Homilía en la Eucaristía de Acción de Gracias en honor de San Rafael Arnáiz Barón con motivo de su Canonización

San Rafael Arnáiz Barón: un santo de nuestro tiempo

Roma, 12 de octubre de 2009

(Dt. 6.3-9; Sal 15; Flp 3,7-14; Mt 11, 25-30)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Ayer era declarado y proclamado Santo en la Basílica de San Pedro por nuestro Santo Padre Benedicto XVI Rafael Arnáiz Barón, un joven español de nuestro tiempo. Han pasado más de setenta años desde que moría santamente en el Monasterio trapense de San Isidro de Dueñas el 26 de abril de 1938. ¿Pero aquellos años de su juventud vivida apasionadamente en aquella España tan agitada no sólo social y políticamente, sino también humana y espiritualmente no enlazan con los nuestros de comienzos del siglo XXI? En los años veinte y treinta del pasado siglo se debatían dentro de España, en el contexto europeo de la frágil paz de Versalles, pronto rota por el estallido de la II Guerra Mundial, muy graves cuestiones: la de la sociedad de clases, el problema obrero en la industria y en el campo, la ordenación democrática del Estado… y, no en último término, una cuestión que podríamos llamar la cuestión del alma: ¿cómo orientar intelectual y culturalmente una nueva y renovada sociedad española? ¿Habría que despedirse de su tradición católica y beber las ideas, la concepción de la vida y del mundo en fuentes no cristianas, más bien, contrarias al cristianismo, incluso ateas? El debate tenía lugar no sólo entre las élites sociales, políticas y culturales de aquella España, que el 14 de abril de 1931 había amanecido republicana. No había duda: el debate tenía su correspondencia con los problemas reales de la gente, con las angustias, carencias, nostalgias y esperanzas de muchos españoles. Había llegado con fuerza apasionada a la Universidad y a la juventud en general. Y, por supuesto, a aquella valiosa parte de los jóvenes españoles que en esas circunstancias tan críticas no abandonaron la Iglesia; más aún, se comprometieron hasta el Martirio con el testimonio de la fe en Jesucristo, prestado con el ardor y celo apostólico propio de los que únicamente buscan el objetivo espiritual de ganar almas para Él, el único y verdadero Salvador del hombre.

En el trasfondo histórico de aquella juventud, tan tentada por el materialismo radical de las ideologías políticas triunfantes –el fascismo y el comunismo–, pero buscada y tocada por la gracia del amor de Cristo –¡El único que la amaba de verdad!– emerge la figura de Rafael Arnáiz Barón, luminosa y radiante de verdad cristiana y, por ello, de verdad divina y humana. Puede ser que su atractivo visible y comprobable no alcanzase en sus años de estudiante en Oviedo y en Madrid, y en los cuatro de su vida monástica –15 de enero de 1934 a 26 de abril de 1938– en la Trapa de S. Isidro de Dueñas, nada más que a un grupo pequeño de personas; sin embargo su influencia interior, la de la vivencia mística de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Comunión de los Santos, era ya inconmensurable y, al llegar los años de la paz, también incontenible en el orden de su conocimiento consciente y explícito por parte de la opinión pública dentro y fuera de la Iglesia. ¡Rafael Arnáiz Barón había ofrecido y seguía ofreciendo la solución verdadera para las nuevas generaciones de la España de la guerra y de la postguerra civil! ¡La solución que se desprende de la Ciencia de la Cruz! Ni había otra, en aquellos paradójicamente trágicos e ilusionados y esperanzados años, que ésta, ni la hay ahora en este tiempo de comienzos del III Milenio de la historia de la Iglesia y del mundo. Ni la habrá nunca.

La acción de gracias eucarística por el don del Hermano Rafael para la Iglesia.

