«Ahí tienes a tu Madre»(Jn 19,27)
Fátima, 13 de Mayo de 2001; 13’00 horas
(Gen 3, 9-15.20; Ap 21, 1-4a; Jo 19, 25-27)
Nos congregamos hoy, queridos hermanos, junto al altar del Señor para celebrar con gozo la fiesta de Nuestra Señora de Fátima, Madre de Cristo y Madre nuestra. Con la confianza de hijos ponemos ante ella todas nuestras necesidades y, de modo especial, las de nuestros hermanos enfermos que vienen aquí con la certeza de ser siempre escuchados por la que es invocada como «salud de los enfermos» y «consuelo de los afligidos». Que ella os bendiga, hijos predilectos de Dios, y os proteja de toda turbación en el cuerpo y en el espíritu. Que ella alcance para vosotros la salud y, en la enfermedad, os haga sentir siempre la presencia confortadora de su Hijo crucificado.
1. El drama de la salvación
La liturgia de hoy nos habla de dos madres: Eva, la Madre de los vivientes, y María, la Madre de Cristo y de los cristianos. Ambas se encuentran junto a un árbol: el árbol de la vida y el árbol de la cruz. Paradójicamente, de Eva hemos heredado la muerte pues, por su desobediencia, la vida se trocó en muerte. Junto al árbol de la cruz, lugar de la muerte de Cristo, María se convierte en la Madre de todos los que reciben de Cristo la salvación y la vida eterna.
Os invito, hermanos, a contemplar el drama de la salvación que aparece en estas escenas con el fin de entender el don que Dios que nos ha hecho en la Virgen María. El hombre, en efecto, vive en una dramática lucha entre la vida y la muerte. Dios creó al hombre para la vida, no para la muerte. Lo creó a su imagen y semejanza y le comunicó su vida inmortal. Por envidia del diablo, y por arte de la mentira, el hombre se dejó engañar y perdió no sólo la amistad de Dios sino los dones que había recibido. La vida quedó truncada y el destino del hombre, glorioso en su origen, quedó reducido al polvo y a la muerte. La maternidad de Eva se convirtió en una maternidad para la muerte, porque el hombre fue condenado a morir.
Una promesa se anuncia, sin embargo, en este drama. Una mujer y su descendencia aparecen, en el claroscuro de la profecía, como la buena noticia, el primer evangelio de la salvación. Ella herirá en la cabeza a la serpiente quedando aniquilado su poder. En los planes de Dios, la muerte no tiene cabida. Al pie de la cruz, verdadero árbol de la vida, María es confirmada en su vocación de madre de todos los hombres que viven de la redención de Cristo. En las bodas de Caná, María aparece ya junto a Cristo solicitando el vino de la salvación. La hora que quiso apresurar suena ahora, en el Calvario, de modo definitivo. Es la hora de la salvación en la que Cristo abrirá su costado para que los hombres beban el buen vino de la cruz. En esa hora, María es entregada a Juan como Madre y, en él, a todos los hombres. María, que hasta entonces, había reducido su maternidad a Cristo, recibe ahora el don de una maternidad nueva, la de todos aquellos que, en la cruz, son salvados por Cristo. Al redimirnos del pecado y de la muerte, Cristo nos hace suyos, nos llama sin avergonzarse hermanos, y, consiguientemente, nos entrega a su Madre como nuestra. Una nueva humanidad nace con una madre nueva: «Mujer, ahí tienes a tu hijo…ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa».
2. «La recibió en su casa».
¿Qué significa recibir en casa a María? Significa, en primer lugar, que María forma parte del depósito de la fe que Juan, símbolo de la comunidad apostólica, recibe entre sus bienes espirituales. María pertenece a la fe de la Iglesia. El misterio de Cristo es inseparable del misterio de su madre que es la puerta por la que el Verbo de Dios ha entrado en la vida de los hombres. Ella es la Mujer anunciada en el libro del Génesis, cuya descendencia aplastaría la cabeza de la serpiente. Por eso, al pie de la cruz, María aparece unida a Cristo, como nueva Eva que, en contraste con la primera, no se deja engañar por el mal y es bendecida por ello con el don de una maternidad nueva. Ella es la Madre de todos los redimidos por Cristo, la Madre de la Iglesia que tiene la misión de luchar contra el mal y vencerlo con el poder de Cristo.
La devoción a María debe fraguar en una auténtica lucha contra el pecado en todas sus formas. La Iglesia, y cada cristiano, está comprometido en la lucha contra el mal, que es el mayor obstáculo para que el Reino de Dios se instaure en el corazón del mundo. Nosotros somos la descendencia de Cristo, que ha recibido el poder de Dios para sofocar la fuerza del pecado y hacer de la humanidad un pueblo santo, bien dispuesto para rendir a Dios un culto verdadero. La lucha contra el pecado es la principal tarea de Cristo y de la Iglesia que exige de nosotros el deseo ardiente de la santidad, como nos ha recordado el Papa al comienzo de este nuevo milenio. «Si el bautismo -ha dicho- es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial».
La lucha contra el pecado no termina en nosotros. Los pecados de los hombres afectan al Cuerpo total de la Iglesia y a la Humanidad. Por ello, hemos de trabajar para que el hombre nos se aparte de Dios y, si lo hiciere, retorne a Él como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Recordemos que en este lugar, la Santísima Virgen transmitió a los beatos pastorcitos Francisco y Jacinta un deseo profundo de reparar los pecados de los hombres mediante la oración y el sacrificio. Al pie de la cruz, donde el Señor redime los pecados de los hombres, María se convierte en la Madre que vela por la santidad de sus hijos y que los preserva con su protección de las fuerzas del mal. «Con su solicitud materna, dice Juan Pablo II, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que ‘no ofendieran a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido’. Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de los hombres».
