El Derecho a la educación y sus titulares

¿De nuevo en la incertidumbre histórica?

Club Siglo XXI

Madrid, 30 de enero de 2007; 20’00 horas

La cuestión del derecho a la educación y de sus titulares es una cuestión típica de la modernidad ilustrada, cuyo debate se extendió a lo largo de todo el siglo XIX hasta la II Guerra Mundial, manteniendo la regulación jurídica de ese factor tan importante en la vida de la persona y de la sociedad que es la educación en una permanente situación de incertidumbre histórica. La salida cultural, política y jurídica de la gran crisis –¡verdaderamente epocal!– de la II Guerra Mundial, que significaron la Carta de las Naciones Unidas y su Declaración Universal de los Derechos Humanos, parecía despejar por largo tiempo estas y otras incertidumbres del período histórico anterior. ¿Se puede afirmar que hoy, a la altura del comienzo del III Milenio, continuamos en pacífica posesión de los logros político-jurídicos, culturales y morales conseguidos en aquellos años de lo que podría considerarse como “la gran transición mundial” a un nuevo orden internacional? He aquí nuestra cuestión en el campo concreto del derecho a la educación.

I.           EL ESTADO DE LA CUESTIÓN

1.                   Las coincidencias del derecho internacional y de su fundamentación teórica

La educación es un bien imprescindible para la persona humana y un factor esencial para que se pueda lograr una sociedad que se configure y viva en libertad responsable, justicia, solidaridad y paz. De la verdad y del valor ético de esta afirmación nadie duda hoy. La comparten las grandes culturas, las Religiones, los pueblos y Estados que conforman en el presente la comunidad internacional.

Tampoco parece que haya dudas, en términos generales, sobre el fin primordial del proceso educativo: a saber, el desarrollo integral del hombre. En la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948 se afirma en su artículo  26, 2: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana…”. Y, el Concilio Vaticano II, en su Declaración “Gravissimum educationis” sobre la Educación Cristiana de 28 de octubre de 1965, en continuidad con la doctrina enseñada por Pío XI en la Encíclica “Divinis Illius Magistri” de 31 de diciembre de 1929, sostendrá que “la verdadera educación persigue la formación de la persona humana en orden a su fin último” [1] . Incluso es obligado constatar en el amplio contexto de la cultura política contemporánea una amplia coincidencia –¡poco menos que universal!– en torno a la concepción de los aspectos básicos que constituyen el fenómeno antropológico, pedagógico y ético de la educación como bien social que ha de ser acogido, custodiado y promovido jurídicamente; es decir, como objeto del derecho.

Se admite, en primer lugar, que educar significa no sólo comunicación y aprendizaje de conocimientos científicos y transmisión del patrimonio cultural adquirido, sino también desarrollo interno de la personalidad y de las facultades físicas, psíquicas, intelectuales, morales y espirituales que la adornan hasta alcanzar el grado de su maduración como sujeto libre y responsable de su destino, aceptado y vivido en el marco del bien común de la sociedad y de la humanidad. Educar incluye, por lo tanto, la instrucción y la enseñanza y llega a su plenitud con la formación integral de las personas. El Concilio Vaticano II lo expresa bellamente: “…es necesario ayudar a los niños y adolescentes, teniendo en cuenta el progreso de la psicología, la pedagogía y la didáctica, a desarrollar armónicamente sus cualidades físicas, morales e intelectuales, para que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en el desarrollo recto de la propia vida con un esfuerzo continuo, y en la adquisición de la verdadera libertad… Además, hay que prepararlos para participar en la vida social” [2] .

Se coincide igualmente en el reconocimiento de quienes son los destinatarios del bien y del derecho a la educación: los niños, los adolescentes y los jóvenes en primer y privilegiado lugar ante la evidencia del dato antropológico fundamental de encontrarse en la edad de su desarrollo inicial y básico en el orden biológico, psicológico, intelectual, moral-religioso y cultural; pero, también, se consideran como sujetos beneficiarios de la educación los adultos. La formación permanente se abre jurídicamente paso en el plano internacional sin objeción alguna. Lo más importante, sin embargo, es la convicción compartida de que el derecho de los niños y adolescentes a la educación es universal: todos, sin excepción alguna, tienen derecho a una educación integral que los forme como personas y les capacite cultural y profesionalmente para el trabajo y la vida en sociedad. La insistencia del nuevo derecho internacional en este punto, tanto a nivel de Naciones Unidas como en el ámbito regional europeo, es extraordinariamente significativa: se prescribe en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, “toda persona tiene derecho a la educación”; el “Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales” establece que “la enseñanza primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente”, que la secundaria en sus diferentes formas, incluida la técnica y profesional, debe ser generalizada y accesible a todos por cuantos medios sean apropiados tendiendo a su implantación gratuita y que la misma accesibilidad general ha de ir haciéndose realizable respecto a la enseñanza superior por los procedimientos de la gratuidad progresiva; y, finalmente, en el “Protocolo adicional al Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales” de 30 de mayo de 1952, y más recientemente en el “Tratado de la Constitución para Europa”, se confirma que “toda persona tiene derecho a la educación y el acceso a la formación profesional permanente” y que “este derecho incluye la facultad de recibir gratuitamente la enseñanza obligatoria” [3] . El Concilio Vaticano II se muestra todavía más explícito: “Todos los hombres de cualquier raza, condición y edad, puesto que todos están dotados de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable a una educación que responda a su propio fin, al carácter propio, a la diferencia de sexo, adaptada a la cultura y las tradiciones de su patria, y abierta a la relación fraterna con otros pueblos [4] .

Lo mismo sucede con el reconocimiento jurídico de la escuela y los centros de enseñanza media y superior como los ámbitos o medios institucionales propios y específicos para el desarrollo de la acción educativa, además de la familia; naturalmente sin pasar por alto la influencia educativa que los modernos medios de comunicación social, especialmente los audiovisuales –Radio, Televisión, Internet–, ejercen hoy en día sobre los jóvenes, por lo cual son objeto de la atención del legislador nacional e internacional, explícita e implícitamente, como se desprende de las normas sobre la protección de la infancia y de la juventud, cada vez más reiteradas, que consideran expresamente la potencialidad pedagógica de estos medios tanto en sentido positivo como negativo, sin que por ello se cuestione el papel de centralidad educativa que corresponde a las instituciones escolares y universitarias. El Concilio Vaticano II ha captado muy bien el moderno problema de la relación pedagógica entre los distintos cauces e instrumentos técnicos e institucionales de la educación en el contexto de la tarea educativa, naturalmente desde la perspectiva propia y originaria de la Iglesia que no es otra que la educación en la fe: “La Iglesia considera importante y busca penetrar con su espíritu y elevar también los restantes recursos que pertenecen al patrimonio común de la humanidad, y que contribuyen sobremanera a cultivar los espíritus y a formar a los hombres, como son los medios de comunicación social, las múltiples agrupaciones culturales y deportivas, las asociaciones juveniles y principalmente las escuelas” [5] .

