Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Con nuestra alma aún conmovida y anonadada por las imágenes dantescas de la inmensa masacre humana, producto de las fuerzas desatadas del mal y del pecado, que ayer sufrió el pueblo americano y la humanidad entera, nos reunimos hoy la comunidad cristiana de Madrid amparados en el poder de Jesucristo, el único capaz de destruir el pecado y la muerte.Desde la comunión que Cristo ha creado, con su entrega a la muerte por todos los hombres, hacemos nuestro todo el sufrimiento de la nación de los EE UU, y lo presentamos a Cristo como quien deja en sus manos la necesidad más radical del corazón humano -ser liberado de la muerte- para que sea transformada por El en esperanza contra toda desesperanza, en fortaleza ante la extrema debilidad, y en vida ante la absurda aniquilación y la muerte.
1. Jesús «gustó la muerte por todos»
La Palabra de Dios, proclamada en esta liturgia, no escamotea la trágica experiencia? que, en la tragedia de ayer, alcanza cotas inexpresables e inconcebibles. Como ha dicho el Santo Padre en su condolencia al Presidente Bush, nos hallamos ante un «indecible horror». Las lamentaciones del profeta son hoy las nuestras, las de todo hombre de bien que siente agotadas sus fuerzas e incluso la «esperanza en el Señor». SI, hermanos, la muerte, cuando viene revestida del odio asesino y la locura, amenaza con quitamos la esperanza en el Señor. Terrible amenaza que el profeta describe así: «fíjate en mi aflicción y amargura, en la hiel que me envenena, no hago más que pensar en ello y estoy abatido».
La página del evangelio tampoco escamotea el impacto de la muerte de Cristo en su propio ánimo, y revela hasta qué punto el Hijo de Dios ha querido hacerse hombre y participar de nuestra más radical pobreza, que es el hecho de morir. En el grito de Cristo en la cruz, «Dios mío;, Dios mío. ¿ por qué me has abandonado?» queda recogida hoy toda la impotencia y soledad de quienes han sido arrancados de este mundo -Y de quienes los lloran con la esperanza puesta solamente en Dios. Muriendo así en la cruz, Cristo asume todas las muertes, sufrimientos y dolores de la humanidad; los hace suyos y los incorpora a su propia pasión, Es el máximo grado de la compasión divina que se acerca al hombre por el camino que ningún hombre quiere tramitar. Dios sí. transita el camino de la muerte, se introduce en ella con nuestra propia carne, bebe el cáliz de la pasión con la profunda y consoladora convicción de que lo hace «por todos los hombres». En ese instante la muerte ha sido ya herida de muerte.
2. El triunfo de la mañana de Pascua
Como un barrunto de lo que Cristo alcanzaría para la humanidad el texto de las Lamentaciones que hemos proclamado, sin escamotear la tragedia del morir, anuncia va que la compasión y la fidelidad del Señor no tienen límite., cada mañana so renuevan, Por muy grande que sea el dolor, la, tragedia y el sin sentido de la muerte, aunque nos deje enmudecidos y sin palabras esperamos en silencio la salvación del Señor. Hoy de modo especial, el silencio es nuestro aliado y compañero de la esperanza, que se basa en el hecho cierto de la resurrección de Cristo. Cuando el profeta confiesa que cada mañana se renueva la fidelidad de Dios para con el hombre, no podía imaginar que habría una mañana única, indescriptible, radiante de esperanza, la del primer día de la semana, cuando, muy temprano, en el sepulcro vacío de Cristo resonó firmemente la única palabra que nos saca del silencio estremecedor de la muerte: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado». Esta es la palabra que hoy, cargados de dolor, pronunciamos en la fe y en la comunión de la Iglesia. Si la muerte de Cristo asumió todas las muertes de la humanidad; su resurrección inicia y anticipa la resurrección de todos los muertos. En Cristo-Jesús, la resurrección- de los muertos es una realidad que ya ha comenzado, porque Dios no es de la muerte sino Señor y restaurador de la vida.