Recibir en casa a María significa, en segundo lugar, acoger a quien es el modelo de vida de todo cristiano, porque es el tipo perfecto y la figura acabada de la Iglesia. Ella, como Madre y Maestra, tiene la misión de educarnos en la fidelidad a Cristo y en la fortaleza en la lucha contra el mal. Fidelidad y fortaleza son dos virtudes necesarias en un mundo que, ante las seducciones del mal, niega la verdad y sucumbe ante la debilidad de la carne. María, al pie de la cruz, es la Virgen fiel que se afirma en la Verdad de Cristo y supera el «escándalo» de la cruz. Ella sabe que la cruz es fuerza y sabiduría de Dios, aunque el mundo la considere necedad y locura. María es también la Virgen fuerte que resiste frente al mal conformada con los mismos sentimientos de su Hijo, el fuerte por excelencia. En la lucha dramática de la cruz, María no huye ni titubea, sino que se mantiene unida a Cristo como la Virgen traspasada por la espada de dolor, según le fue profetizado por el anciano Simeón. En esta Virgen fiel y llena de fortaleza los hijos de Dios aprendemos la actitud martirial que define la vida cristiana en un mundo que rechaza a Cristo y al evangelio y exalta una forma de vida opuesta a la verdad del hombre según el plan del Dios Creador. Permanecer al pie de la cruz, como hizo María, significa confesar esa verdad que salva y proclamarla a todos los hombres dispuestos a dar la vida por ella. Es la verdad sobre el hombre y su dignidad inviolable; la verdad sobre la vida y su carácter sagrado desde la concepción hasta la muerte natural; la verdad sobre el amor entre el hombre y la mujer elevado a categoría de sacramento, fundamento único de la familia; la verdad sobre el trabajo humano que dignifica al hombre como colaborador de Dios en la obra de la creación. Se trata de la verdad del hombre que ha sido amado por Cristo y redimido por Él con el precio de su sangre.
¡Recibamos, pues, a María en nuestra casa, que es la Iglesia! ¡Vivamos sus mismas actitudes para ser la Iglesia que se adentra en el nuevo milenio con la confianza puesta en el mandato de Cristo: Duc in altum. Ella, «aurora luminosa y guía segura de nuestro camino», nos mantendrá siempre fieles a Cristo y nos enseñará a responder a los retos de nuestro tiempo con las virtudes que la distinguen como discípula de Cristo y mujer creyente. La evangelización reclama de todos nosotros su misma obediencia a la Palabra de Dios, su acogida humilde y fiel de la voluntad divina y, por encima de todo, la experiencia de la gracia que nos permite ser testigos de la santidad de Dios y templos de su gloria. Con María, podremos entonces cantar las misericordias de Dios en favor de todos los pueblos haciendo realidad la máxima de San Agustín: Canta y camina. Esa es la vocación del hombre que aprendemos de María: cantar las maravillas de Dios y caminar junto a Cristo proclamando el evangelio de la salvación.
3. Al pie de la cruz
No quiero terminar esta contemplación de la Virgen, unida al misterio de Cristo, sin dirigirme expresamente a todos los que con ella experimentáis el misterio de la cruz en vuestra propia vida. Sois muchos los que acudís aquí, a Fátima, para pedir al Señor la salud física y el remedio de vuestros sufrimientos y dolores. Sois los miembros dolientes de Cristo que nos recordáis a toda la Iglesia la pasión del Señor y la comunión en sus padecimientos. También vosotros estáis al pie de la cruz compartiendo con Cristo el misterio humano del sufrimiento. De manera especial, mirándoos desde lo alto de la cruz, el Señor dice a su Madre: «Ahí tienes a tu hijo»; y a vosotros: «Ahí tienes a tu madre». En los planes misteriosos de Dios, vuestro sufrimiento, unido al de Cristo, tiene un valor incalculable. Comentando lo que padeció la beata Jacinta, el Papa Juan Pablo II decía el día de su beatificación: «Jacinta bien podía exclamar con san Pablo: ‘Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia’ (Col 1,24)». La primera en unirse al dolor de Cristo fue María que, al pie de la cruz, ofrece al Padre el sacrificio de su propio Hijo en un acto de obediencia perfecta a la voluntad divina. ¡Recibid a María en vuestro dolor y sufrimiento! Pedid aquello que necesitáis con toda sencillez y confianza, pues, si es la voluntad de Dios, lo recibiréis. Pero, sobre todo, acoged los planes de Dios en vuestra propia vida, como hizo la Virgen, con la firme convicción de que Dios también os ama cuando os conforma con su Hijo crucificado para que, por Él, con Él y en Él, podáis ofreceros por la salvación del mundo.
¡Mirad entonces a María! ¡Imitad su confianza y fortaleza al pie de la cruz! ¡Confiaos a su maternal solicitud! Crecerá en vosotros la fe, se fortalecerá la esperanza y la caridad superará toda prueba y turbación. Uníos, sobre todo, al sacrificio eucarístico que actualiza en cada momento de la historia la oblación de Cristo en la cruz. Esa es nuestra fuerza, nuestro consuelo y la certeza de que Cristo ha asumido para siempre los dolores y sufrimientos de los hombres para convertirlos en fuente de fecundidad y de vida. Que María, la Madre del Señor nos confirme en esta fe y nos acoja en su seno de Madre.
Amén.