Pero más importante todavía de cara al futuro de la educación es la coincidencia creciente de la normativa internacional –con una inequívoca recepción europea– sobre los titulares del derecho a educar, en base a sus innatos y correspondientes deberes. Las normas internacionales relativas a esta materia se han ido perfilando con caracteres jurídicos cada vez más nítidos a partir del principio antropológico y filosófico-político de que en el proceso educativo intervienen por derecho propio los padres, en primer lugar, las instituciones sociales, luego, y, finalmente, el Estado. Tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como en los sendos “Pactos Internacionales” “de derechos económicos, sociales y culturales” y de “derechos civiles y políticos” respectivamente, ambos de la misma fecha –16 de diciembre de 1966–, queda sancionado el “derecho de los padres a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”, a “escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas” y, en cualquier caso, y sin excluir a las escuelas estatales, a “hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”; más aún, a que nada de lo dispuesto en este asunto “se interpretará como una restricción de la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza”. La misma doctrina sobre el titular del derecho a educar se expresa en el Protocolo de 20 de marzo de 1952 al “Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales” de forma sucinta, pero suficientemente explícita e incisiva: “el Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas” [6] . Adviértase que la concisión expresiva empleada en este artículo al definir el derecho de los padres en la educación y enseñanza de sus hijos se explica por el objetivo político-jurídico que ha motivado el Convenio Europeo de 1952 y los sucesivos protocolos adicionales, que no es otro que el de “tomar las primeras medidas adecuadas para asegurar la garantía colectiva de algunos de los derechos enunciados en la Declaración Universal” [7] . Por lo demás, y de cara al futuro de los países de la Unión Europea, está previsto en “la Constitución para Europa” –en fase de ratificación– el que haya de asegurarse “la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto de los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas” [8] .

El trasfondo humanista de la forma de ser tratado y regulado el derecho de los titulares y responsables de la educación por la normativa internacional cobra todo su relieve y profundidad antropológica, incluso una sólida fundamentación filosófico-teológica, en la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la Educación Cristiana: “Los padres, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos”, y, por ello, “es necesario que los padres, a quienes corresponde el primer deber y derecho inalienable de educar a los hijos, gocen de verdadera libertad en la elección de escuela”, para lo que será imprescindible que “el poder público, a quien corresponde proteger y defender las libertades civiles, atendiendo a la justicia distributiva, deba procurar que las ayudas públicas se distribuyan de tal manera que los padres puedan elegir, según su propia conciencia y con verdadera libertad, la escuela para sus hijos”. Finalmente el Concilio alaba aquellas autoridades y sociedades civiles “que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad actual y considerando la debida libertad religiosa, ayudan a las familias para que en todas las escuelas se pueda impartir a sus hijos una educación acorde con los principios morales y religiosos de las familias”; precisando que el papel del Estado en la educación es subsidiario “cuando las iniciativas de los padres y de otras sociedades no son suficientes para completar la obra educadora”; y, consiguientemente, subsidiario además en relación con la creación de centros docentes, puesto que es su deber “promover en general toda la obra de las escuelas, teniendo en cuenta el principio de obligación subsidiaria y excluyendo, por lo tanto, cualquier monopolio escolar, contrario a los derechos naturales de la persona humana, también al progreso y divulgación de la misma cultura, a la pacífica relación entre los ciudadanos y al pluralismo vigente hoy en nuestras sociedades” [9] .

A la coincidencia del derecho internacional vigente en la definición “material” del objeto y sujeto del derecho a la educación hay que sumar su coincidente valoración formal al situarlo en la tabla de los derechos humanos definidos por las Naciones Unidas como de valor universal, considerando que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” y que, por lo tanto, se trata de derechos anteriores al Estado y a su legislación interna [10] .

Ante esta impresionante panorámica jurídica de las coincidencias del ordenamiento jurídico internacional en la configuración material y formal del derecho a la educación, convertida en cultura social y política universalmente extendida, con un eco doctrinal iluminador en la doctrina de la Iglesia puesta al día en el Concilio Vaticano II, ¿es intelectualmente sostenible y, por ello, éticamente legítimo el interrogante sobre su actual consistencia histórica? En una palabra ¿cómo se puede, pues, pretender plantear responsablemente la pregunta sobre una emergente  incertidumbre acerca de su viabilidad jurídica presente y futura? La ampliación de la visión histórica, sin embargo, a la realidad social, es decir, al estado en que se encuentra la educación en el mundo, a la evolución de las legislaciones estatales en la materia y, no en último lugar de eficiencia socio-política y cultural, a la aparición de nuevas ideologías acerca del hombre, la familia, la sociedad y el Estado, obligan a plantear el problema del futuro de la actual normativa internacional respecto al derecho fundamental a la educación y, más aún, respecto a su fundamentación teórica. Es obligado pues operar con “el sed contra” de la dialéctica tomista.

2.                   Las divergencias derivadas de la realidad social, de las legislaciones estatales y de las nuevas ideologías.

