Mis queridos hermanos y amigos:
De nuevo el tiempo de Cuaresma se nos ofrece como una actualizada oportunidad de gracia y de salvación: un tiempo excepcional de Dios y para el Dios que nos ha redimido en Jesucristo, su Hijo, por obra y gracia del Espíritu Santo; y por ello un tiempo para el hombre, nuestro hermano. Tiempo de Dios que irrumpe en nuestra vida cotidiana apegada a los afanes de este mundo y ocupada tan obsesivamente consigo misma, con sus problemas e intereses, tan a ras de tierra y tan a espaldas del bien del prójimo, que olvida de donde viene y a donde va. En el que resuena la voz de Cristo invitándonos a la conversión y a creer en el Evangelio. (Cf. Mc. 1,14-15). El rito de la imposición de la ceniza de la liturgia del Miércoles de Ceniza va precisamente acompañado de esa fórmula apremiante tomada de las palabras de Jesús cuando da comienzo a su predicación en Galilea anunciando que el Reino de Dios está cerca. La llamada a la conversión dentro de la Iglesia, reiterada año a año al iniciarse con la Cuaresma la preparación del Triduo Pascual, implica para todos sus hijos e hijas el recordarles la necesidad permanente y nunca interrumpible de reavivar en sus almas la gracia del Bautismo por la que hemos muerto al pecado y resucitado a una vida nueva. El pecado con sus secuelas de perdición y muerte debe ser vencido concreta y existencialmente, en la historia personal de cada uno y en la historia de la humanidad.
Por ello lo primero que contiene la convocatoria de la Iglesia al emprender el itinerario anual de la vivencia cuaresmal es la exigencia de examinar la propia conciencia. Esta, cuando se deja iluminar por el Espíritu del Señor, es el mejor e insuperable espejo donde podemos mirarnos a nosotros mismos y reconocer nuestras infidelidades y pecados. Sabernos de verdad como somos delante de Dios: como pecadores. Y no sólo la conciencia individual. También habrá de examinarse lo que suele conocerse como la conciencia social. Juan Pablo II lo vuelve a hacer en su Mensaje para la Cuaresma de 1998 apuntando a pecados públicos cuya hiriente presencia sólo pueden ignorar los ciegos y obstinados de corazón. Pecados de los que somos culpables todos en mayor o menor grado y medida dentro y fuera de la comunidad cristiana; pero que deberían conmovernos más que a nadie a los creyentes en Jesucristo. Pecados que interpelan como pocos nuestra conciencia de redimidos e hijos de Dios, hermanos en Cristo. ¿Cómo decir que no hemos pecado cuando el grito de los pobres se alza clamoroso y doliente en todo el mundo, en nuestra cercanía –entre nosotros, en Madrid y en España– y en la lejanía de los países más depauperados de la tierra? La pobreza representa el rostro más inequívoco del pecado: de nuestros pecados.
El Papa nos habla sin ambages de la pobreza material y espiritual en el mundo actual. Describe sus viejas y nuevas formas de expresión y vigencia personal y social . Algunas nos atañen a nosotros con especial urgencia y gravedad. La pobreza material y humana que supone, por ejemplo, la falta de un puesto digno de trabajo. El escándalo del paro endémico, especialmente en el caso de los padres de familia en edad madura, no disminuye en su significado de fracaso moral de toda una sociedad ni por su carácter en apariencia inevitable y fatal, ni todavía por los incipientes progresos en la nueva contratación laboral. Las familias, en primer lugar las más jóvenes, se enfrentan a una situación de desprotección económica, social y jurídica que las hace muy difícil vivir su matrimonio como una vocación al servicio del don del amor y de la vida. El número de los marginados sociales –de «los sin techo», drogodependientes, enfermos del `sida’, las víctimas de la prostitución, los inmigrantes clandestinos…– no decrece. Igualmente grave se nos manifiesta la pobreza espiritual de tantos de nuestros conciudadanos. Son muchos los bautizados, alejados de la vida de la Iglesia. Es frecuente encontrarse con personas, en las etapas más delicadas de la vida, con crisis crecientes y muy hondas de fe, y/o que han perdido la esperanza en el sentido de la existencia; que no se sienten ni reconocidas ni amadas por nadie: solas. En las que el pecado, en sus más diversos modos, ha producido la ruina del alma y del cuerpo.
¿Y aún nos atrevemos a decir que no hemos pecado? ¿qué no pecamos? Abramos con especial sensibilidad pastoral en esta Cuaresma nuestra conciencia y nuestro corazón a la luz y a la acción del Espíritu Santo, acogiéndolo con una actitud de oración más cuidada y más penitente, recurriendo al Sacramento de la Reconciliación y secundando la exhortación del Santo Padre, que nos pide hacer visible nuestra conversión personal «con un signo concreto de amor hacia quien está en necesidad, reconociendo en él el rostro de Cristo, que le repite, casi de tú a tú: «era pobre, estaba marginado… y tú me has acogido». Ese necesitado y esa necesidad las puedes encontrar a la puerta de tu casa. No es difícil descubrirlo para el que ama.
Con mi afecto y bendición,