Evangelizar en la comunión de la Iglesia. En la Pascua de la Resurrección del Señor de 1995

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«LO QUE HEMOS VISTO Y OÍDO OS LO ANUNCIAMOS, PARA QUE TAMBIÉN VOSOTROS ESTÉIS EN COMUNIÓN CON NOSOTROS, Y NOSOTROS ESTAMOS EN COMUNIÓN CON EL PADRE Y CON SU HIJO JESUCRISTO. OS ESCRIBIMOS ESTO PARA QUE NUESTRO GOZO SEA COMPLETO» (1 Jn 1,3-4).

ÍNDICE
Introducción
«Lo que hemos visto y oído»
Para vivir en comunión
La misión: seguir hoy a los que han visto y oído
Para que nuestro gozo sea completo
«En la proximidad del tercer milenio»
————————————————————————

INTRODUCCIÓN
(Índice)

1. Con estas palabras de la Primera Carta del apóstol Palabras San Juan quisiera haceros llegar mi saludo y felicitación de saludo pascuales en este mi primer año de ministerio episcopal entre vosotros. Un obispo llegado a Madrid apenas hace unos meses, como peregrino de Santiago, de aquella Sede Compostelana en la que generaciones de cristianos a lo largo de los siglos han venerado el cuerpo del Apóstol, primer evangelizador y patrono de España, hermano de Juan, quizá no podría encontrar otras mejores. Sí, en ellas se refleja tanto la honda y gozosa experiencia personal y pastoral de ese primer conocimiento, directo y vivo, de la comunidad diocesana en el servicio apostólico que de todo corazón le vengo prestando, como el deseo de renovar con acentos más explícitos, y más próximos a la realidad eclesial y humana de nuestra Archidiócesis de Madrid, los propósitos y objetivos pastorales que os esbozaba en mi primera homilía en la catedral de la Almudena. aquel lluvioso 22 de octubre del año pasado.

2. Nos urge anunciar el Evangelio de Jesucristo resucitado, el Evangelio de la Vida, como «lo que hemos visto y oído». Nos urge este anuncio para vivirlo en verdadera «comunión», «apostólicamente», «en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Nos urge vivir la comunión de la Iglesia auténtica y plenamente; para que tengamos Vida y Vida abundante; para que la tengan nuestros hermanos, convecinos y visitantes de Madrid, forasteros y allegados, todos, la sociedad madrileña. La misión, la fuerza misionera de la Iglesia, adquiere todo su vigor cristiano, su fascinación humana y espiritual irresistible cuando brota de la experiencia visible y encarnada de la comunión en el misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de la experiencia pascual de la gracia y la santidad.

3. Lo necesitamos. Lo necesita Madrid, la gran ciudad de ritmo trepidante. Lo necesitan las zonas y pueblos del área metropolitana y de la sierra, tocados también por ese estilo de vida febril y consumista. La urgencia de los mil problemas de la vida cotidiana en una sociedad como la nuestra, la inquietud y el agobio que genera, y que lleva, por otra parte, a buscar afanosamente la diversión y la evasión, o incluso a concebir la vida como una diversión permanente… todo eso nos distrae de lo esencial, nos lleva al olvido, más o menos consciente, de lo más importante: quiénes somos, cuál es el origen de nuestros males, cuál es la grandeza de nuestra vocación, de la vocación de ser hombre.

«La Palabra de la Vida» (cf. 1 Jn 1,2), el Evangelio de Jesucristo resucitado, se dirige también hoy a todos los madrileños para iluminar nuestra vida en todas sus circunstancias personales y sociales, y para poner de manifiesto su valor definitivo a los ojos de Dios: para conducirla a la plenitud de la salvación. El Evangelio, «el año de gracia del Señor», es anunciado hoy debe ser también anunciado- a «los pobres» en Madrid (cf. Le 4,18-19).

4. El Señor resucitado no deja de llamamos, de invitarnos a reconocer que el Reino de los cielos ha llegado silenciosa, pero victoriosamente (cf. Mt 4,17), y a colaborar en su construcción con todo lo que somos y podemos.

Este obispo, que os preside en la caridad, como sucesor de los apóstoles, unido en comunión jerárquica al sucesor de Pedro y al Colegio episcopal, quiere, junto con sus obispos auxiliares, alentar a toda la comunidad diocesana -sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos- que asuma con renovada fidelidad y nuevo entusiasmo apostólico el compromiso de la evangelización tal como nos lo reclama la Iglesia, y nos lo piden en Madrid los signos de los tiempos.