La situación real de la educación en la comunidad internacional se presenta hoy como enormemente problemática en aquellos aspectos más neurálgicos relacionados con el derecho a la educación. El índice de escolarización no llega al 50% de amplias zonas de Asia y, sobre todo, de África. Es sintomático que el segundo de los ocho objetivos propuestos por las Naciones Unidas para el nuevo Milenio se centre en lograr “la enseñanza primaria universal” en las próximas décadas y que “Manos Unidas”, la primera organización no gubernamental de España y la más antigua en la ayuda al Tercer Mundo, haya propuesto como lema para su “Campaña – 2007”, la XLVIII de su historia: “Sabes leer, ellos no. Podemos cambiarlo”. El acceso a las enseñanzas medias y superiores, por su parte, contando las orientadas a la formación profesional tan decisivas para el futuro de los países subdesarrollados, es todavía mucho más escaso. ¿La elección de escuela?: un lujo que sólo una reducidísima élite social se puede permitir. Si además nos encontramos con que una gravísima crisis de las tradicionales estructuras familiares ha inutilizado en gran medida a la familia como lugar primario e insustituible de la educación de niños y jóvenes, como consecuencia del influjo moralmente destructivo de los estilos y concepciones materialistas de la vida que les invaden desde el mundo euroamericano a través de los modernos medios de comunicación social, no compensada suficientemente por la acción evangelizadora y civilizadora de la Iglesia Católica, entonces podremos comprender la gravedad de la situación educativa de estos países, principalmente de los africanos. Y, por si fuera poco, la pandemia del Sida ha venido a rematar la tradicional institución familiar y, con ella, unas mínimas posibilidades de educación moral y religiosa de la juventud en muchas  de las regiones subsaharianas del centro y del sur del continente africano. Pues, tanto o más que las carencias técnico-pedagógicas, están pesando en la actualidad del Tercer Mundo las carencias humano-éticas y espirituales de los niños y jóvenes, a la hora de alumbrar para sus pueblos y gentes un futuro digno del hombre.

Graves fallos se observan también en el sistema educativo de los países desarrollados de Europa y América. Han progresado en la formación técnico-instrumental que proporciona la escuela en todos sus grados; pero ha sufrido simultáneamente en gran medida la dimensión humanista y, lo que alarma más, la educación moral y la formación integral de la personalidad de los alumnos. A los fenómenos de la adicción a la droga y de conductas sexuales disolutas, que van en aumento o no cesan, hay que añadir el creciente número de abortos provocados en adolescentes y jóvenes menores de edad y el escándalo de la violencia escolar en versiones desconocidas hasta hace pocos años, como es el caso nada infrecuente de las agresiones a profesores y personal auxiliar de los Centros. La crisis de la educación moral del alumnado y de su formación humana incide ciertamente con innegable intensidad en las escuelas estatales; pero tampoco escapa a ella del todo la red escolar de iniciativa social. No pocos son los que piensan que lo que está en quiebra es el ser y valor pedagógico mismo de la institución escolar en su actual forma. Por otra parte, tampoco resulta fácil para las familias europeas poder ejercer el derecho de elección de centro, sobre todo en los países latinos –Francia, Italia, España, Portugal– e, incluso, ven cómo tienen que enfrentarse no pocas veces con obstáculos administrativos y académicos al hacer valer su derecho de decidir la formación moral y religiosa que quieren para sus hijos. La asignatura de Religión está prevista prácticamente en los currículos escolares de todos los países de la Unión Europea, pero no siempre con la suficiente garantía para que los padres puedan ejercer su derecho a elegirla sin discriminación alguna, como es el caso en el Reino Unido, donde es aconfesional y obligatoria, o en Francia, donde su valor académico es nulo, o en Italia y España, con un deficiente reconocimiento académico. Añádase para completar el cuadro la pérdida de sustancia humanística y de cultura clásica en el sistema europeo de Enseñanza, denunciada reiteradamente por personalidades, asociaciones e instituciones relevantes del mundo cultural e intelectual de toda Europa. ¿Y cómo ignorar el entrelazarse de la crisis de la escuela con el deterioro creciente del matrimonio y de la familia que se declara muchas veces incapaz de asumir con un mínimum de seriedad personal y de responsabilidad moral la tarea de la educación de sus hijos en casa y en la escuela? Las rupturas matrimoniales, y la consiguiente desestructuración familiar, inutilizan las posibilidades reales de educar a los hijos, cuando no la misma capacidad educativa de los padres. La absorción exhaustiva de la vida del padre y de la madre por el ejercicio de la profesión, con la secuela inevitable de su alejamiento no sólo físico, sino también psíquico, afectivo y espiritual de los hijos, les impide ejercer todo compromiso educativo serio.

En este problemático balance de la realidad educativa actual hay que contar también las legislaciones estatales, muy lejos todavía de plasmar en sus ordenamientos jurídicos internos la normativa y jurisprudencia internacional sobre el derecho fundamental a la educación y sus titulares, sin exceptuar a las leyes europeas. La legislación escolar de la postguerra mundial en los países de la llamada Europa Occidental se abrió con relativa facilidad tanto al principio social de la universalización del derecho a la educación como al de la libertad de enseñanza, buscando fórmulas de síntesis y realización progresiva, en las que ha contado mucho el recurso de las subvenciones a las escuelas no estatales. Tampoco le fue difícil abrirse al ideal del humanismo de raíz cristiana –incluso en la Francia laica de la 4ª República–, que inspiró de hecho el modelo pedagógico de la nueva escuela europea, pública y privada, de la Europa libre. La revolución cultural del “68” forzará la revisión del modelo  pedagógico de la postguerra. Se vacila ante el desafío abierto de las propuestas liberacionistas para la educación, propugnadas militantemente por las ideologías neomarxistas de moda. La nueva legislación escolar de la década de los setenta no abandonará del todo el principio de la libertad de enseñanza, aunque tampoco lo promoverá y favorecerá. Vuelve a ser muy costoso para la familia el ejercicio de su derecho a la elección del tipo de escuela que quiere para sus hijos, cuando no imposible en la práctica. La primacía política otorgada al objetivo del progreso tecnológico termina por constituir el criterio determinante de la planificación del sistema escolar. Llama la atención que en el proyecto de Constitución para Europa los criterios generales de la política educativa se concentren de forma exclusiva en los aspectos de comunicación lingüística y de armonización legal, por una parte, y en los deportivos y –con preferencia evidente– en los referentes a la formación profesional, por otra; pasando por alto los contenidos culturales, humanísticos, morales y religiosos del proceso educativo [11] .

En este panorama de la actualidad educativa sobresalen, finalmente, las nuevas ideologías en las que perviven los viejos ateísmos y materialismo del siglo pasado y que han irrumpido con fuerza en la opinión pública y en el medio-ambiente cultural de la sociedad actual, con incidencia evidente en la concepción básica de la educación, de su sentido y fin, de sus sujetos beneficiarios -el educando- y de sus agentes -los educadores-.

