Una Fiesta para «La Misión»
Mis queridos hermanos y amigos:
Con la Fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al Cielo llega de algún modo a su momento culminante la celebración de Su Pascua, de su paso de la muerte a la Vida que no es otra que la Vida Eterna, la misma Vida de Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo–, a la que le es inefablemente propia la Gloria, que supera todo conocimiento, toda capacidad y todo deseo humano y, aún, de cualquier creatura por muy alta que fuese su dignidad, como la de los Angeles. El Cuerpo de Jesús había sido glorificado ciertamente desde el instante de su Resurrección, pero en los cuarenta días que se apareció y trató familiarmente a sus discípulos, instruyéndolos sobre el Reino, «su gloria quedó como velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria» (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 659). La manifestación plena de su Gloria tendría lugar cuando en el Misterio de su Ascensión fuese exaltado a la derecha del Padre.
Sube al Cielo el que había descendido del Cielo por un infinito acto de amor divino, condescendiente con el hombre pecador y destinado a al muerte. Pero ahora retorna con su humanidad, con la humanidad redimida, con la humanidad de la que participamos todos. Es el Hijo de Dios, hecho hombre, el que entra el día de la Ascensión en el Reino de la Gloria con las señales de su Pasión y Crucifixión, como Sacerdote Eterno «siempre vivo para interceder por nosotros». Cristo ha entrado con «nuestra carne» en la Gloria del Padre, para ser Cabeza de su Iglesia, Señor de la historia y del cosmos, para reconducir a la familia humana y, además, a toda la creación a la Casa del Padre, inaugurando y fundando el tiempo de la Esperanza, la que supera todas las esperas y aspiraciones humanas.
Porque ante la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo a los Cielos cabe la reacción, tan humanamente explicable, de los Apóstoles el día de la última aparición, la de la despedida de su Señor y Amigo, entreverada de asombro admirativo y de nostálgica tristeza, y que tan bellamente supo cantar Fray Luis de León en su inmortal poesía:
«Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
en soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?»
Pero cabe también la de la expectativa esperanzada, la de la confianza y obediencia a las palabras del Maestro que les indica que regresen a Jerusalén para esperar en oración con María, la Madre de Jesús, que se cumplan sus promesas sobre el envío del Espíritu Santo. Es más es la única respuesta que se corresponde con lo que estaba aconteciendo y, sobre todo, con su reiterado mandato, proferido con la gravedad última y solemne del que vuelve al Padre, suyo y nuestro, su mandato de: «Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, el Hijo y al Espíritu Santo, enseñándolos a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (Mt. 28,19-20; cf. Hch. 1,6-8). «La misión» no podía proclamarse con mayor claridad, su justificación redentora tampoco; su significado salvífico para el destino de toda la humanidad no podía ser más evidente. Faltaba únicamente la efusión final y, por ello, inequívocamente explícita de Aquél en cuya fuerza y por cuyo amor era posible realizar «la misión» recibida del Resucitado, edificando la Comunión de la Iglesia y santificando el mundo: el Espíritu Santo. Por ello a la melancolía contenida y a la insegura timidez de los comienzos de la nueva comunidad apostólica de Jerusalén, guiada por Pedro y ubicada en la cercanía maternal de María, seguirá muy pronto, el día de Pentecostés, la gozosa fortaleza y el amor ardiente para ser testigos indoblegables del Evangelio.
Esa reacción, a la que bien podría calificarse de «apostólica», debe ser también la nuestra hoy, en la Fiesta de la Ascensión del Señor de 1998. El peligro de vivirla soslayando su honda e íntegra verdad teológica y sus consecuencias pastorales, o re-interpretándola a nuestro gusto, es grande y próximo. Cuesta hablar del «Cielo» y, más, como categoría imprescindible para formular la plena verdad sobre la real salvación del hombre y del que es su autor divino-humano, Jesucristo, el único y verdadero Salvador. Cuesta ante las apuestas constantes y tantas veces deslumbradoras de propuestas de vida individual y colectiva para obtener satisfacción y supuesta salud del hombre, tejidas con sólo y simples elementos de este mundo. La tentación resulta a veces formidable; pero más poderosa y convincente es la propuesta de vida, ofrecida en el Evangelio, y el don y la gracia que la sustenta, la del Espíritu Santo –la de «la Persona-Amor» en el Misterio del Dios Trino– el que procede del Padre y del Hijo: de Jesucristo, Resucitado y Ascendido al Padre, a cuya derecha está sentado, y que ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Nuestra Iglesia diocesana de Madrid viene viviendo esta Fiesta como un reto misionero por excelencia. Hace memoria agradecida de sus misioneros y misioneras presentes en todos los rincones del planeta, los recuerda en la oración ferviente y en la renovación del propósito de que sigan teniendo continuadores. Pidiéndole al Señor por intercesión de su Madre que crezca en nosotros el gozo y la entrega de la Misión en la comunión de la Iglesia Universal y para la evangelización de todos los pueblos,
Os saluda y bendice de corazón