Desde ayer sabemos con la certeza inconmovible, que nace del acto pontificio de su canonización, que Rafael Arnáiz en su corta e íntima vida de seglar y de monje trapense en la tierra ha sido un don del Señor que guía y ama a su Esposa la Iglesia y que lo sigue siendo ahora en el cielo y desde el cielo para ella: hoy y siempre. Ha enseñado a los jóvenes de esta hora de la historia con su palabra y, sobre todo, con su vida, bella y fascinantemente, la forma de conocer, apreciar y hacer propia la Sabiduría de la Cruz de Cristo como el escondido tesoro cuya memoria hay que guardar y llevar a la práctica fielmente, sin desmayo y descanso alguno. Lo que Israel había aprendido de Moisés, la verdad de que el Señor, nuestro Dios, es solamente uno y que lo amarás, con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas, la verdad que había de ser guardada con celo y proclamada siempre a los hijos en casa y yendo en el camino, acostado y levantado; siendo signo en la muñeca y una señal en la frente, escribiéndola en las jambas y en las portadas de las casas…, esa verdad la vivió Rafael en la plenitud del conocimiento del Amor de Dios que se nos reveló y donó sin medida, con infinita misericordia, en su Hijo, clavado y muerto en la Cruz: ¡en su Divino Corazón, herido por la lanza del soldado! “Dios –escribía él–… he aquí lo único que anima; la única razón de mi vida monástica… Dios para mí lo es todo, en todo está y en todo lo veo. ¿Qué me interesa la criatura? ¿Y yo mismo? Qué loco estoy cuando de mí me ocupo, y qué vanidad es ocuparse en lo que no es Dios. Y, sin embargo, con cuánta facilidad nos olvidamos del verdadero modo de vivir, y cuántas veces vivimos sin motivo. Tiempo perdido son los minutos, las horas, los días o los años que no hemos vivido para Dios” (“Meditaciones de un Trapense, 8.VIII.1936).

En la salud y en la enfermedad –tan cruel, condicionando y ocupando los mejores años de su juventud–, en la compañía de los seres más queridos y en la soledad de la Trapa, entre las comprensiones de un monje amigo y las durezas de la enfermedad, Rafael vivió siempre del amor de Dios. Vivencia sólo posible desde el descubrimiento del amor de Cristo, de su Cruz Santísima y Gloriosa. Rafael conoció bien a Cristo, y a Cristo Crucificado, a su fuerza y “la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte”… corriendo “hacia la meta; para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús”. ¿Una “alma paulina”… la de San Rafael Arnáiz? ¡Ciertamente! “Jesús mío, qué bueno eres. Tú lo haces todo maravillosamente bien. Tú nos enseñas el camino. Tú me enseñas el fin. El camino es la dulce Cruz… es el sacrificio, la renuncia, a veces la batalla sangrienta que se resuelve en lágrimas en el Calvario, o en el Huerto de los Olivos; el camino, Señor, es ser el último, enfermo, el pobre Oblato trapense que a veces sufre junto a tu Cruz. Pero no importa; al contrario… la suavidad del dolor sólo se goza sufriendo humildemente por Ti” (“Dios y mi alma”, 12.IV.1938). Porque, en fin de cuentas, el camino es el Amor del Crucificado y Resucitado: ¡que lleva a la gloria! “Bendita locura que nos hace vivir fuera del apego a la tierra, y hace que los dolores de este destierro se vean a través del risueño cristal de la esperanza cierta de un día esplendoroso y resplandeciente que no tardará en llegar… Bendita locura de Cristo que nos hace ver lo vano y pequeño de nuestro sufrimiento y convierte las lágrimas amargas en canto dulcísimo, y las penas y sinsabores de la vida, en suaves cadenas que nos unen a Jesús…” (Carta a su tío Leopoldo, 25.IX.1937).