Destaquemos, en primer lugar, el nuevo agnosticismo, que se presenta paradójicamente cada vez como menos escéptico, al menos en la práctica social, al imponer sus fórmulas culturales y políticas de solución a las grandes cuestiones de la vida. Rehúsa aceptar la visión trascendente del hombre; pero le declara soberano de sí mismo, principio y fin inmanente de su existencia y fuente única de las normas éticas que han de regir su conducta privada y pública. Con el agnosticismo ideológico el relativismo moral deviene el criterio general de convivencia y de funcionamiento social. Las consecuencias negativas, que se derivan de estas nuevas ideologías agnósticas y relativistas para poder mantener la concepción del sentido y finalidad de la educación en la formación de la persona humana que inspira y modela por dentro las normas jurídicas internacionales todavía vigentes, son evidentes. Se comienza por dejar caer el destino trascendente del hombre como fin último de la acción educativa y se termina por perder el valor de la libertad responsable como su objetivo pedagógico primero. Se concluye, en último término, con la opción tecnócrata de una educación al servicio del puro progreso económico.

A la par del nuevo agnosticismo, y bajo su sombra filosófica, se difunde la llamada “Teoría del género” que pretende justificar teóricamente e imponer en la conducta social el principio de la nula significación antropológica de la diferenciación sexual, otorgando al individuo la facultad de disponer de ella para sí mismo sin límite alguno: ni ético, ni jurídico. Toda persona posee el derecho de elegir su “ sexo”, independientemente de los datos biológicos, psicológicos y antropológicos que la configuren y constituyan como hombre o mujer. Resulta igualmente evidente que con la implantación social y cultural de “la teoría del género” se mina el fundamento antropológico de la familia, que es el matrimonio, y, con él, la familia misma como ámbito primero y fundamental para la procreación, el nacimiento y la educación de los hijos. Los padres dejan de ser sus educadores natos.

Y, junto con el agnosticismo relativista y la “Teoría de género”, ha hecho aparición el viejo laicismo de los siglos XIX y XX, retornando como una ideología política supuestamente muy adecuada para la configuración actual del Estado democrático. ¡Ideología muy influyente en la mentalidad del ciudadano medio! Sus tesis -¡muy conocidas!- reclaman aparentemente sólo separación de “lo civil” y de “lo religioso”, presuponen, sin embargo, en el fondo, una teoría del Estado puramente inmanentista y monolítica. El Estado se autojustifica por sí mismo y se autoerige en la fuente última del derecho y de la moral pública absorbiendo institucionalmente a la sociedad, sin consentir que en su configuración real intervengan la moral de las personas y de los grupos sociales y mucho menos la religión y las instituciones religiosas. La ideología laicista va incluso más allá de la pretensión de identificar Estado y sociedad pública: se propone, además, relegar a la insignificancia jurídica y social todo lo que no sea Estado o venga estructurado y administrado estatalmente. En un Estado así, concebido a la medida jurídica del laicismo radical, poco sitio queda y quedará para los derechos de los padres a elegir libremente el tipo de educación y la escuela que quieren para sus hijos e, incluso, para poder reclamar en el marco escolar estatal una enseñanza de la religión y de la moral, que profesan, con un mínimum de rigor pedagógico y de dignidad académica. Y no mejor sitio les quedará a los grupos e instituciones nacidos de y en la sociedad –en concreto, a las distintas Religiones y a la Iglesia– para desarrollar iniciativas propias en la creación y dirección de centros de enseñanza. Compaginar laicismo radical con el principio de la libertad de enseñanza resulta poco menos que imposible. El argumento, de que sólo por la vía de la concepción laicista del sistema educativo se asegura realmente la satisfacción de la necesidad social de una educación de calidad para todos, no viene a ser más que un postulado político voluntarista que la historia no avala.

Ante “el sitio en la vida” del derecho fundamental a la educación y de sus titulares, descrito en sus rasgos más sobresalientes, ¿no hay que extraer la conclusión lógica y la convicción práctica de que sobre el sistema de enseñanza, que trae su origen y fundamento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, hace escasamente sesenta años, pesa hoy una grave incertidumbre histórica, mirando a su presente y a su futuro? La respuesta afirmativa no parece dudosa ni en lo que atañe a la comunidad internacional ni al mundo euro-americano y, por supuesto, tampoco por lo que se refiere a España.

II.                 EL PROBLEMA EN ESPAÑA

También en España el punto histórico de partida fue de convergencia en la concepción del derecho a la educación –de su fin, de su objeto y sujetos, de sus condicionamientos estructurales, etc.–, al menos en los aspectos esenciales de su definición jurídica y de su valoración formal como un derecho fundamental. Convergencia de los partidos políticos, de los grupos y fuerzas sociales, de las instituciones culturales y religiosas y de la propia Iglesia Católica. El Art. 27 de la Constitución Española de 1978, con la que culminaba satisfactoriamente un delicado período de transición política y que abría un nuevo capítulo de la historia moderna de España, recoge y expresa vinculantemente para todos la letra y el espíritu de ese consenso nacional en materia de enseñanza. En dicho artículo, interpretado sobre todo a la luz de los Artículos 10 y 16 –que se refieren respectivamente al fundamento de los derechos fundamentales garantizados por la ley constitucional y al derecho a la libertad ideológica, religiosa y de culto–, se desarrolla una sugerente combinación jurídica de los dos grandes principios pre-jurídicos que habían determinado el fondo del debate social, cultural y político en torno a las teorías sobre la educación de los dos últimos siglos de historia europea: el principio de la universalidad de ese derecho         –“todos tienen derecho a la educación”– y el de la libertad de enseñanza –“se reconoce la libertad de enseñanza”–. Al desarrollo jurídico del Artículo servirá de base doctrinal la definición del objeto de la educación: “el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales” [12] .

En virtud del principio de la libertad de enseñanza se obliga explícitamente a los poderes públicos a garantizar “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones”. Facultad que se refuerza luego con el reconocimiento implícito, pero inequívoco, de su derecho a la elección de centro al asegurar a “las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales” y con el mandato a los poderes públicos de ayudar “a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca” [13] . Desde la perspectiva de la salvaguardia social del derecho a la educación, se dispone que “la enseñanza básica es obligatoria y gratuita” y que los poderes públicos garanticen “el derecho de todos a la educación mediante una programación general de la enseñanza con una participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes” [14] . El consenso constitucional se extenderá sin mayores problemas al Acuerdo Internacional entre la Santa Sede y España sobre Enseñanza y Asuntos Culturales de 3 de enero de 1979 y, más en concreto, a la regulación de la enseñanza de la religión católica que en él se adopta.