«LO QUE HEMOS VISTO Y OÍDO»
(Índice)

5. Juan y los demás apóstoles vieron al Señor, oyeron las palabras que salían de su boca y las anunciaron a otros que después, en una cadena ininterrumpida de testigos, las han hecho llegar hasta el presente. Los discípulos vieron y oyeron, y lo anunciaron para que nosotros vivamos en comunión con ellos, porque tenemos la misma fe. De este modo, como dice San Agustín, podemos «mantener con firmeza lo que no vimos, porque nos lo anuncian los que lo vieron».

Siguiendo el testimonio apostólico de los primeros que recibieron el anuncio de la Buena Nueva, también nosotros sabemos que un niño fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre, y que fue la alegría de todo el pueblo (cf. Le 2,10). Que vivió en familia, una sencilla familia del pueblo, hasta el día en que comenzó su misión. Le hemos visto despertar asombro en quienes lo encontraron, y algunos de ellos llegaron a hacerse amigos suyos. «Y los escogió para que estuvieran con Él» (Mc 3,14). El estar con Él cada día estaba cargado de sorpresas; la gente a su alrededor decía: «Nunca hemos visto una cosa igual» (Me 2,12). Cuando los discípulos volvían a casa contaban las cosas que sucedían con aquel hombre: cómo miraba a las personas, cómo se interesaba por sus vidas, cómo ninguna necesidad humana le era ajena: «Tenía compasión de ellos porque estaban como ovejas sin pastor» (Me 6,34). No reparaba en la etiqueta social de los que se le acercaban: desde un centurión romano a un jefe de publicanos, desde una madre viuda a un ciego de nacimiento, todos encontraban eco en su corazón (cf. Me 6,53-56). Cerca de Él las personas se sentían importantes, valoradas como nunca lo habían imaginado, abrazadas en toda su humanidad. Les hablaba de su Padre del cielo, y les decía que no eran siervos sino amigos (cf. Jn 15,15), y que los sencillos eran los preferidos de su Padre (cf. Le 10,21). Con Él, en su compañía, las personas descubrían quiénes eran y la vida adquiría una luz, una intensidad, un interés, no experimentado hasta entonces (cf. Me 10,28ss). Poco a poco los discípulos comenzaron a comprender que seguir a Jesús era lo más conveniente para ellos. Andrés se lo anunció enseguida a su hermano Pedro: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41), y luego a otros muchos. Además, Él nunca forzaba; llamaba e invitaba, dejando discretamente que su libertad se moviese y su corazón reaccionase. Su presencia despertaba curiosidad, ante Él «se maravillaban sobremanera y decían: todo lo ha hecho bien» (Me 7,37), era excepcional, transpiraba una singular «autoridad» (cf. Mt 7,29). Mientras que, en la experiencia humana, una relación entre personas acaba siempre perdiendo la luminosidad de sus comienzos, con Él era diferente. Acompañándole, las promesas se cumplían. Lo que el pueblo de Israel siempre había esperado empezaba a hacerse realidad. El interés hacia Él crecía, y la gente iba en su busca por los pueblos y aldeas de Palestina.

6. Tarde o temprano surgía la pregunta: ¿Quién es éste? «¿Quién es éste que hasta el mar y las olas le obedecen?» (Me 4,41). En la pregunta se reflejaba lo excepcional e irrepetible que era Jesús. Con su presencia y con sus palabras anunciaba algo decisivo para la vida, que no se podía soslayar. Hasta entonces nunca habían oído una promesa como la que Él hacía, nadie les había descubierto quiénes eran -qué era ser hombre- como Él, nadie había despertado tanto interés.

No se le podía esquivar. La libertad se vio obligada a tomar partido. Para algunos, los menos, era evidente: «¿A quién vamos a acudir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Para otros, la duda o el rechazo iniciales se fueron transformando en violencia. Y comenzaron pronto las amenazas, las maquinaciones para acabar con Jesús (cf. Mc 3,6). Ninguna le intimidaba, nada le hacía retirarse a un lugar más seguro. La suerte trágica de muchos profetas de su pueblo era bien conocida (cf. Le 6,23), pero Él debía subir a Jerusalén. Su decisión, absolutamente libre, de asumir el designio determinado por el Padre no se debilitó en lo más mínimo: obedeció hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8).

Parecía que con la condena del Sanedrín había quedado dicha la última palabra sobre Él y que su muerte en la cruz constituía la prueba más patente de que Dios le había abandonado (cf. Gal 3,13). El Padre hizo que el drama se desarrollara hasta su verdadero final: el camino de Jesús no terminaba en la cruz, sino en la resurrección. Con ella se iluminaba el sentido de su muerte, y se aclaraba el misterio de su persona (cf. Hch 2,32ss). Y se afirmaba el valor de toda vida humana para siempre. Ahora se entiende por qué sucedían con Él cosas que no pasaban con nadie. Era el Hijo de Dios.