Rafael Arnáiz, modelo e intercesor

¿San Rafael Arnáiz… un modelo de vida para la juventud de hoy? ¿Un modelo realista? La pregunta es casi obligada ante la imagen más corriente que nos ofrecen hoy de los ídolos e ideales de la gente joven los medios de comunicación, los estudios y análisis sociológicos, etc. ¿Quizá también es la realidad misma de sus vidas, con la que nos enfrentamos y nos ocupamos los mayores todos los días? ¿Nuestros jóvenes no se sienten atraídos y fascinados por el modelo de una vida fácil, placentera, concebida y proyectada a ras de suelo, que busca el triunfo del poder, el dinero y el placer a toda costa? ¿Jóvenes que, a lo sumo, aceptan un programa de mínimos éticos para sí y para la vida en sociedad? ¿Que no pasan de un relativo reconocimiento de los valores de los derechos fundamentales y de la paz? El contraste, a primera vista, no podría ser mayor. Y, sin embargo, cuando se busca y penetra con la mirada honda del corazón en “su interior”, nos encontramos con muchas experiencias de soledad y vacío del alma, con nostalgias, seretas unas veces y otras proclamadas a voces, nostálgicas de respuestas plenas de verdad y de vida, que no acaban de proporcionarles las instituciones y los poderes, la ciencia y las prácticas del mundo. En el fondo…, ¡tienen sed de Dios! ¡tienen sed del Dios vivo! ¡de Cristo! En San Rafael Arnáiz pueden encontrar no sólo la luz viva sino también al impulso estimulante para un camino de autenticidad interior, de silencio del alma, de oración y de plegaria, el único capaz de conducirles a esa experiencia que tanto ansían de verse amados y de amar, a pesar de sus pequeñeces, tragedias y pecados: la experiencia que se encierra en el conocimiento sabroso de la ciencia de la Cruz: ¡del amor del Corazón Divino de Jesús!

Un modelo, el de San Rafael, ahora, después de su Canonización, más comprensible y realizable al saber que podemos contar con su constante intercesión. A Él, pues, pedimos que enseñe y aliente a los jóvenes de la Iglesia en España y en todo el mundo a hacer suya la sencillez evangélica y a que no duden en acudir a Jesucristo cuando se sientan cansados y agobiados, y a que no vacilen en cargar su yugo y a aprender de Él que es manso y humilde de corazón, porque el yugo de Jesús es llevadero y su carga ligera. Más aún, apoyados en el Corazón de Cristo, aprended, queridos jóvenes, a amar de verdad a vuestros hermanos: a los jóvenes, vuestros compañeros; al hombre, tu hermano. Decía San Rafael: “Dios me lleva de la mano, por un campo donde hay lágrimas, donde hay guerras, hay penas y miserias, santos y pecadores. Me pone cerca de la Cruz y, enseñándome con la mirada todo eso, me dice… todo eso es mío… no lo desprecies, a ti que tanto te quiero… Te doy luz para ver. Te doy un corazón para amarme… Ama a las criaturas que son mías… Ama mi Cruz y sigue mis pasos. Llora con Lázaro y sé indulgente con los pecadores” (O.C. 183, 893).

San Rafael Arnáiz era, además, un tierno y ferviente devoto de María, Madre del Señor y Madre nuestra, hasta el punto de decirla: “Virgen María… estoy loco, no sé lo que pido, no sé lo que digo… Mi alma desbarra… No sé lo que siento; mis palabras son torpes y mal arregladas, pero tú, Virgen María, Madre mía, que ves los anhelos de todos tus hijos, sabrás comprender. Ya sé que es mucho lo que pido, pues lo pido todo”. Con él, con ese Santo joven de la España nuestra, de nuestros días, le pedimos a Ella que la JMJ 2011 en Madrid –su preparación y su celebración–, signifique y sea un acontecimiento extraordinario de la Gracia para nuestros jóvenes y los de todo el mundo: ¡una primavera de la Iglesia, nueva y rejuvenecida en los jóvenes de comienzos del III Milenio, por los dones del Espíritu Santo! ¡Que se sientan impulsados con vigoroso fervor y con el ardor de los primeros testigos del Evangelio a vivir “edificados y enraizados en Cristo, firmes en la fe”! porque la esperanza es suya, ¡es de todos los que creen y aman al ritmo del Corazón de Cristo!

Si nuestra petición a María, atrevida y audaz, –¡se lo pedimos todo!–, quiere ser sincera y seria, habremos también de saber decir con San Rafael Arnáiz: “Yo en cambio, Señora, todo lo he dado y si aún me queda algo, tómalo también, Señora, y dáselo a Jesús”.

Amén.