Homilía para la celebración de la Eucaristía en Fátima

«Todo lo hago nuevo» (Ap 21,5a)

Fátima, 12 de Mayo de 2001; 22’30 horas

(He 14, 21b27; Ap 21, 1-4a; Jo 13, 31-33a.34-35)

El tiempo de Pascua es una gozosa invitación a contemplar la gloria de Dios en Cristo Resucitado: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él», dice Jesús en el evangelio. Cristo ha vencido sobre el pecado y la muerte y Dios lo ha exaltado sobre todo poder en el cielo y en la tierra. Con esta acción, Dios se glorifica a sí mismo, es decir, se revela como Aquél que tiene en sus manos las llaves de la vida y de la muerte y puede hacer todas las cosas nuevas. La Resurrección de Cristo ha sido entendida como la nueva creación en la que el pecado y la muerte han sido vencidos y Dios ofrece a los hombres la vida eterna. Contemplar a Cristo Resucitado es, por tanto, contemplar no sólo la gloria de Cristo, sino la gloria del hombre, redimido por Cristo y llamado a participar de su mismo destino glorioso. Os invito, hermanos, a mirar a Cristo, fijos los ojos en él, y a saciaros de su gloria que es la nuestra, de su triunfo y el nuestro, de su destino, que es nuestra meta.

1. La adoración de Dios.

La gloria de Cristo manifiesta su señorío sobre todas las cosas, su primacía en el orden de la creación y de la redención. Ante esta revelación de su gloria, sólo cabe una actitud, una postura del hombre entero: la adoración. «Sólo a Dios adorarás», reza el tema del Jubileo del año 2001 en este venerable Santuario de Nuestra Señora de Fátima. Adorar a Dios es la actitud básica del hombre religioso, la única postura del corazón, de la mente y del cuerpo que nos permite entrar en la presencia de Dios, como Moisés ante la zarza ardiente y como María Magdalena y los Apóstoles ante el Resucitado, repitiendo con Tomás: «Señor mío y Dios mío». Ante Cristo, en efecto, toda rodilla debe doblarse, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua debe confesar que es «Señor» gloria del Padre.

La Iglesia, que es la porción de la humanidad redimida por Cristo debe dar testimonio de adoración. Dicho con otras palabras: debe vivir en la santidad que ha recibido de Cristo Resucitado. Somos santos, hermanos, Cristo nos ha redimido y santificado. Y nos ha puesto en el mundo, como signo de su santidad, para que viendo nuestra vida, los hombres reconozcan a Dios y santifiquen su nombre. La santidad es el mejor reclamo para la fe, porque la santidad es el signo y reflejo del ser de Dios en la vida de los hombres. El sentido fundamental de la santidad, nos ha recordado recientemente Juan Pablo II, es el de «pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’(cf. Is 6,3)». Quien vive consciente de esta pertenencia, adora a Dios con todo su ser, vive inmerso en su gloria transcendente, y se convierte en un signo radiante de su existencia.

¡Qué importante es vivir, queridos hermanos, en esta permanente adoración de Dios! Nuestro mundo necesita adoradores de Dios en espíritu y verdad. Alejándose progresivamente de Dios, el mundo de hoy avanza irremediablemente hacia la muerte y la destrucción de lo más grande que el hombre posee: la imagen y semejanza de Dios, la gloria de la criatura, que es precisamente, la de ser el reflejo del Creador. El hombre que no conoce a Dios o, conociéndole, se aparta de él, vive inmerso en tinieblas y sombras de muerte y se queda atrapado, esclavizado por las fuerzas del mal, en el «primer mundo» que está llamado a pasar gracias al triunfo de Cristo. Ese primer mundo es el lugar de la muerte, del luto, del llanto y del dolor, descrito en el libro del Apocalipsis que hemos leído. Para escapar de ese mundo caduco, Dios ha querido hacernos su pueblo y ser Él nuestro Dios, nos ha introducido en su morada, que es la Iglesia, anticipo de la Jerusalén celeste, donde Él ha acampado en medio de nosotros.

2. Perseverar en la fe

La vocación del cristiano, y de la Iglesia entera, consiste, por tanto, en ser de Dios y en vivir para Dios en todo lo que hacemos. La vida del cristiano debe reflejar el ser de Dios tal y como aconteció en la vida de su Hijo Jesucristo. A esto nos invita hoy el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando nos dice que Pablo y Bernabé animaban a los discípulos «exhortándolos a perseverar en la fe diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios». En momentos de crisis, el cristiano sufre la tentación del desaliento, de la infidelidad, e incluso de la apostasía. Jesús mismo nos ha advertido de estos riesgos, animándonos a la perseverancia como camino de salvación. La salvación, iniciada ya por Cristo, espera su consumación última, final. Estamos salvados, dice san Pablo, en esperanza. De ahí la necesidad de perseverar en la fe, con fortaleza y confianza en el poder de Dios.