No obstante, pronto se pondrá de manifiesto que en la interpretación del Art. 27 de la Constitución, cuando se trata de proceder a su aplicación a través de la acción del Gobierno y de su plasmación jurídica en las imprescindibles leyes para su desarrollo práctico, van a surgir divergencias tanto al interior de los sectores de la sociedad más implicados en el problema –sindicatos, organizaciones patronales, las asociaciones de padres de alumnos, de titulares de colegios no estatales, muy especialmente de los pertenecientes a la Iglesia Católica, etc.–, como entre los dos grandes partidos políticos nacionales llamados a gobernar a España en el futuro. Las divergencias se van a centrar comprensiblemente en la distinta forma de concretar el principio de la libertad de enseñanza en el sistema educativo y, consiguientemente, de entender el derecho de los padres como primeros educadores de sus hijos. Las divergencias permanecerán vivas hasta hoy mismo.

A un primer intento fallido de ordenación orgánica del estatuto de centros escolares en 1980, orientado decididamente a una compatibilización del derecho de todos a la educación con el derecho de los padres a elegir el centro escolar público o privado de acuerdo con sus convicciones mediante la implantación del cheque escolar, siguió, sin solución de continuidad, tras el espectacular cambio político de las elecciones de otoño de 1982, un proceso legislativo de gran envergadura socio-política y de indudable trascendencia histórico-cultural para el futuro de la sociedad española. Se inicia éste con la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación (LODE) de 3 de julio de 1985 y se profundiza y completa con la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) de 3 de octubre de 1990. El giro ideológico operado con el cambio de perspectiva política y jurídica al abordar el problema de la relación de los dos imperativos ético-culturales, “enseñanza para todos” y “libertad de enseñanza”, es patente. Se prima abiertamente la superioridad jurídica del Estado en el campo de la enseñanza sobre el derecho de los padres y, por supuesto, sobre el de la sociedad. En vez de concebir sus competencias como subsidiarias de las propias y primeras de los padres y de las que pertenecen a la sociedad y a sus asociaciones e instituciones libre y responsablemente formadas, ocurre lo contrario: se considera y trata jurídicamente a la familia como subordinada al Estado en el campo de la educación de sus hijos y, naturalmente y mucho más, a la sociedad. Ciertamente, con esta opción político-jurídica, no se intenta sobrepasar los límites constitucionales marcados por el Art. 27 de la Constitución, aunque sólo se logre con grandes dificultades interpretativas y no intachablemente, como lo ponen de manifiesto sus numerosos críticos. De ahí la importancia decisiva para la clarificación futura del sistema educativo español que han supuesto sendas Sentencias del Tribunal Constitucional, recaídas respectivamente el 13 de febrero de 1981 sobre el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por 74 Senadores del Grupo Socialista contra numerosos artículos de la LOECE y el 27 de junio de 1985 sobre el recurso presentado por 53 Diputados del Grupo Parlamentario Popular contra varios artículos de la LODE.

Ambas coinciden en aclarar y reafirmar inequívocamente, en primer lugar, el derecho de los padres de familia a elegir centro educativo para sus hijos en función de sus convicciones morales y religiosas, al reconocer “el derecho de los titulares de los centros privados a establecer un ideario educativo propio”. Derecho del que se sentencia que “forma parte de la libertad de creación de centros en cuanto que equivale a la posibilidad de dotar a éstos de un carácter y orientación propios”, y que ha de ser respetado por los profesores y los mismos padres que han elegido el Centro –que no pueden pretender posteriormente su alteración– y por toda la comunidad escolar. La doctrina de la Sentencia de 1981 sale reforzada y explicitada por el pronunciamiento de la sentencia de 1985 al precisar ésta que el cambio del término “ideario” por el de “carácter propio” no afecta para nada a la vigencia de lo dispuesto en 1981. Es más, se especifica que “el carácter propio del Centro” –expresión sinónima a la de “el ideario”– “actúa necesariamente como límite de los derechos de los demás miembros de la comunidad escolar” y que “el carácter propio” o “ideario del Centro” no está sometido a ninguna autorización por parte de la Administración, que, procediendo de otro modo, vulneraría “el derecho a la libertad de enseñanza y a la libertad de creación de centros docentes, en cuanto de dichos preceptos nace el derecho del titular a establecer el carácter propio, sin que pueda admitirse la injerencia de una autoridad administrativa”. La Sentencia de 1985 clarifica, además, otros contenidos del derecho a la creación de Centros que redundan en beneficio de la libertad de elección de los padres, como por ejemplo: la atribución de facultades decisorias al titular en el nombramiento del Director y el que no pueda ser obligado en la decisión final sobre la selección y nombramiento del profesorado. También resulta favorable para los padres lo que se dice sobre los criterios para la admisión de alumnos al establecer que “los criterios prioritarios no reemplazan en ningún momento a la elección de los padres y tutores”. La sentencia despeja, por último, la incógnita del futuro de la financiación de los centros privados que opten por la gratuidad de la enseñanza para sus alumnos, al ordenar que “el módulo económico” que se fije en los “conciertos” con los titulares de estos centros debe asegurar “que la enseñanza se imparta en condiciones de gratuidad” para las familias que los prefieran a los centros públicos.

Una inesperada aportación a la concreción positiva del derecho de los padres a que se les garantice a sus hijos la formación moral y religiosa que deseen para ellos, incluso en los centros públicos, se desprende de lo que seguramente los recurrentes de la LOE no pretendían: una definición constitucional por parte del alto Tribunal del carácter propio de los centros docentes públicos, que “deben ser ideológicamente neutros… y esta neutralidad ideológica es una característica necesaria de cada uno de los puestos docentes (profesores) integrados en el centro”, lo “que no impide la organización en los centros públicos de enseñanzas de seguimiento libre para hacer posible el derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral de acuerdo con sus convicciones”.