3. El valor sagrado de la vida
Nuestra confesión en Cristo muerto y resucitado por los hombres nos obliga a reconocer que si fue conveniente que muriera uno por toda la humanidad, se ha pagado ya el precio por la vida del hombre apartado de Dios por el pecado. El hombre, la vida humana tiene valor sagrado. En razón de su origen y dignidad -somos imagen y semejanza de Dios y en razón de su rescate, que es la sangre del mismo Cristo. Todo atentado contra la vida humana es un ataque directo al señorío de Dios sobre la humanidad, Padre de todos los hombres, y es, por ello, un crimen fratricida. La sangre inocente derramada por los caínes de hoy grita justicia ante Dios y deja a quienes la derraman marcados con el signo de la ignominia de la culpa y de la gravísima amenaza de condenación eterna. «Es terrible, dice la Escritura, caer en las manos del Dios vivo». ¿Cómo no invocar aquí también, en esta liturgia, la conversión de los terroristas, de sus inductores, de quienes los amparan y legitiman y de quienes, con la razón enloquecida, justifican las trampas de la muerte? ¿Cómo no orar intensamente, con la fuerza intercesora de la comunión de los santos, para que el Señor cambie su corazón y lo devuelva a la verdad y a la vida? Y, ¿cómo no pedir a toda 1a sociedad que ve con estupor que bastan -unos momentos- para ser reducida a escombros. la fuerza necesaria para combatir todo germen de violencia y de terror y de, trabajar infatigablemente por la paz.
4. Es urgente convertirse a Dios
Es preciso, para ello, volver a Dios. La paz es fruto de la justicia, pero ello equivale a decir que es fruto de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, estrechamente unidas. Es preciso reconocer lo que en tantas ocasiones ha dicho el Santo Padre: que una sociedad que se construye sin Dios, se construye contra el hombre; que Dios y la paz van juntas. Es urgente cambiar nuestra mentalidad orgullosa y prepotente, babélica, que confía en el hombre corno sí de él pudiera venir la plenitud de la salvación, por aquella que nace de la verdad de Dios y de nuestra condición humana referida a él. Una visión profética de la historia, ante los actuales acontecimientos, debe llevarnos no sólo a tomar medidas y decisiones de orden económico, social y político para evitar tragedias de esta índole y asegurar en los límites de nuestra contingencia, el orden internacional, que son imprescindibles -y ur entes, sino también a escuchar la voz de Dios. Dios nos habla en la historia; Dios nos interpela en los acontecimientos; Dios nos llama a la conversión radical de nuestro ser. El hombro no puede escamotear las preguntas últimas y definitivas de su condición de criatura llamada a ser responsable de su propia vida y de, la de sus hermanos como de un don recibido del Creador, un don sagrado, que exige no sólo ser respetado con el más exquisito de los derechos, sino también ser cultivado con la ayuda de, la ley divina. Dios ha escrito en lo más íntimo del corazón. Sólo así, reconociendo a Dios Creador y Padre, podrá el hombre realizar su vocación en este mundo como artífice de un orden que no queda al arbitrio de sus oscuras y siniestras pasiones, Sólo así, en el día del juicio, evitará la sentencia definitiva, consuelo. Os invito a convertirlas en oración que, unida al sacrificio fecundo de Cristo, llegue ante Dios como la ofrenda fraterna de esta Iglesia de Madrid al pueblo o norteamericano – Es bueno esperar en silencio la salvación de Dios», nos ha dicho el libro de las Lamentaciones. Esperemos así, unidos al silencio último, y final de Cristo en la cruz, roto en la mañana de Pascua por el anuncio de la resurrección. Que Dios acoja en su paz a quienes han muerto, acreciente las fuerzas de los que sufren esta terrible prueba, alivie su aflicción y transforme su amargura en esperanza. Que nuestra oración encuentre la aplicación inmediata de ofrecer toda nuestra disponibilidad para el socorro Y ayuda de todo orden que necesitasen y quieran sugerimos las personas e instituciones respons les de la Iglesia y de la sociedad en los Estados Unidos Y en España. Pidamos, en definitiva, que el hombre descubra, aún en las noches oscuras de la vida, que Dios renueva cada mañana su compasión y su fidelidad. Una fidelidad y compasión que tienen en la presencia de María al pie de la cruz el rostro siempre reconfortante de la madre que permanece también hoy al pie de la cruz de cuantos sufren la muerte de sus seres queridos.
Amén.