La transmisión de la fe: una urgencia inaplazable
Mis queridos hermanos y amigos:
Ayer en el marco del Jubileo de los Catequistas de la Archidiócesis de Madrid presentábamos con la máxima solemnidad, dentro de una emocionante celebración, el Plan Pastoral para el curso 2000/2001. Su objetivo y contenido central se enuncia en el título que encabeza nuestra Carta Pastoral, firmada en la pasada Fiesta de San Pedro y San Pablo, que lo expone y desarrolla, y reza así: «LA TRANSMISIÓN DE LA FE: ESTA ES NUESTRA FE, ESTA ES LA FE DE LA IGLESIA».
La transmisión de la Fe, lo que constituye la tarea básica y la primera razón pastoral de la misión de la Iglesia en cualquier tiempo y lugar, ha adquirido una urgencia inaplazable en los países europeos de milenaria historia cristiana. También en España y en Madrid. El fenómeno es conocido. Se constata una y otra vez tanto por la vía de los estudios sociológicos como incluso por los cauces internos de comunicación e información pastorales de la Iglesia. El Sínodo de Europa hace justamente un año ofrece una buena prueba de ello. No se transmite la fe a las nuevas generaciones. Y no se trata sólo de que no se acierte con las formas y procesos de su transmisión, sino de algo mucho más grave: que de hecho no se transmite la fe, pura y simplemente. Aún más, los mensajes más intensos y poderosos en su capacidad comunicativa, que recibe hoy la juventud del medio-ambiente cultural, educativo y recreativo que la envuelve en su vida privada y en la sociedad, son los de la increencia.
Decimos en nuestra Carta Pastoral que «muchos ya no niegan a Dios sino que lo consideran una mera proposición virtual. Otros no tienen inconveniente en afirmar un D i o s u n o p e r o n o ú n i c o: por lo tanto mera proyección del hombre» (Plan Pastoral para la Archidiócesis de Madrid, Curso 2000-2001, 11). Es decir, la increencia actual y su especial fuerza seductora estriba justamente en la aparente aceptación de una idea relativa de Dios con la que se disfrazan, sin embargo, meros «productos humanos» al servicio de ideales y objetivos más que problemáticos. Son los que se reflejan en los «nuevos ídolos» de la conquista del poder, del placer y del dinero. A la cultura dominante no le importa operar con un «dios secularizado», a la medida de sus conveniencias sociales, económicas y políticas. Y sucede, además, que no sólo se ha dejado de transmitir la fe a los niños y a los jóvenes, a nuestros hijos, sino que también a los propios creyentes les cuesta mantener la fidelidad de su fe y apreciar el valor inestimable que ella encierra para sus propias vidas. Juan Pablo II hablaba ya en su visita a España en el lejano e inolvidable viaje de 1982 de ateísmo práctico, de un estilo de vida como si Dios no existiese (cfr. Juan Pablo II en España. Texto íntegro de los discursos de Papa. CEE, Madrid 1983, 242).
Con la conciencia de esta problemática, vivísima ya como trasfondo del Plan Trienal de Pastoral 1996-1999, que ha culminado en la celebración del Año Jubilar, nuestra Archidiócesis de Madrid está llamada a dar ya y decididamente el paso de «una fe fortalecida» a «una fe transmitida» (cfr. Plan Pastoral 2000-2001, 5,15).
Nos lo reclama el Señor por la voz del Espíritu,que nos habla inequívocamente a través de «los signos de los tiempos», como nuestra primera y más grave responsabilidad en los albores del Tercer Milenio. Todos somos interpelados según nuestra vocación específica, ministerios y carismas: los pastores y los fieles; los consagrados y los laicos; las familias y los educadores… Nadie se puede sentir dispensado de un deber que nace de las exigencias más hondas de la caridad cristiana. «Caritas Christi urget nos»: el amor de Cristo nos debería quemar el alma. ¿Es que hay mayor prueba de amor a nuestros hermanos que mostrarles el camino del encuentro con la verdad y la vida de Dios, Creador y Redentor, que nos ha sido revelado en Jesucristo? ¿Es que hay mayor bien que el bien de la Fe, plenamente conocida, profesada y vivida?
Un doble criterio: de actitud eclesial, primero, y, luego, de acción pastoral ha de guiarnos en la transmisión de la Fe:
1. Transmitamos la fe que busca la adhesión plena a Jesucristo, como discípulos suyos, anunciándolo clara e inequívocamente. Las reacciones a la Declaración DOMINUS JESUS de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el seno de la Iglesia misma, tan lamentables a veces y, otras, tan positivas, avalan la importancia y urgencia pastoral de este primer criterio. No olvidemos el bellísimo texto de Pablo VI en la EVANGELII NUNTIANDI: «la Buena Noticia proclamada por el testimonio de vida deberá ser, tarde o temprano, proclamada por la Palabra de Vida; y no habrá verdadera transmisión de la fe mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino y el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (EN 22).
2. Transmitamos la fe como acto de la Tradición viva de la Iglesia, por la que recibimos la Palabra del Evangelio entregada y confiada a los Apóstoles para su proclamación y difusión hasta el final de los tiempos, bajo la guía de sus Sucesores unidos a su Cabeza, el Sucesor de Pedro. Todo acto ,,y cualquier pedagogía, de la transmisión de la fe que se sitúe fuera de la comunión jerárquica de la Iglesia perderá la conexión vital con la Revelación de Dios «conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras y comunicada constantemente, mediante una T r a d i c i ó n viva y activa, de generación en generación» (CthTra, 22), diluyéndose en una pura subjetividad humana. No transmitirá ya la Palabra de Dios, sino opiniones y las «no-verdades» de los hombres. Transmitir la fe dentro del proceso vivo de la tradición de la Iglesia incluye tanto el testimonio de la palabra, la doctrina de la fe, como el de la vida ,la existencia personal y comunitaria, configurada por la gracia del Evangelio.
Un compromiso apostólico de toda la comunidad diocesana con la transmisión de la fe constituiría el mejor fruto del Año Jubilar. Transmitir la fe es siempre un acontecimiento y don del Espíritu Santo, desde el día de su efusión a la Iglesia naciente en la Fiesta de Pentecostés, reunida con María, la Madre del Señor, en el Cenáculo de Jerusalén.
A Ella, Nuestra Señora, La Virgen de La Almudena, la que nos precede en la peregrinación de la fe, como Madre de Jesús y Madre nuestra, le confiamos nuestro corazón de hijos, para no desfallecer en el empeño renovado de ser fieles transmisores del Evangelio en esta hora tan crítica de la historia.
Con todo afecto y mi bendición,