Una evolución paralela a la del inicial tratamiento jurídico y político del principio de la libertad de enseñanza en la configuración del derecho de los padres a la elección de Centro siguió la ordenación de la enseñanza o clase de religión y moral católicas en los centros públicos, al menos en la intención política, aunque no siempre en la ejecución legal. Las órdenes ministeriales de 1980 van a regularla académicamente de forma fielmente respetuosa de lo que se preveía en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales: asignatura equiparable a las fundamentales del currículum de la enseñanza primaria y secundaria; opcional para las familias y los alumnos, obligatoria para los centros; con una alternativa académica del mismo rigor académico –la Ética– para los que no optasen por ella. Se prefiere el modelo vigente en una buena parte de los países de la Unión Europea –¡vigente por cierto en la actualidad!– con una diferencia notable, sin embargo, generosamente aceptada por las familias y por la Iglesia: la inscripción en clase de religión habría de formalizarse cada año en el momento de la matriculación. Se imponía y se aceptaba –y se acepta– la exigencia de una especie de “referéndum” anual obligatorio sobre la clase de religión y moral católica. ¡Exigencia desconocida en la legislación escolar de los países europeos! A pesar de esta sacrificada cesión se iba a fraguar progresivamente la opinión política de suprimir en el futuro la alternativa académica a la clase de religión; opinión compartida por el sector social más inclinado a favorecer la supremacía educativa del Estado. La LOGSE no dirime expresamente la controversia sobre la alternativa; pero al relegar el tratamiento sistemático del área de Religión en el texto de la ley a una disposición adicional, la 2ª, apuntaba con suficiente claridad a lo que ocurriría efectivamente en su desarrollo administrativo: la eliminación de la alternativa académica por el Real Decreto de 1991. De este modo se ponía en marcha un proceso de deterioro académico y disciplinar de la asignatura de religión y moral católica en la escuela pública; al parecer, imparable. ¡Un verdadero “vía crucis” pedagógico que se prolonga  hasta la fecha! Afrontado con paciente creatividad por parte de todos los responsables de esta enseñanza: los padres de familia, las diócesis y, con un mérito innegable, los profesores.

El sistema educativo español, articulado en torno a las dos grandes leyes orgánicas de la década de los ochenta, dio frutos evidentes en el terreno de la escolarización gratuita, de la ampliación de la edad escolar, de la generalización del acceso a los estudios superiores, de la implantación de la metodología activa en la educación primaria y secundaria y en la concepción participativa de la comunidad escolar; pero no menos evidentes se han revelado sus lagunas estructurales, las deficiencias antropológicas de sus objetivos y contenidos y los fallos pedagógicos de su funcionamiento. Creció el fracaso escolar, a veces, espectacularmente; decayó de forma alarmante la disciplina de los centros en general y de los alumnos en particular. Muy sintomático resulta el hecho de que en la terminología jurídica de la LOGSE y de su desarrollo administrativo no aparezcan apenas ni el sustantivo estudio ni el verbo estudiar. Sí pueden y deben concederse resultados apreciables en el campo de los conocimientos técnicos y de la formación tecnológica y experimental, no, en cambio, en todo lo que tiene que ver con la cultura clásica y las ciencias humanas y con la educación moral y espiritual de los alumnos, y, por ende, con la educación integral de su personalidad, que muestra carencias clamorosas.

La toma de conciencia crítica de la pervivencia de viejos problemas no resueltos o de los nuevos surgidos con el sistema educativo diseñado por la LODE y por la LOGSE no tarda en producirse. Su primer y más significativo eco se encuentra en la reforma parcial de la LOGSE, acometida por la Ley Orgánica de la Participación, la Evaluación y el Gobierno de los Centros Docentes de 1995, propiciada por el propio Partido Socialista Obrero Español. El intento de una corrección más profunda, asumida por la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) de 23 de diciembre del año 2002, se vería truncado por su no implantación en el tiempo disponible de la legislatura en que fue aprobada y por el cambio político ocurrido en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. La LOCE, que se proponía introducir mejoras metodológicas tendentes a favorecer y evaluar el esfuerzo y la exigencia personal de profesores y alumnos, a potenciar la educación en valores y el ejercicio y maduración de la responsabilidad de la persona y recuperar los conocimientos clásicos y humanísticos, había encontrado una solución satisfactoria para el problema del estatuto académico de la clase de Religión y Moral Católica. Fuese cual fuese, sin embargo, el éxito político y pedagógico de la nueva Ley, la reforma pretendida dejaba intactas las líneas maestras organizativas y funcionales del sistema educativo diseñado en la década de los ochenta. Es verdad, que no concibe ni caracteriza jurídicamente ya a la educación como “servicio público”, como era el caso de la LODE, pero sí como “un servicio de interés público”, de forma no muy alejada a una expresión usada por la LOGSE de un derecho o servicio “de carácter social”. Con todo se debe de admitir que daba un paso nuevo y decisivo para la posibilidad de creación de Centros por parte de personas físicas o jurídicas -es decir, por titulares privados, según la terminología legal- al incluir en el cálculo económico del módulo de “los conciertos” el concepto de cantidades “de reposición de inversiones reales”. Con ello y, a pesar de mantener el riguroso procedimiento administrativo para la concesión del “concierto” a los titulares privados de centros docentes, las perspectivas reales que se abrían a los padres de familia para la elección libre del colegio de sus hijos, hubieran sido ciertamente superiores a las previstas por la normativa anterior [15] . La aprobación de una nueva Ley Orgánica de Educación, de 3 de mayo de 2006, promovida inmediatamente después de la toma de posesión por el nuevo Gobierno, apoyado por una compleja mayoría parlamentaria, inauguraría el actual capítulo jurídico-político del sistema educativo español, presentado y justificado como la versión adecuada de la reforma que estaba necesitando. Se trataba supuestamente de “reformar” “la reforma” pretendida anteriormente.

