Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy se clausura en Río de Janeiro el II Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre. Una muestra excepcional de la preocupación que siente la Iglesia por el bien de las familias, o dicho con otras palabras, por el bien o valor inestimable e insustituible que significa la familia para el destino de cada persona y de toda la humanidad.
Desde los lejanos años treinta de este siglo en el Pontificado de Pío XI, con su famosa Encíclica «Casti Connubii» de 30 de diciembre de 1930, hasta estas dos últimas décadas del ministerio pastoral de Juan Pablo II, ha ido creciendo la sensibilidad espiritual y apostólica de la Iglesia en torno a la suerte que corren el matrimonio y la familia en todo el mundo: en las zonas menos desarrolladas y más pobres del planeta y, cada vez con mayor alarma, en las sociedades más avanzadas de nuestro entorno. Se es consciente cada vez más del deterioro creciente de esa institución básica para el bien de la sociedad y el futuro del hombre: deterioro social, cultural y jurídico, que corre pareja con un debilitamiento de su substancia moral y religiosa. Al mismo tiempo que se percibe con una mayor clarividencia doctrinal y práctica, a la luz de una fe más empapada del cuidado evangélico por la persona humana, que, en el fondo, las crisis más graves por las que atraviesa hoy la sociedad –incluida la de la violencia y de la amenaza para la paz interna y externa– sólo son superables en raíz por la vía de la promoción de una familia sana e íntegra en los elementos humanos y espirituales que la configuran como la comunidad de amor y de vida entre los esposos y los hijos, tal como es querida constitutivamente por Dios. En el Concilio Vaticano II cristaliza esa conciencia de la Iglesia contemporánea en torno al matrimonio y a la familia en ese doble aspecto: el de la constatación dolorida de una realidad social caracterizada por un cuestionamiento progresivo de la concepción cristiana del matrimonio y de la familia en las ideas y en la conducta, y el de la suma importancia pastoral de una presentación y vivencia renovadas de lo que significan para el bien del hombre y de su salvación.
La dificultad más sutil y quizás, por ello, la más peligrosa, con la que se enfrentan hoy todos los que se proponen la recuperación del verdadero valor del matrimonio y de la familia en la opinión pública y, lo que es más importante, en las costumbres sociales, es la que proviene de lo que ha venido en llamarse la legitimidad de un pluralismo en la forma de configurar y vivir matrimonio y familia, pero tan radical en su esencia, que alcanza a lo que es su nervio y fundamento: la fidelidad matrimonial y la apertura del matrimonio al don de la vida. Esa supuesta teoría pluralista se ampara en una dominante visión materialista y hedonista de la existencia, que cifra todo su sentido en el logro del placer y de las comodidades y conveniencias individuales pase lo que pase; y se convierte en la práctica en una cultura del divorcio a la carta que conduce inexorablemente a la destrucción de la familia. Sus principales víctimas son los hijos. Precisamente el drama creciente de los hijos de los divorciados y de las familias «desestructuradas», tan sangrante entre las capas más pobres y desatendidas de nuestra sociedad, también en Madrid, demuestra que el matrimonio no es un asunto meramente privado que afecta en exclusiva a marido y mujer, sino que repercute en el corazón mismo de la vida social, para su bien y para su mal. Habría que cerrar los ojos del cuerpo y del alma para no ver cómo la difusión de la cultura del divorcio está desembocando en un creciente número de existencias rotas de niños y de jóvenes y en un descenso angustioso de la natalidad. Es más la forma ética y humana, tan absolutamente relativista con la que se presenta –se separan por principio matrimonio y fidelidad–, está llevando a la desaparición del matrimonio mismo y de la familia como las formas primarias de relación interhumana y de socialización. ¿Qué significa si no el fenómeno social del «single», de ese tipo de existencia personal en que las personas habitan y hacen su vida solas, cada una en su vivienda, y que comienza a dominar el panorama humano de las grandes ciudades europeas? ¿De una ciudad de «solitarios» es posible que surja una ciudad de «solidarios»?
No obstante, y como un contraste que invita a la esperanza, son cada vez más los jóvenes que descubren el valor inmenso, infinitamente gratificante, de lo que es el amor fiel: o sencillamente de cómo fidelidad y amor son inseparables, de cómo ese amor no sólo no es una utopía imposible, que no se sostiene ante las adversidades de la vida y de nuestros propios defectos y pecados, sino que en Jesucristo, y en su amor crucificado, se va haciendo y madurando como una realidad auténtica, ejercitada en la donación mutua, que se verifica en la acogida del don de los hijos, como un don de Dios Creador y Padre, en los que se pueden experimentar los frutos de la nueva vida del Resucitado. Frutos palpables cuando se les lleva al agua del Bautismo –el segundo nacimiento–; se les educa cristianamente y se les inserta en una comunidad familiar donde cada uno es amado por sí mismo –no por su utilidad–; donde son especialmente mimados los miembros más necesitados y los más débiles de la familia: los niños, los enfermos, los abuelos…; donde el pobre siempre tiene sitio y donde los ecos y los retos sociales y políticos que plantea la pobreza pueden ser comprendidos y asumidos con actitudes de entrega y compromiso evangélicos.
El Papa Juan Pablo II ha ido a Brasil acompañado por el afecto y la oración de toda la Iglesia para renovar ante el mundo el anuncio del Evangelio del matrimonio y de la familia. Hagámoslo nuestro con fe y confianza en el Señor, que nació en Belén en el seno de la familia de Nazaret; apoyados en la intercesión de María y de José; en un día en que toda España se alegra por el matrimonio de dos jóvenes, tan unidos a la familia de sus Reyes, y , por ello, a su propia historia y destino. A la Virgen y Madre de La Almudena los encomendamos, junto con todas las familias de Madrid y de España.
Con mi afecto y bendición,