A todos los presbíteros y fieles de la Archidiócesis de Madrid
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El próximo 16 de noviembre celebraremos, Dios mediante, el Día de la Iglesia Diocesana. A través de nuestra Iglesia Particular de Madrid vivimos insertos en el Misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, -Una, Santa, Católica y Apostólica- la vocación a la que por gracia hemos sido llamados todos: Obispos, presbíteros, fieles laicos, consagradas y consagrados. En ella trabajamos, asociados a la misión de Jesucristo según nuestra específica responsabilidad, y, animados por el espíritu, que es la garantía de nuestra herencia (Ef. 1,4), peregrinamos a la patria prometida, hasta que Dios termine de reunirnos a todos sus hijos.
Ya sabéis que todo este año, preparando el Jubileo de la Encarnación del Verbo, está dedicado de modo particular, por indicación de Juan Pablo II, al Espíritu Santo y a su presencia santificadora. Detengámonos, pues, al celebrar el Día de la Iglesia Diocesana a contemplar y agradecer la obra del Espíritu Santo en nuestra Iglesia en Madrid.
Una de las cosas que más llama la atención en la Archidiócesis de Madrid es, seguramente, la abundancia y la diversidad de carismas con que el Espíritu Santo la enriquece. Son numerosísimos los grupos parroquiales -o nacidos de las parroquias-, las congregaciones religiosas, los grupos alentados por ellas, las asociaciones de fieles, los movimientos, que viven consagrados a la evangelización. Cada uno según el don que ha recibido, se dedican sobre todo a la educación de la fe, a la oración, al apostolado entre los alejados y los no creyentes, a la promoción de la familia y del derecho a la vida, a la rehabilitación de personas marginadas, a servir de diferentes maneras a ancianos, a pobres y excluidos. Es verdaderamente llamativo cómo se manifiesta en la diócesis una viva sensibilidad para los problemas de la juventud y hacia situaciones sociales problemáticas, sea aquí mismo, en Madrid, las que viven algunos trabajadores inmigrantes o los mendigos sin techo, sea en los países del Tercer Mundo, cuya pobreza no deja de aumentar a pesar de las campañas de solidaridad.
Al recordar con lealtad y sin reticencias las iniciativas evangelizadoras concretas de vuestra propia comunidad, de las comunidades vecinas y, las que conozcáis, del conjunto de la Iglesia diocesana, surge irreprimible desde el fondo del corazón la alabanza y la acción de gracias al Padre por los dones con los que el Espíritu Santo nos enriquece.
Junto con la gratitud, nacen el arrepentimiento por nuestros fallos y el deseo sincero de colaborar, más fieles y generosos cada día, en la obra que el Espíritu Santo quiere realizar entre nosotros y en la sociedad madrileña. Algunos obstáculos que nos impiden estar más disponibles son bien conocidos. E1 examen de conciencia y la evaluación pastoral del curso pasado los puso de manifiesto: nos ha costado mucho hacernos presente en medio de las circunstancias de la vida pública -ciertamente no siempre propicias y no pocas veces adversas- con el testimonio claro del Evangelio vivido, y queda todavía considerable camino por recorrer a la hora de poner en práctica con generosidad cristiana el segundo objetivo de nuestro Plan Pastoral: vivir la comunión -invisible y visible- en nuestra Iglesia Particular.
Ciertamente, en una diócesis tan grande como la nuestra es difícil para cada uno -casi imposible- abarcar el conjunto. Puede suceder, incluso, porque no disponemos de muchas ocasiones para encontrarnos y conocernos más de cerca, que tengamos a veces la impresión de estar más lejos unos de otros de lo que realmente estamos. Sin querer, corremos el riesgo de reducir acaso nuestra perspectiva a la del propio grupo o de la propia parroquia. Es fácil entonces ceder a la tentación de reunirnos solamente con quienes nos une la amistad o una sensibilidad pastoral afín. No sería imposible que detrás de todo esto se diera cierta resistencia a superar nuestros pequeños egoísmos y, en el fondo, a la comunión con quienes Dios nos ha unido con el vínculo de la fe y de la vocación, mucho más fuerte que los lazos de la carne y la sangre.
A pesar de todo, y, quizá precisamente porque hemos tomado conciencia de estas dificultades, se va expresando un poco más por todas partes el deseo de fortalecer la comunión entre nosotros, de hacerla más visible. Me parece que no se trata de una mera estrategia para ser más eficientes, ni de la búsqueda de unas relaciones más gratificantes, sin conflictos. Lo que se expresa es una mayor disponibilidad para asumir entre todos, ofreciendo cada uno la gracia que ha recibido, la responsabilidad de la tarea evangelizadora de nuestra Archidiócesis ¿Cómo no dar gracias a Dios, una vez más, por el don de su Espíritu que nos hace ver nuestras limitaciones y nuestros pecados, y nos impulsa a responder más fielmente a su llamada? ¿Cómo no pedir la fuerza del Espíritu Santo, que funda y sostiene la comunión en Cristo y su Iglesia de los que él mismo hace diversos? «Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécemos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento».
Nuestra Iglesia diocesana tiene también necesidades materiales. No son necesidades, en primer lugar, de los servicios centrales de la Archidiócesis 0 por así decirlo, de la «estructura» diocesana. Son necesidades de parroquias concretas que aún carecen de templo y de dependencias para desarrollar las actividades pastorales normales; necesidades de respuesta a dolorosas carencias materiales y humanas de tantos hermanos nuestros; necesidades de la formación de los seminaristas y los agentes pastorales; necesidades de la Iglesia universal; necesidades de Iglesias más pobres que la nuestra… No se nos puede pasar desapercibido que la comunión, don del Espíritu, es comunión de fe, comunión de esperanza y de vida, comunión de bienes.
Os ruego, pues, y encarezco que en vuestras parroquias y comunidades acojáis la gracia y la responsabilidad de ser Iglesia, y de ser Iglesia aquí en Madrid, con renovados sentimientos de gratitud al Señor y con una actitud cada vez más pronta y gozosa de servicio y colaboración con la Iglesia Diocesana. Es en ella donde la llamada de Dios resuena concreta e inmediata para nosotros. ¡Ofrezcamos en nuestra respuesta lo mejor de nosotros mismos: de lo que somos y tenemos por gracia de Dios!
Que la Virgen de la Almudena nos valga e interceda por nosotros. Con mi afecto y bendición,