Sin embargo, los inveterados problemas siguen ahí, vivos y agravados en la realidad diaria de la educación en España: el problema del derecho de los padres a la elección libre de los centros docentes de acuerdo con sus convicciones y preferencias –que pueden referirse legítimamente también según la doctrina del Tribunal Constitucional a los aspectos pedagógicos del modelo ofrecido– y el problema de la enseñanza de la religión y de la moral católica, a la que sobreviene una dificultad añadida y desconocida hasta el momento en la normativa legal y administrativa nacida en el marco político-jurídico de la Constitución Española de 1978: la del estatuto jurídico de los profesores de religión. ¡La vuelta a la definición de la educación como servicio público se hace notar negativamente en esos dos puntos tan claves para el futuro desarrollo del sistema educativo español, contemplado y analizado a la luz del principio de la libertad de enseñanza! Así, el derecho a la concertación de los centros privados por parte de sus titulares queda sometida a las necesidades de escolarización, determinadas y valoradas por la Administración educativa según criterios que priman, a su libre discreción, a sus propios centros escolares, con el resultado práctico de que el derecho de elección de centro de los padres queda sujeto y limitado forzosamente por una oferta siempre deficiente e insuficiente de centros privados elegibles gratuitamente. Si a esto se añade la fórmula organizativa prevista para el proceso de admisión de alumnos, en la que se subordina el criterio cualitativo de la libre elección de los padres en función del ideario o carácter propio del centro a otros criterios cuantitativos y neutros respecto a la visión del hombre y de las grandes cuestiones relacionadas con el sentido de la vida, habrá que concluir que con la LOE no se ha conseguido restablecer el equilibrio jurídico entre los dos principios pre-jurídicos y político-culturales que inspiran el Art. 27 de la Constitución: el de la universalidad del derecho a la educación y el de la libertad de enseñanza. Equilibrio descuidado y perturbado por la legislación educativa de los años ochenta a favor del intervencionismo estatal. Ni la antigua legislación ni la nueva de la LOE sienten muchos escrúpulos en inmiscuirse con su ordenancismo minucioso  en los aspectos humanamente más delicados de lo que significa instruir, enseñar, educar y formar a las personas. Es más, el tratamiento dado al régimen académico de la clase de religión y moral católica por la nueva Ley y la introducción de una nueva materia escolar obligatoria, titulada “Educación para la Ciudadanía”, confirma la vuelta atrás en la consideración jurídica del principio de libertad de enseñanza:

1º     La enseñanza de la religión y moral católica vuelve a quedar sin alternativa de valor académico equiparable en la Disposición Adicional Segunda 1, de forma exactamente igual a como figuraba en la paralela Disposición Adicional de la LOGSE, pero con una doble agravante: de interpretación jurídica y de una inédita regulación del profesorado de religión. Así como la redacción dada a la norma por la LOGSE permitía, por falta de prohibición explícita, un desarrollo reglamentario que incluyera una alternativa académica del mismo rango y de la misma vinculación que la de la asignatura de religión; ahora esta posibilidad es prácticamente impensable, dado el largo período de su regulación y funcionamiento sin alternativa académica verdadera. Nadie podía esperar con realismo a la hora de la interpretación de la nueva Ley y de su desarrollo reglamentario otra cosa que la confirmación de la práxis anterior, como así ha sucedido y se puede comprobar por  lo dispuesto en los recientísimos Reales Decretos que la aplican. Por otra parte, en su Disposición Adicional II, la LOE introduce un segundo apartado sobre el profesorado de Religión, no contemplado en la LOGSE, que asimila el contrato de los profesores de religión en la escuela pública a las formas contractuales generales previstas en el Estatuto de los Trabajadores, ignorando su carácter específico derivado de “la missio canónica” que conforma y singulariza lo esencial de su función. La simple presentación a la Administración educativa “semel pro semper” -“una vez por todas”- de la lista de profesores por parte del Obispo Diocesano reduce el ejercicio de su responsabilidad sobre la identidad teórica y práctica de la enseñanza de la religión y moral católica a mínimos insostenibles.

2º     Un motivo de nueva y desconocida preocupación por el futuro del ejercicio libre y pleno de la responsabilidad de los padres en la educación moral y religiosa de sus hijos viene suscitado también por la previsión de la enseñanza de una nueva materia obligatoria en todas las etapas de la escuela, desde la primaria hasta el bachillerato, titulada “Educación para la Ciudadanía” y definida legalmente como “educación ético-cívica”. El Real Decreto, que concreta y explicita sus fines, objetivos, contenidos y criterios de evaluación, no sólo no disipa los temores legítimos de muchos padres y de muchas instituciones sociales probadas y comprometidas con la educación de las nuevas generaciones, sino que los confirma y agrava. Aparte de la naturaleza claramente antropológica y ética de varios de los contenidos abordados en el programa de la nueva asignatura y de los objetivos pedagógicos propuestos -“Autonomía y responsabilidad”, “Valoración de la identidad personal…”; “desarrollar la autoestima, la afectividad y la autonomía personal, etc.”- se pretende contribuir “a la construcción de una conciencia moral cívica”, “centrándose la Educación ético-cívica en la reflexión ética que comienza en las relaciones afectivas con el entorno más próximo”; introduciendo, además, en la programación de la nueva asignatura, al fijar los contenidos y los criterios de su evaluación, la enseñanza de la llamada “Teoría del género”. “Teoría” que así, de este modo, “se oficializa” [16] .

A la vista de los rasgos jurídicos que hemos destacado como característicos del actual sistema educativo español ¿no resulta intelectualmente obligado plantearse la cuestión de la incertidumbre histórica respecto a su presente y a su futuro? También en el caso concreto de España, visto en el conjunto del panorama internacional del derecho a la educación y de sus titulares, hay que hablar de incertidumbre. Sobre el futuro del derecho a la educación en España y sus titulares penden los mismos o parecidos interrogantes que los que se plantean en Europa y en el mundo con algunas peculiaridades propias y típicas de nuestra historia político-jurídica y cultural más reciente.

III.             LA VÍA OBLIGADA PARA LA SUPERACIÓN DE LA INCERTIDUMBRE HISTÓRICA, MIRANDO AL FUTURO DEL DERECHO FUNDAMENTAL A LA EDUCACIÓN Y SUS TITULARES

Los factores de las crisis por las que atraviesan los sistemas educativos especialmente en Europa y en España, como puede constatar cualquier observador atento, son variados y actúan sobre la educación en planos distintos respecto al acontecer diario de la acción educativa en los centros docentes y a su funcionamiento pedagógico y didáctico, sea cual sea su titular. Estos factores, unos son más inmediatos y superficiales, otros más lejanos y hondos. No obstante, si se quiere responder con eficacia a lo que constituye las causas últimas de los graves problemas que aquejan a la teoría y a la práctica del “derecho humano” a la educación y de sus titulares, a medio y a largo plazo, hay que plantearse con nuevo vigor y lucidez intelectuales la cuestión de sus fundamentos pre-políticos y pre-jurídicos en estrecha conexión lógica y existencial con la problemática general de una renovada fundamentación los derechos del hombre de la que están tan necesitados: los individuales y los sociales, los civiles, económicos y culturales. El derecho fundamental a la educación participa de la misma crisis antropológica que los demás derechos fundamentales sometidos con creciente y preocupante frecuencia a un proceso de hermenéutica jurídica que relativiza –hasta la desfiguración– sus contenidos, su objeto y, lo que es más grave, su sujeto. ¿De quién se puede predicar hoy de forma unívoca y sin excepción, por ejemplo, el derecho a la vida, a la libertad religiosa, a un digno sustento, a la igualdad y, cómo no, a la libertad garantizada de enseñanza…?

