condiciones, primeramente, de ver y conocer la verdad de la dignidad del ser humano desde su concepción hasta su muerte natural y, consecuentemente, la del derecho fundamental de toda persona humana a la vida, sin que nadie pueda ni arrebatársela ni recortársela: ¡ninguna instancia humana!. Ni siquiera el mismo sujeto de ese derecho puede disponer de él como si fuese suyo. Es don intransferible de Dios. El ser humanos es siempre PERSONA a causa de su constitutiva relación con el Creador y Redentor del hombre y no puede renunciar a ello.

– El Espíritu nos enseña también a interpretar lúcidamente los signos de los tiempos y a prever las consecuencias que se derivan forzosamente del no reconocimiento del carácter fundamental e incondicional del derecho a vivir, que excluye necesariamente todo intento de limitarlo en su contenido y en su campo de aplicación. Cualquier cuestionamiento que se haga del mismo en razón de intereses y motivos individuales o colectivos por muy «humanitarias» que aparezcan las formas en que se revistan, abre las compuertas del «todo vale» en las relaciones sociales y fomenta sin remedio la propagación práctica de la máxima del «homo homini lupus», es decir, de las conductas impulsadas por los sentimientos de hostilidad frente al prójimo, como sui «el hombre fuese para el otro hombre un lobo».

El espíritu nos alecciona igualmente, con el don del discernimiento, sobre las responsabilidades de las autoridades públicas y de la importancia de una legislación justa que proteja y garantice con todos los medios legítimos del ordenamiento jurídico el respeto riguroso de ese derecho por parte de todos los ciudadanos.

– Por la gracia del Espíritu nos encontramos, en segundo lugar, en condiciones de actuar y de vivir como testigos y promotores de la vida del hombre en toda su hondura y exigencias espirituales y morales, tanto en el plano personal y privado como en el contexto de la vida pública, reconociendo primero nuestros fallos y pecados.

– Nos hemos ido acostumbrando, por ejemplo, a convivir más o menos ‘acomodadamente’ con el fenómeno del aborto, siempre creciendo en su número y siempre agravándose en sus prácticas y en las personas afectadas. El número de los adolescentes que lo protagonizan y padecen, hasta unos límites que acongojan la conciencia y el corazón de todo bien nacido, es cada vez mayor.

Nos vamos también haciendo insensiblemente a la idea -paso a paso- de que el proceso de la manipulación genética del ser humano en todas sus variantes, incluidas las más peligrosas y aberrantes, es imparable, aun siendo conscientes de su terrible coste de eliminación masiva d embriones y, por supuesto, de fetos en avanzado estado de gestación apoyándose en los llamados diagnósticos prenatales de malformaciones y enfermedades, que se califican de gravosas para sus progenitores. Parece que nos da miedo enfrentarnos con la objeción, envuelta con frecuencia en la burla sibilina y autosuficiente, y lanzada como reproche, de que los católicos no sabemos rimar con el progreso de la ciencia y de los ideales de una mejor salud pública y de un bienestar creciente que se nos prometen como el verdadero programa de futuro científico y cultural para la humanidad. Se trata, dicen sus promotores, de adoptar el moderno proyecto de «hacer hombres» en vez del supuestamente obsoleto y mítico de «procrearlos» según Dios.

¿No hemos caído en la cuenta de que lo que está en juego es la misma esencia de la Caridad de Cristo, del AMOR CRISTIANO o, más simplemente dicho, del AMOR? El espíritu nos lo ha dado a conocer, nos lo ha donado para vivirlo y practicarlo hasta sus últimas y salvadoras consecuencias. «Estamos en deuda» con el espíritu. Demos muerte a las obras de «la carne» y hagamos las obras del Espíritu del Señor Jesús.

«Te doy gracias, padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla».

Efectivamente, «estas cosas», las del Evangelio de la vida, sólo son comprensibles y accesibles -¡amables!- para los sencillos de corazón. Para los que saben acudir a Cristo cargando con su yugo y aprendiendo de su mansedumbre y de su inagotable bondad. Ese camino de ir a El lo debemos profundizar más y más. Lo hacemos en esta Vigilia de Oración, en esta noche de la Catedral de la Almudena, junto a su Madre María, la humilde Doncella de Nazareth, la Madre de la Vida. No nos queremos olvidar de la llamada reiterada del Papa, Juan Pablo II, para que todos los hijos de la Iglesia vivan con un creciente compromiso de caridad cristiana la tarea histórica de que la Iglesia aparezca y sea verdaderamente ante el mundo la defensora y promotora de la Vida, sin desfallecer, con incansable generosidad.

Los Obispos españoles hemos querido recoger su bellísima Encíclica «El Evangelio de la Vida» en nuestra exhortación pastoral LA FAMILIA SANTUARIO DE LA VIDA Y ESPERANZA DE LA SOCIEDAD, para darle mayor resonancia y abrirle cauces pastorales de aplicación práctica en nuestras Iglesias particulares de España. ¡Hagámosla nuestra sin reservas, con la mente y el corazón!

Amén.

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