La respuesta al enigma de la muerte
Mis queridos hermanos y amigos:
Los días de la Fiesta de todos los Santos y de la conmemoración de todos los fieles difuntos nos invitan, todos los otoños, al final del Año Litúrgico, a recordar a los que abandonaron la peregrinación de este mundo para dirigirse ya al umbral de la Casa del Padre. Celebramos entre ellos a los Santos, como «una multitud de intercesores», para que nos obtengan la abundancia deseada de la misericordia y del perdón de Dios; y oramos por todos los demás hermanos difuntos, para que se afiance nuestra esperanza de que todos los hijos de Dios resucitarán. Se trata, por tanto, de mucho más que de un mero recuerdo nostálgico, más o menos sentido, de las personas queridas que se nos fueron para siempre, expresión del desahogo de nuestro corazón dolorido. Lo que hacemos es «memoria cristiana», que vive de la profesión de fe en Jesucristo Resucitado y de la esperanza cierta en la resurrección de los muertos, y que se manifiesta con la expresión máxima del amor fraterno: la plegaria dirigida al Señor de vivos y muertos: al Padre que está en los cielos.
«Ante la muerte –confiesa el Concilio Vaticano II (GS, 18)–, el enigma de la condición humana alcanza su culmen». Efectivamente todos nos resistimos a morir definitivamente. No hay nadie que acepte como natural la idea de la extinción perpetua de sí mismo. Como por un instinto del corazón, mucho más hondo y radical que lo puramente biológico, rechazamos la muerte y nos rebelamos contra ella. La semilla de eternidad que el hombre lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se articula en nuestro interior de forma irresistible como un No angustioso y rebelde a la desaparición y a la infelicidad eternas.
En el ambiente materialista que domina hoy tan frecuentemente la mentalidad de muchos de nuestros contemporáneos la reacción ante la muerte reviste una doble faceta. Por un lado se recurre a los medios de la técnica y las ciencias médicas para alcanzar la prolongación de la longevidad biológica en un esfuerzo titánico por aplazar lo más que se pueda esa hora insoslayable; y, por otro, paradójicamente, se reconoce su fuerza irresistible e irremediable como un destino fatal, al que hay que ignorar en la vida diaria, personal y colectiva. Se recomienda vivir como si la muerte no existiese. El triunfo de las tesis del existencialismo agnóstico de que el hombre es «un ser para la muerte» parece completo. Y, por supuesto, el éxito, social y político, de lo que Juan Pablo II ha denominado «la cultura de la muerte», más que explicable. ¿Por qué no se va a poder utilizar la muerte inducida de nuestros semejantes –como los no nacidos o los ancianos y los enfermos terminales…–, si conviene, para los fines egoístas de los que conciben su vida y su felicidad aquí en la tierra como el máximo bien al que hay que aspirar?
Dice muy bien el Concilio Vaticano II, al auscultar los signos de nuestro tiempo, que «toda imaginación fracasa ante la muerte» (GS, 18). No así la fe cristiana, que pone ante nuestros ojos la figura viva de Jesucristo Resucitado como la respuesta plena al enigma de la muerte. En él, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, descubre el hombre su verdadera vocación, la que responde a las exigencias más hondas de su ser tal como lo ha querido Dios desde el principio por su creación; y lo ha prometido y ofrecido siempre a lo largo de toda la historia de la salvación: la vocación para un destino feliz más allá de la muerte, para una vida eterna inefablemente dichosa en Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo–. El pecado del primer Adán había truncado la realización de esa primera vocación de hijo, recibida del Creador; el amor redentor de Jesucristo –«el segundo Adán»–, por la oblación de su vida en la cruz y su victoria sobre la muerte en su Resurrección, ha restituido al hombre eficazmente la posibilidad de vivir de nuevo, y con sobreabundancia, su vocación inicial de hijo de Dios. Todo depende de si en su existencia sabe «morir con Cristo» para luego «resucitar con Él». El hombre es ya irreversiblemente un ser para la vida inmortal: del alma y del cuerpo. Si es fiel a la Gracia del Resucitado para la vida bienaventurada; si la traiciona, para su perdición.
Las visitas a nuestros cementerios, las flores ante las sepulturas de nuestros seres queridos, las lágrimas del recuerdo emocionado… alcanzan su verdadero sentido si van acompañadas de la memoria de Jesucristo Resucitado de entre los muertos, si se dejan empapar de la esperanza cristiana, si se convierten en plegaria por ellos y por todos los difuntos. La participación en el Sacrificio y Banquete Eucarísticos aseguran su autenticidad y sus frutos. Es la fórmula más bella y más plena para celebrar estos días tan entrañables y señalados en la vida de nuestras familias y en la Liturgia de la Iglesia. ¡Renovémosla en este año de 1997 con ese espíritu de la Iglesia que nos invita a descubrir más y más las riquezas insondables del Misterio de Cristo, Señor y Dador de vida, ante la perspectiva del Año Dos Mil!
Con mi afecto y bendición,