Benedicto XVI en enero del 2004, poco más de un año antes de su elección al Pontificado, en su conocido y famoso diálogo con Jürgen Habermas en la sede de la Academia Católica de Baviera en Munich acerca de “los fundamentos pre-políticos, morales de un Estado libre”, llamaba la atención, en sintonía con su interlocutor, sobre la necesidad de recuperar en la conciencia de la sociedad occidental las certezas básicas en torno a lo que es el hombre, su origen y su destino, superando lo que él llamaba “las patologías de la razón” y “las patologías de la religión”, típicas del actual momento social, calificado por Habermas como “postsecular”. Superación tanto más urgente cuanto en el contexto normal y ordinario, en el que se desenvuelve el quehacer de sus ciudadanos, ha hecho aparición una forma de concebir la vida pública e incluso privada de las personas que no distingue y menos separa la dimensión política y la dimensión religiosa. Nos referimos al Islam, aún el comprendido fuera de sus versiones fundamentalistas. En su rico y luminoso Magisterio volverá el Papa una y otra vez al mismo tema, haciéndose eco sensible y cordial del “gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo” [17] . En su también famosa lección académica en la Universidad de Ratisbona el pasado mes de septiembre ofrecía “recuerdos y reflexiones” sobre “la Fe, la Razón y Universidad” que despejan el camino intelectual y ético para el encuentro de la razón, desembarazada de sus autolimitaciones metódicas, con la fe, abierta al “Logos” en la amplitud y plenitud de la Verdad. Y, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del pasado 1 de enero, ponía de manifiesto cómo “la persona humana” es “el corazón de la paz”. Glosándolo, podríamos añadir nosotros: la persona humana es “el corazón de la educación”. Conocer al hombre en toda su verdad supone comprenderlo y reconocerlo como “hecho a imagen de Dios” y, por lo tanto, dotado de una dignidad trascendente: ¡como un “don de Dios”! Conocerlo y respetarlo implica “el respeto a ‘la gramática’ escrita en el corazón del hombre por su divino Creador”. Cuidarlo y estimarlo conlleva, pues, el respeto escrupuloso de los derechos fundamentales de la persona humana, que le son propios e inalienables, y el cumplimiento fiel de los correspondientes deberes. O, lo que es lo mismo, significa aceptar y considerar “las normas del derecho natural” no como directrices impuestas desde afuera, coartando la libertad del hombre, sino como la forma verdadera de realizar “el proyecto divino” universal “inscrito en la naturaleza del ser humano” y que puede y debe de servir de base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, entre los creyentes y no creyentes y sus respectivas culturas.

¡Todo un reto histórico! Reto solamente asumible con éxito si “se abre paso a una ecología humana” alimentada por una concepción antropológica no restrictiva del ser humano y que responda, por consiguiente, a “lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre”. Una concepción de la persona humana débil, relativista, naufraga a la hora de justificar y defender los derechos fundamentales del hombre; también, el de la educación. “La aporía es patente…: los derechos se proponen como absolutos, pero el fundamento que se aduce para ello es sólo relativo –dice el Papa–. ¿Por qué sorprenderse cuando, ante las exigencias ‘inconmodas’ que impone uno u otro derecho, alguien se atreviera a negarlo o decidiese relegarlo? Sólo si están arraigados en bases objetivas de la naturaleza que el Creador ha dado al hombre, los derechos que se le han atribuido pueden ser afirmados sin temor de ser desmentidos” [18] .

En los momentos más graves de las crisis históricas que ha padecido la Iglesia siempre se ha apelado al imperativo de la vuelta a los orígenes y a las fuentes del propio ser e identidad: a Jesucristo y a su Evangelio, a la Revelación última y definitiva transmitida por “los Doce”. De forma análoga podría establecerse un postulado semejante para las grandes crisis históricas de la humanidad y de un pueblo o nación concreta. ¿Por qué no retornar de nuevo, hoy, en estos momentos de innegable encrucijada histórica, a la Carta de las Naciones Unidas y a su Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, comprendida y actualizada como “un compromiso moral asumido por la humanidad entera” [19] ? Y ¿por qué no volver hoy en nuestra patria, en un momento histórico igualmente delicado, a la Constitución Española  de 1978, asumida igualmente como un compromiso moral de todos los españoles, y a sus fórmulas culturales, políticas y jurídicas, generosas y fecundas, que abrieron para España las puertas históricas de un nuevo futuro de libertad, solidaridad, justicia y paz? ¿Y por qué no, a los Acuerdos entre da Santa Sede y el Reino de España, en lo que atañe especialmente a la problemática de la educación?

¡Un buen camino sería ese! Camino a emprender si queremos despejar las incertidumbres que se ciernen sobre nuestro futuro.

[1] Vaticano II. GE. 1; AAS 22 (1930) 50 ss.

[2] GE. 1.

[3] Declaración Universal de los Derechos Humanos, Art. 26, 1; Pacto Internacional, Art. 13,2, a) b) y c); Protocolo Adicional al Convenio Europeo, Art. 2º, “Constitución para Europa”, Art. II-74, 1 y 2.

[4] Vaticano II, GE 1.

[5] Vaticano II, GE 4.

[6] Protocolo Adicional al Convenio Europeo, Art. 2º.

[7] Convenio Europeo…, Preámbulo.

[8] Constitución para Europa, Art. II-74, 3.

[9] Vaticano II, GE 3, 6, 7 con 4 y 6.

[10] Declaración Universal de los Derechos Humanos, Considerando primero.

[11] Constitución para Europa, Art. III-282 y 283.

[12] Constitución Española, Art. 27, 1-2.

[13] Constitución Española, Art. 27, 3, 6, 9.

[14] Constitución Española, Art. 27, 4-5.

[15] LOCE. Art. 76, 3 b.

[16] Real Decreto 29, diciembre 2006, Anexo 1: Educación para la Ciudadanía: Introducción; Capítulos primero y tercero, Contenidos, Bloque 2 (BOE 5.1.2007, págs. 5, pp. 715 y 718).

[17] Vaticano II, Gs. 1.

[18] Mensaje de Su Santidad Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz, 1.Enero.2007, Librería Ed. Vaticana, 5-7, 12-14.

[19] Jornada Mundial de la Paz, íbidem 15.

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