Homilía en las Exequias por el Emmo. Sr. Cardenal D. Vicente Enrique y Tarancón – Arzobispo Emérito de Madrid-Alcalá

Eminentísimos Señores Cardenales:

Excelentísimo Señor Presidente de la Conferencia Episcopal Española:

Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad:

Excelentísimos Señores Arzobispos y Obispos:

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes:

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

UN HERMANO NUESTRO, UNA FIGURA EXEPCIONAL DE LA IGLESIA Y DE ESPAÑA, HA SIDO LLAMADO A LA CASA DEL PADRE

Unidos en torno al altar de Cristo, participando en la Mesa de Su Palabra y del Sacrificio de Su Cuerpo y de Su Sangre, sabiéndonos Iglesia Misterio y Comunión de los Santos, celebramos las Exequias por el Cardenal D. Vicente Enrique y Tarancón, Padre y Pastor de nuestra Archidiócesis de Madrid durante más de una década y, antes, Obispo solícito de Solsona, Oviedo y Toledo, Presidente de la Conferencia Episcopal Española y muy querido hermano nuestro, a quien el Señor ha querido llamar de este mundo a su presencia.

Don Vicente, como todos cariñosamente le conocíamos y tratábamos, fue una figura excepcional en la vida de la Iglesia y de España. Con una fina perspicacia para escrutar los signos de los tiempos, sostenida e iluminada por un hondo sentido de fe, fe recia y valiente, asumió sin vacilaciones la ardua y delicada tarea de la aplicación del Concilio Vaticano 11 en la Archidiócesis de Madrid y en el seno de la Conferencia Episcopal Española; y con una sensibilidad pastoral humanísima, signada por el optimismo de la esperanza y el amor cristianos abrió nuevos cauces para las relaciones seculares de la Iglesia y de la sociedad española, que pedía en los años cruciales de la transición política, renovación y cambio. La figura del Cardenal Tarancón pasará a la historia de la Iglesia y de España, historia peculiarísima, historia marcada por el encuentro mutuo -encuentro de Iglesia y Estado, de Iglesia y Cultura, de Iglesia y Pueblo-, como la del gran promotor del diálogo, de la reconciliación y de la paz.

Pero D. Vicente fue y es un hermano nuestro, cristiano de raíces profundamente arraigadas en la fe y en la piedad de sus padres y de su familia; sacerdote y obispo de la Iglesia, a quien amó apasionadamente, como a España y a su pueblo, a quienes quiso servir con la caridad pastoral, acendrada y limpia, de quien se sabía humilde instrumento del Supremo Pastor, del Buen Pastor, de Jesucristo Nuestro Señor.

Todos hemos contraído una deuda de gratitud con el Cardenal Tarancón, una deuda histórica: los españoles protagonistas de las reformas constitucionales y las nuevas generaciones. Pero, sobre todo, le debemos gratitud los que formamos parte de la Iglesia: los Obispos de la Conferencia Episcopal Española; los sacerdotes, religiosos y religiosas, los fieles laicos, los que hayan sido diocesanos suyos y los que no. Gratitud que ha de ser fruto y expresión de amor fraterno, del amor de los que se saben hijos de un mismo Padre que está en los Cielos, del que nos ha dado -y da- todo don y toda gracia por Jesucristo, su Hijo, en el Espíritu Santo; del que nos espera al final del camino de nuestra vida, cuando vayamos a ser juzgados de amor por quien es «El Amor Misericordioso».

Por eso, nuestros sentimientos de gratitud se traducen en plegaria ferviente por nuestro hermano Vicente: ¡Que las faltas y debilidades, propias de nuestra condición de hombres y peregrinos en este mundo, no le hayan impedido el abrazo eterno e íntimo de amor con el Padre!

Por eso ofrecemos por él la Eucaristía de Acción de Gracias de la Muerte y Resurrección de Jesucristo; la Acción de Gracias por excelencia, en la que la oblación que hace Jesucristo de su Vida al Padre encierra y es, por caridad inefable, petición y súplica por la Salvación de sus hermanos, los hombres.

En definitiva lo que importa es saber vivir y morir con Cristo y para Cristo.

SI VIVIMOS VIVIMOS PARA EL SEÑOR; SI MORIMOS, MORIMOS PARA EL SEÑOR, EN LA VIDA Y EN LA MUERTE SOMOS DEL SEÑOR» (Rm 14,8)

Lo único que impide vivir para el Señor es vivir para sí mismo y lo único que hace imposible morir para el Señor, es morir para sí mismo. Aún más, para San Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos que hemos proclamado el hombre sólo alcanza la vida, vive la verdadera vida, cuando la vive por Cristo -«si vivimos, vivimos para el Señor, dice él»-,- y sólo muere, venciendo a la muerte, salvadoramente, cuando muere para el Señor -«si morimos, morimos para el Señor»-. Es decir, los hombres nos salvamos, cuando «en la vida y en la muerte somos del Señor» (Rm. 14,8). Ser del Señor equivale a participar de su destino, en el carácter oblativo de su vida y de su Muerte en la Cruz, en su darse exahustivamente a los hermanos. El que es del Señor da su vida también por sus hermanos, los hombres, especialmente por los más pequeños e indigentes.

