Animados por el Espíritu
Mis queridos hermanos y amigos:
«Animados por el Espíritu» emprendemos el nuevo curso pastoral 1997/1998, que acaba de comenzar, en sincronía con el curso escolar. «Animados por el Espíritu»: así titulamos la carta en la que os presentaba el día 29 de junio pasado, las propuestas para la aplicación de nuestro Plan Pastoral trienal en su segundo año de realización y seguimiento.
Porque efectivamente sólo «animados por el Espíritu» podremos avanzar en el camino de la nueva Evangelización en Madrid –el propio Santo Padre afirma sin rodeos que: «El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva Evangelización» (TMA, 45)–; y porque en el año 1998, segundo del triduo preparatorio del Gran Jubileo del año Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, toda la Iglesia dedicará una particular atención «al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos» (TMA, 44). Cuando profesamos nuestra fe, recitando «el Símbolo» llamado «de los Apóstoles», decimos: «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo». Sí, el Misterio de la Encarnación lo realizó el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. El que es «el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye –precisamente– el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina» (DV, 50).
¿Cómo podremos pues aspirar, en la vida personal y en la acción de la Iglesia, a que la fe del Pueblo de Dios crezca en vigor interior y en fuerza misionera sin suplicar al Espíritu Santo: «Ven Espíritu Divino, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor»? La misión apostólica y la Iglesia nacen el día de Pentecostés por la efusión del Espíritu Santo, recibida por los Apóstoles cuando, reunidos en el Cenáculo, permanecían en oración con la Madre de Jesús (cf. Jn 20, 19-22; Lg, 4). En esa hora se cumple la promesa de Jesús; se inicia «la era de la Iglesia»; el mundo comienza a ser evangelizado (cf. Jn 16, 7; CV, 25).
El reto de la evangelización sigue vivo entre nosotros, en España y en esta querida ciudad y comunidad de Madrid. Lo detectábamos con nueva luz los días del Congreso de Pastoral Evangelizadora, la semana pasada, convocado y organizado por la Conferencia Episcopal Española. El Sano Padre, por su parte, en su carta dirigida a los Congresistas nos ayudaba a comprenderlo mejor en sus causas y a asumirlo con un renovado dinamismo apostólico. Ni se pueden cerrar los ojos –como nos decía el Papa– al fenómeno de la «particular erosión en las convicciones religiosas y éticas para una buena parte de la población, para la que el relativismo imperante y el mito del progreso materialista se sitúan como valores de primer orden y de máxima actualidad, relegando los valores religiosos como si fueran piezas de museo o realidades del pasado» (Proclamar el Año de Gracia del Señor, 45); ni se puede ignorar toda la riqueza de iniciativas pastorales y de nuevos compromisos evangelizadores que hemos podido observar el curso pasado en nuestra comunidad diocesana que han revestido, incluso, forma extraordinaria a la hora de anunciar el Evangelio a los creyentes y a los no creyentes. Las misiones populares y los esfuerzos por la acogida de los alejados de la Iglesia cuando se acercan a ella para solicitar los sacramentos para sí o para sus hijos representan una prueba sencilla pero auténtica del despertar misionero entre los fieles de Madrid. Igualmente ricas y generosas se desarrollaron las acciones al servicio de la cooperación y unión pastorales en una mayor vivencia de la comunión eclesial y, sobre todo, aquellas en las que se ha buscado expresar y realizar un verdadero compromiso cristiano, exigencia íntima de la comunión eclesial, con los excluidos de los bienes materiales y sociales, implicando toda la persona.
¡Cuánto cuestan, sin embargo, traducir esta actitud y gestos de amor al hermano en una actuación personal y comunitaria cristiana que haga presente en la vida pública, impregnándola, la verdad, la vida, la fuerza transformadora del Evangelio!
Para proseguir sin desmayo el camino de la Evangelización, necesitamos renovar la gracia recibida en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación; necesitamos nueva vida interior, recuperada y alimentada en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, cultivada en una verdadera vida de oración. En una palabra, necesitamos abrirnos sin reservas al don del Espíritu Santo. «El Espíritu nos cristifica y nos conduce a la resurrección: a la santificación y a la vida eterna», («Animados por el Espíritu», 6). Para que nuestro Plan Diocesano de Pastoral, en el curso 1997/1998, dé frutos de verdadera, amplia e intensa Evangelización, toda la Comunidad Diocesana habrá de configurarse más y más como una comunidad orante, que espera con gozo, y suplica, las gracias y los dones del Espíritu Santo que santifiquen a sus hijos en la verdad y en el amor; que se sabe unida a la Virgen María, la Madre del Señor y Madre Nuestra, Nuestra Señora de la Almudena. Puesto que «obra y gracia del Espíritu Santo fue el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; obra y gracia suya será que ese misterio llegue a hacerse actual para nosotros a través de la Iglesia y podamos alcanzar hoy sus beneficios, en especial el fruto de la Evangelización: que el mundo crea…» (Jn 17,31; cf. «Animados por el Espíritu», 6).
Con mi afecto y bendición,