7. En efecto, esto es lo que se nos ha anunciado: que Dios ha enviado su Hijo al mundo, para que los hombres «tengan Vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Para explicar adecuadamente este gesto de Dios no hay más razón que su amor por el hombre: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo» (Jn 3,16). Cristo ha mostrado ante nuestros ojos el designio bueno de Dios para con los hombres: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). De modo semejante a como lo vivieron sus contemporáneos, podemos decir nosotros que hemos conocido su amor, que nos hemos conmovido al sentimos llamados por Jesús para participar en el don de verdad, de justicia, de paz y de bien que es su Reino. Como entonces, cada uno de nosotros ha sentido en lo más íntimo de su libertad la invitación a confesarle como Señor, siguiéndole adondequiera que vaya; pero también la tentación de rechazarlo. La pregunta por la identidad de Jesús ya no dejará nunca de resonar en la historia humana.

8. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos sale al encuentro en nuestra vida y en la de nuestros hermanos, en cualquier situación en que nos hallemos. Nos sale al encuentro en el anuncio de la Iglesia, en los sacramentos de la Iglesia, en la vida y en la comunión de la Iglesia. En ella nos acompaña, como acompañó la vida de sus contemporáneos. En ella también hoy se hace presente en Madrid, para iluminar nuestro camino, sostenemos en nuestras necesidades, llenar nuestros corazones de esperanza, desvelar el misterio último de la condición humana, llamada al gozo de la gloria de Dios.

En Jesucristo, el Señor, se halla la respuesta a las preguntas que nacen en el corazón humano por el mismo hecho de vivir. ¿Quién no desea que su vida esté llena de sentido? ¿Quién no busca explicación al misterio en el que la vida está envuelta? ¿Quién no siente como suyo el grito que atraviesa la historia? ¡Qué cerca nos sentimos de los hombres a lo largo de la historia, cuando vemos que sus grandes interrogantes coinciden con los nuestros, pese a la distancia en el tiempo! Este carácter enigmático de la existencia es una percepción común a todas las épocas y latitudes. Puede adquirir las modulaciones culturales propias de la diversidad de la familia humana, a veces muy profundas, pero lo sentimos como nuestro en cuanto expresa el drama constitutivo del hombre.

9. Vivimos un período de cambios profundos y acelerados en todos los órdenes de la vida. Por una parte, en el ámbito de la ciencia y de la técnica, en el económico y social, se han realizado progresos inauditos. Muchos y graves problemas han sido resueltos para bien de la humanidad. Nunca el hombre ha dispuesto de más recursos de toda índole, en buena parte fruto de su inteligencia y su dinamismo creador. Los beneficios son incontestables: desde la asistencia sanitaria y la previsión social hasta la difusión del bienestar económico en amplios sectores de población, o la conciencia mucho más arraigada de los derechos humanos como expresión de la igual dignidad de todos los hombres. Y, con todo, cuando estamos llegando al final del segundo milenio, este inmenso proceso de desarrollo sigue marcado por la ambigüedad.

Por otro lado, a nadie se le escapan las amenazas que hoy penden sobre el futuro de la humanidad. No se ha eliminado el riesgo de conflictos nucleares; se ahondan hasta el «abismo» las diferencias entre el Norte y el Sur, sumiendo a la mayoría de los países del Tercer Mundo en una situación de miseria extrema, y se crea un Cuarto Mundo de pobreza infrahumana en los países de renta media o alta. Se atenta contra la vida de los débiles y de los inocentes, aún no nacidos, con una tranquilidad de conciencia que aterra; la explotación avaricioso de los recursos naturales daña gravemente el equilibrio ecológico, y pone en peligro reservas de bienes no recuperables y esenciales para la vida. Lo que parecía imposible hace pocos años, una guerra en Europa, se está desarrollando con odio fratricida muy cerca de nosotros: en los Balcanes. Lo que está ocurriendo en estos momentos en otros continentes, sobre todo en África, horroriza tanto por la inaudita crueldad con la que se combate y elimina al enemigo como por la tibieza con que responden los países más desarrollados y las instituciones internacionales. En nuestra época el mal y el pecado, nuestro pecado, se siguen interponiendo en el camino del hombre hacia su plenitud. Se interponen también en Madrid como un obstáculo que se nos antoja a veces casi insuperable. ¿Cuándo van a cesar entre nosotros el paro, la opresión de la droga, la violencia terrorista, la soledad de los ancianos, las crisis de la familia? Como en los tiempos de Jesús, volvemos de nuevo la mirada hacia Él para encontramos con el designio de verdad y bien que preside nuestras vidas y señala nuestro destino: designio victorioso, nacido del amor eterno del Padre.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.