¿Cómo no ver en la vida y en la muerte de nuestro querido D. Vicente una vida y una muerte para el Señor? ¿Su celo apostólico de recién ordenado sacerdote, coadjutor, párroco, arcipreste, consiliario de Acción Católica, ansioso de llevar a Cristo a los jóvenes en años bien tormentosos de nuestra historia; sus cartas pastorales de joven obispo preocupado por los problemas de los más pobres y necesitados; su agotarse en el servicio de la Iglesia en la época decisiva de Arzobispo de Madrid y de la Conferencia Episcopal no son una muestra elocuente del vivir para el Señor y del morir para el Señor?

Su secreto residía en su alma sacerdotal, modelada día a día por una espiritualidad eucarística, abierta a los nuevos y grandes horizontes teológicos de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano 11 -el fue uno de sus más insignes impulsores en España como Presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia- pero, a la vez, devota y sencilla como la piedad del pueblo y la de los niños.

«OS ASEGURO QUE SI EL GRANO DE TRIGO NO CAE EN TIERRA Y MUERE, QUEDA INFECUNDO; PERO SI MUERE, DA MUCHO FRUTO» (Jn 13,24)

Jesús, en la Palabra del Evangelio de San Juan que hemos escuchado, nos acerca todavía más concreta y existencialmente a la clave salvadora para comprender el sentido de la vida y de la muerte en el Señor y para el Señor. Se trata sencillamente de seguirle y de estar donde está Él: en la Cruz, Cruz ya Gloriosa por su Resurrección. Si dejamos que nuestra vida muera como el grano de trigo que cae en tierra, si nos aborrecemos a nosotros mismos en este mundo, daremos mucho fruto «nos guardaremos para la vida eterna»; en cambio, si nos amamos a nosotros mismos, nos perdemos, nos perderemos eternamente.

De Cruz, supo también mucho D. Vicente, hasta el final, hasta los últimos días de su penosa enfermedad. No dudó en tomar la cruz y en seguir a su Señor Jesucristo. Sus «cruces», las que se manifestaron en episodios y hechos públicos, las conocemos todos; las más íntimas y personales, sólo el Señor las conoce. Fueron una buena medida -la más auténtica- para medir la fecundidad de su vida de cristiano y de Obispo ante Dios y los hombres.

La hora de la muerte es hora de cruz, de la cruz última y definitiva, del último grano de trigo que se entierra en los surcos de la Iglesia y del mundo. Es, por ello, también la hora de la definitiva esperanza, de la Esperanza de la Gloria. Cuando Jesús se le aproximaba la hora de su muerte dijo a sus discípulos: «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn. 12,23).

NUESTRAS SÚPLICAS

Mis queridos hermanos y hermanas: nuestra oración por D. Vicente quiere acompañarle en este momento culminante para la identificación pascua¡ con Cristo Resucitado y con su Victoria sobre la Muerte, para el tránsito final de la Esperanza al Gozo eterno de su Gloria en la Casa del Padre. Somos conscientes de nuestra debilidad también al orar. Pero nuestra oración adquiere un extraordinario vigor, una fuerza sobrenatural, cuando, como ahora la nuestra, es oración eucarística, que se alimenta de la Comunión de todos los santos, que se apoya, de una manera singularísima, en la mediación maternal de la Virgen María -a quien D. Vicente profesaba tierna devoción: su Rosario diario, completo, recitado en sus quince misterios es su prueba más primorosa-. Cuando es oración inserta en la oración común de toda la Iglesia visible, presidida por el Sucesor de Pedro, el Romano Pontífice -a quien él estuvo unido siempre por lazos de inquebrantable fidelidad-; en una palabra, cuando más que nuestra, es oración de todo el cuerpo de Cristo: de la Cabeza y de sus miembros.

Nuestra oración por D. Vicente, es oración de toda la Iglesia y debe ser oración por la Iglesia. Pidamos al Señor que su vida y muerte nos «edifiquen» en el sentido más eclesial y cristiano del término. Pidamos:

– Que su ejemplo señero de cristiano y Obispo, Apóstol y testigo incansable del Evangelio de Jesucristo, tan sensible al «gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos» (Vat. II, GS 1) nos ayuden en el compromiso urgente e inaplazable de evangelizar de nuevo:

– Y que sus constantes desvelos y su entrega tan sacerdotalmente vivida por el bien espiritual y temporal de su pueblo en la Archidiócesis de Madrid y en toda España, nos anime a la Iglesia y a sus pastores, a todos los cristianos, a no cejar en la tarea, no menos apremiante hoy que ayer, de ser abnegados instrumentos de la convivencia honrada y fraterna, de cooperación justa, solidaria y generosa entre todos los españoles y entre todos los pueblos de España.

Así haremos verdad en nuestra patria lo que Juan Pablo 11 proclamaba, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano 11, que el hombre en la plena verdad de su existencia «es el camino primero y fundamental de la Iglesia» (Cf. Encíclica Redemptor hominis, 14a).

Amén.

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