Mis queridos hermanos y amigos:
Acaba de comenzar el nuevo curso escolar, cuando se vuelve a activar en el Parlamento el debate sobre la propuesta de regulación jurídica de las llamadas «parejas de hecho». ¡Curiosa coincidencia y significativa paradoja! Porque precisamente la vuelta al Colegio iba acompañada de una noticia, ya habitual desde hace más de un lustro, y sobre la que se camina como sobre ascuas en los comentarios periodísticos y políticos de actualidad: un curso más ha disminuido el número de los alumnos matriculados en los niveles primarios y secundarios de enseñanza. En Madrid han sido veintisiete mil niños menos los que han accedido a su primer año de escuela, y doscientas las aulas que hubo de cerrar la administración educativa.
Una primera consecuencia alarmante de este fenómeno, reiterado curso a curso desde 1991, y al que no se le ve una solución ni a corto, ni a medio plazo, viene siendo subrayada desde hace algún tiempo, con la sabia e inapelable objetividad de los números, por eminentes estudiosos y expertos de la ciencia económica en España: si la evolución demográfica continúa su actual línea descendente –dicen– las dificultades para el mantenimiento del actual sistema de la seguridad social van a ser enormes.
Al lado de esta lectura económica de los datos demográficos, en el fondo tan preocupante y dramática, se coloca otra de naturaleza moral, cultural y espiritual, mucho más grave: la de la crisis del matrimonio y de la familia. Un joven y una joven, que quieran contraer matrimonio hoy en España y fundar una familia, se ven enfrentados desde el comienzo de su compromiso a una casi heroica carrera de obstáculos. Arduas dificultades para encontrar trabajo digno; perentoria necesidad de trabajar los dos esposos fuera del hogar si quieren acceder a una vivienda digna y tener hijos; una frágil cobertura jurídica en lo laboral y asistencial en los momentos de la maternidad; unas bienintencionadas pero absolutamente insuficientes desgravaciones fiscales; una casi nula compensación económica para el sostenimiento y educación de los hijos; el importe de los subsidios familiares: sencillamente ridículo… La familia en España se encuentra en un estado de desvalimiento socio-económico y jurídico como apenas sucede en otro país de la Unión Europea. Una pregunta se impone a cualquier observador que haya seguido con atención la evolución de la política familiar: ¿qué se ha hecho del Art. 39,1, de la Constitución Española en la que se afirma solemnemente: «Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia?». La contestación, sobre todo de los matrimonios jóvenes, de las familias trabajadoras y de las familias numerosas sería sin duda, que se sienten desprotegidas.
Desprotección que encubre una verdadera discriminación. A la familia con hijos –con sus hijos– se les está pidiendo, por una parte, consciente o inconscientemente, que pongan a disposición de la sociedad el trabajo y el sacrificio de sus miembros para que pueda sostenerse el futuro de las generaciones de mayores y necesitados de todo orden; es decir, se les pide solidaridad para el futuro y en el futuro; pero, por otra, se les niega a ellas esa solidaridad en el presente. ¿Cuándo vamos a dar el paso personal y colectivo de entender y de vivir la solidaridad social con toda la verdad de sus exigencias privadas y públicas tomando de nuevo en serio el apoyo y la protección social, económica y jurídica de la familia?
Y, lo que es peor, a la desprotección y discriminación sociales se añade el acoso cultural y moral al que la familia se ve sometida día a día por los medios de comunicación, de toda especie, en especial por los audiovisuales, incluidas –¡hay que decirlo con mucha pena!– las televisiones públicas; y por una cierta industria del ocio y del tiempo libre sin escrúpulos, preocupada solamente del negocio, y ansiosa de ganancias a toda costa. ¿Por qué extrañarse entonces del crecimiento incesante, poco menos que imparable, de la delincuencia y violencia juveniles, de la drogadicción, de la corrupción de menores, del sida, del fracaso escolar, cada vez más masivo, entre los adolescentes y los jóvenes…? También aquí habría que preguntarse por la protección a la infancia que promete constitucionalmente el Estado en el citado Art. 39 de nuestra Ley Constitucional en su apartado cuarto.
Y es que la familia es el ámbito de vida y relación primero y básico, donde la persona nace, se educa y puede aprender la experiencia humana fundamental: la experiencia del amor gratuito o, simplemente, del amor. Pues el amor o es gratuito o no es. Éste es el amor que conduce necesariamente al don de la vida.
En este momento tan difícil por el que atraviesa la familia en España la reacción de muchos, ante lo que parece una inquieta y activísima ocupación de nuestros legisladores con la regulación jurídica de «las parejas de hecho», es de estupefacción y asombro. No sólo no se va a adelantar con ello ni un ápice en la vía de habilitar soluciones de los graves problemas que afectan en este momento a la familia española; antes al contrario, se la va a hacer daño, y justamente en aquello en lo que significa y contiene de valor humana, social y espiritualmente insustituible para la persona humana. Y le causará grave perjuicio sea cual sea la forma técnico-jurídica que se arbitre para esa regulación. Para la solución de los legítimos problemas de las personas que se ven involucradas en ese fenómeno de «las parejas de hecho» búsquese el cauce político-jurídico adecuado; pero nunca el del remedo o imitación institucional del matrimonio y de la familia.
Si la familia es aquella comunidad íntima de vida y amor entre los esposos entre sí y entre los padres e hijos, imprescindible para la constitución de la sociedad en justicia, solidaridad y abierta y generosa humanidad, al servicio del bien común y de la promoción de la persona humana; igualmente, y con un significado propio y específico, lo es también para la Iglesia, en cuanto instrumento y realidad sacramental donde se hace presente el Señor Jesucristo, Salvador del hombre. Así como la Iglesia no se puede constituir en plenitud sin sacramento del matrimonio, tampoco podrá realizar su misión evangelizadora sin el concurso de los matrimonios y familias cristianas. ¿No habremos fallado también nosotros en la atención pastoral que les es debida en el seno de la comunidad eclesial? ¿No es también por nuestra culpa que pase lo que está pasando en la vida y en la opinión públicas respecto a la familia, en nuestra patria, y en Madrid?
Una respuesta a estas preguntas, nacida de una actitud de conversión al Señor, se nos pide con urgencia al comienzo de este curso pastoral, que hemos emprendido «animados por el Espíritu». Con María, la Virgen y Madre de Nazaret, se puede hallar la acertada respuesta: una respuesta espiritual y pastoralmente nueva y evangelizadora.
Con mi afecto y bendición,