Sabemos también que el Reino de los cielos sufre violencia en aquellos que son llamados a entrar en él. Cristo mismo, «iniciador y consumador de nuestra fe», tuvo que padecer para entrar en la gloria, y los santos siguieron sus pasos. ¿Cómo no recordar aquí, el elogio que Juan Pablo II dedicó hace exactamente un año a los pastorcitos beatos Francisco y Jacinta, que aceptaron renunciar a sí mismos y «ofrecerse como víctimas de reparación» por los pecados de los hombres. Tanto Francisco como Jacinta, «sumergidos en Dios» entendieron que el camino de la oración y de la penitencia constituía el único modo de consolar a Jesús por los pecados de los hombres y de salvaros de la perdición eterna. Para ellos, entrar en el Reino de los cielos exigía la oración y la penitencia. Comprendieron que, para perseverar en la fe, los hombres necesitan caminar por la senda estrecha que conduce a la vida y que, según la enseñanza del Señor, exige la renuncia a sí mismos, cargar con la cruz y seguir al Maestro.

El mensaje de Fátima, dice el Papa Juan Pablo II, es «una llamada a la conversión, alertando a la humanidad para que no siga el juego del ‘dragón’ que, con su ‘cola’ arrastró un tercio de las estrellas del cielo y las aprecipitó sobre la tierra (cf. Ap 12,4). La meta última del hombre es el cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, con su amor misericordioso espera a todos». Al inicio del nuevo milenio, la Iglesia nos invita a la conversión del mismo modo que los apóstoles de la primera hora del cristianismo invitaban a la oración y al ayuno como hemos escuchado en la primera lectura. Sólo así se abrirá «la puerta de la fe» a los gentiles y paganos de hoy que no han acogido el evangelio. El poder de la oración y del ayuno es muy grande y hace que Dios se haga propicio a las súplicas de su Iglesia. Orar y ayunar es una forma de reconocer la soberanía de Dios y de adorarle con todo nuestro ser. Es, también, un modo de reparar los pecados de los hombres que se olvidan de Dios y se dan culto a sí mismos. La oración y el ayuno preparan, además, el camino del evangelio no sólo purificando el corazón y los labios de quienes lo predican sino venciendo las resistencias que le impiden abrirse paso en la vida de los hombres. La oración y el ayuno nos recuerdan, sobre todo, que el mundo presente está llamado a la renovación total, a la liberación de la esclavitud del pecado que sufre por la caída de Adán. Este mundo dará paso al cielo nuevo y tierra nueva que el vidente del Apocalipsis contempla como fruto definitivo de la salvación de Dios. Orar y ayunar nos disponen a esperar ese mundo y a recibirlo ya en nuestro corazón mediante la fe en Cristo Jesús.

4. María, morada de Dios entre los hombres.

En ese mundo nuevo cuya consumación esperamos, María es la garantía más cercana que Dios ha querido concedernos. A ella podemos aplicar el hermoso texto del Apocalipsis que presenta a la Jerusalén celeste descendiendo del cielo, «arreglada como una novia que se adorna para su esposo». Estas palabras se aplican a la nueva humanidad, redimida por la sangre de Cristo, que, en la etapa final de la historia, aparecerá con todo la gloria de la esposa, unida al Dios único y verdadero. Esa humanidad redimida será la morada definitiva de Dios, el Pueblo de su posesión.

Por la encarnación del Verbo en las entrañas purísimas de María, ella es la morada de Dios que anticipa el misterio de la Iglesia peregrinante y celeste. María es el gran don de Dios a la Humanidad, pues en ella el Verbo puso su morada en medio de los hombres. En María, todo es nuevo. Por los méritos de Cristo, María no ha conocido el pecado, es la tierra virgen y fecunda en la que una nueva descendencia, que viene de Dios, echa sus raíces para alcanzar a toda la creación y redimirla del pecado y de la muerte. Por eso María es la Inmaculada y la Asunta al cielo en cuerpo y alma, la nueva Eva y la Iglesia que anticipa la consumación celeste. Pertenece a este mundo primero necesitado de redención y es el signo inequívoco y ya realizado del cielo nuevo y tierra nueva que se consumará con la venida gloriosa de Cristo.

Miremos, pues, a María, la que se nos ha aparecido en Fátima, y contemplaremos en ella la gloria de Cristo resucitado, la gloria misma de Dios en su criatura. En ella todo lo viejo ha pasado, no posee sombra de pecado ni de muerte. Es el icono perfecto de la Iglesia que anhela su consumación. De ahí que en ella podemos aprender la adoración de Dios. Desde la Anunciación hasta la Asunción, María es la sierva de Dios que no ha dejado de cumplir su voluntad y adorar sus planes. Ella es la morada de Dios donde ya no hay muerte ni luto, ni llanto ni dolor, porque en ella todo es nuevo.

No se equivoca, pues, el pueblo cristiano cuando viene a ella, aquí, a este lugar bendito por sus plantas, a enjugar sus lágrimas, a paliar su dolor, a vestirse con sus galas de triunfo y a socorrerse ante la muerte. Acudid a María y hallaréis el anticipo del cielo; buscadla en vuestras tribulaciones y os otorgará la paz de Cristo; invocadla, que apresurará su auxilio. Amadla como Madre y viviréis siempre como hijos de Dios, hermanos de Cristo y miembros de la Iglesia. Junto a ella, viviréis en este mundo como adoradores de Dios que tienen en su Madre la garantía de la gloria.

Amén.

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