Queridos hermanos y hermanas en el Señor :
Estamos celebrando el Jubileo de los dos mil años de la Encarnación del Hijo de Dios en la historia y en la vida de los hombres. El Papa Juan Pablo nos exhorta a vivir este Año Santo como un canto de alabanza único a la Santa Trinidad de Dios «de la que todo procede y a la que todo se dirige» (TMA,55). También el sacerdote encuentra en Ella la fuente de su identidad. En efecto, en virtud del sacramento del Orden «es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial, para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo» (PDV, 12).
En este horizonte de alabanza y de gracia se inscribe la celebración del «Día del Seminario» del año 2000, vinculada tradicionalmente a la solemnidad de San José. A su luz, somos todos invitados a dar las gracias a Dios por el don de los futuros sacerdotes –156 en este curso– que, en nuestro Seminario, disponen sus vidas para representar a Jesucristo en medio de sus hermanos mediante la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos de la nueva alianza, cuya fuente y cima es la Eucaristía.
Los cristianos sabemos que la acción de gracias plena y perfecta se realiza en la celebración eucarística. «En la Eucaristía somos asociados a la acción de gracias y a la alabanza de Jesucristo al Padre por todo lo que ha hecho en la creación del mundo y en la redención del hombre. (….) Asociados también a la obediencia de Jesús al Padre, estamos llamados a participar en el sacrificio y oblación sacerdotal de su vida» os recordaba en las «Propuestas pastorales para el año 2000» (cf. Prop. Past. 5). Vivir en la acción de gracias y en la obediencia de Jesús al Padre son pilares básicos de la existencia y oración de todo cristiano, que se nutre y fortalece en la Eucaristía. Sólo a su luz se comprende toda vocación cristiana. Especialmente la vocación sacerdotal, íntimamente vinculada al sacramento de la Cena del Señor. «Además, comulgar con el sacrificio eucarístico de Cristo, lleva consigo disponerse a ser enviado, compartiendo su misma misión…» (Prop. Past. 6). Así lo han entendido los jóvenes que en nuestro Seminario se preparan para ser sacerdotes de Jesucristo. Por ellos y con ellos, demos las gracias a Dios en la Eucaristía del «día del Seminario».
La invitación del Santo Padre a vivir el Año Jubilar como «año eucarístico» (cf. TMA, 55) nos urge de manera especial a acoger y reconocer la presencia viva del Señor en el sacramento del altar: «el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (ibid.). Este milagro del amor de Dios es posible gracias al ministerio de los sacerdotes, porque «sólo los presbíteros validamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre del Señor» (Catecismo, 1411). Así lo quiso el Señor y así mandó realizarlo a los Apóstoles y a sus sucesores hasta el fin de los tiempos: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19). En este imperativo de amor y de gracia, la Iglesia se asocia a su Señor en el memorial de su Pascua, configurándose como Cuerpo de Cristo, Templo donde se ofrece el verdadero culto al Padre, y signo eficaz de fraternidad universal. La Iglesia se recrea como Esposa, y alimenta a los hijos como Madre. Sin la Eucaristía no es posible la Iglesia. De ahí la importancia decisiva del sacerdocio para su ser y su misión.
El mandato del Señor «Haced esto en memoria mía» –lema del día del Seminario– postula necesariamente la promoción de las vocaciones sacerdotales, fiados en la promesa del Padre – Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3,15)– y perseverantes en la oración aprendida del Señor : «Rogad, por tanto, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). Pero, al mismo tiempo, nos recuerda la grave responsabilidad de colaborar con el designio providente de Dios, que sigue llamando al seguimiento apostólico de Cristo, y de contribuir a generar las condiciones de vida cristiana en donde se escuche y arraigue esta llamada, y pueda dar frutos abundantes de vida sacerdotal.
Como en la parábola de los obreros contratados para trabajar en la viña (cf. Mt 20, 1-15), el Señor llama a su seguimiento en las diferentes «horas» de la vida. La pluralidad de edades y biografías de nuestro Seminario es buena prueba de ello. Unos han sido convocados en la «hora undécima», en el ejercicio de su profesión y, a veces, con un atractivo proyecto de fundar una familia. La mayoría, en diferentes horas de la jornada, en la universidad o en la formación profesional, y como aquellos primeros discípulos, «al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mc 1,18). Un grupo significativo ha escuchado también la voz de Jesús «en la primera hora de la mañana», en su infancia o adolescencia, y acompañados por el Seminario Menor, han crecido y madurado en la vocación sacerdotal.
En algunos ambientes, una corriente de opinión, ciertamente equivocada, no ha valorado las vocaciones infantiles y juveniles con diversas razones supuestamente pedagógicas. Sin embargo, como demuestra la larga y fecunda experiencia de tantos sacerdotes, su vocación tuvo una primera manifestación en la niñez o en la adolescencia, que la Iglesia, a través de los Seminarios Menores se preocupó de cuidar, acompañar y discernir. El profeta Samuel era un niño cuando oyó la palabra de Dios que, mas adelante, le acreditaría como profeta en toda la tierra de Israel (cf. 1Sam 3,1-21). Y el Señor –enfadado por la intransigencia de los discípulos– se complacía en abrazar y bendecir a los niños, poniéndolos como ejemplo de cómo hemos de acoger el reino de Dios (cf. Lc 10, 13-16).
No debemos poner trabas a la gracia e iniciativa de Dios que llama cuando quiere y a quien quiere. Las palabras de Jesús, «dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis», pueden también entenderse como un imperativo para que los padres de familia, los sacerdotes, y los educadores cristianos, además de velar con esmero por su formación cristiana, valoren y cuiden los gérmenes de vocación que puedan manifestarse en los niños y adolescentes. En nuestro Seminario Menor encontrarán un ámbito valioso para acompañar, educar y discernir estas vocaciones. Su propuesta educativa quiere favorecer de manera gradual, «aquella formación humana, cultural y espiritual, que llevará al joven a iniciar el camino en el Seminario Mayor con una base adecuada y sólida» (PDV,63).
Renovados por la gracias jubilares, debemos emplear las mejores energías, con creatividad y audacia, en la promoción de nuevas vocaciones en todos los ámbitos de la vida diocesana. Y sintiéndonos agraciados por el don de los futuros sacerdotes que actualmente se preparan para servir a la Iglesia madrileña, os exhorto a orar incesantemente por ellos; a expresar el afecto a nuestro Seminario conociéndolo más de cerca. Sus puertas están abiertas a toda la comunidad cristiana. Y a colaborar generosamente con vuestro donativo, para que no le falten los medios necesarios para el logro de su delicada misión.
Encomendamos el Seminario y todas sus intenciones a la segura protección de nuestra Madre, la Virgen de la Almudena, reina de los apóstoles, mientras, en este Año Jubilar, suplicamos al Padre por Jesucristo, su Hijo, en el Espíritu Santo, que conceda a la Iglesia –que estrena esperanzada el tercer milenio de la era cristiana– abundancia de vocaciones cristianas, sacerdotales y religiosas.
Os bendice con todo afecto,