Homilía en la Vigilia de la Inmaculada

Mis queridos hermanos y amigos:

«María, aurora de la salvación»

«El ángel, entrando a su presencia, dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

El saludo del Ángel Gabriel a María la doncella de Nazareth, desposada con José, sacaba a la luz plena de la revelación y de la fe lo que Dios había hecho con la que iba a destinar a ser Madre virginal de su Hijo: llenarla de gracia desde el momento de su Concepción, que la Iglesia a lo largo de un creciente reconocimiento espiritual y teológico del riquísimo contenido de la Palabra revelada, calificaría como Inmaculada. Con la Concepción Inmaculada de María, preservada de todo pecado, daba comienzo el capítulo culminante de la historia de la salvación: el de la Encarnación del Hijo Unigénito de Dios y de su Oblación al Padre en la Cruz, pasando por la muerte y la sepultura a la Gloria de la Resurrección, por nuestra redención. En el momento de esa concepción purísima, sin mancha de pecado, estaba teniendo lugar un acontecimiento absolutamente singular en la historia del hombre: el ser humano en la persona de esa mujer, elegida entre los sencillos de Israel, adquiría de nuevo toda su plena realidad de imagen de Dios, llamada a la filiación divina. En María, «la aurora de la salvación», empezaban ya a florecer, por la previsión de la obra redentora de su Hijo, los más espléndidos frutos de santidad y de vida nueva, como hija predilecta del Padre y como Esposa del Espíritu Santo. Desde ese instante se iniciaba el proceso, que llega hasta hoy y no se interrumpirá hasta el fin de los días, del restablecimiento superabundante de lo que el hombre había sido desde el principio: el ser personal creado por una intervención directísima de Dios —no parangonable a ninguna otra de su Creación— como imagen suya destinada a la alabanza de su Gloria. Lo que había quedado grabado en la naturaleza humana, imagen y semejanza de su Creador, podría de nuevo a partir de ahora ser reconocido en toda su verdad y realizado hasta unos límites de amor y vida divinas, ni merecidos, ni accesibles a las solas potencialidades del hombre.

Verdaderamente en esa hora histórica —verdadera plenitud de los tiempos—, cuando María es concebida sin mancha original, se iniciaba ese esclarecimiento del misterio del hombre a través del Misterio de Cristo que tan bellamente explica el Concilio Vaticano II: «Realmente el misterio del hombre —dice el Concilio— sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (LG 22). De ahí que El, como recuerda Juan Pablo II tan expresivamente en la «Novo Millennio Ineunte», se nos muestre como «el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última» (Cf. NMI, 5).

La actualidad de la Fiesta de la Inmaculada Concepción en «el 2001»

Queridos hermanos: nos preparamos con esta solemnísima Vigilia para la celebración de la Fiesta de la Inmaculada Concepción en un año cuya actualidad más viva nos trae al primerísimo plano de nuestras preocupaciones al hombre, acechado por peligros que afectan a aspectos esenciales de su dignidad constitutiva y que comprometen las posibilidades sociales del desarrollo pleno e íntegramente humano de su personalidad, en una palabra: su destino, su salvación. Esta actualidad, tan problemática e inquietante, se refiere a la Comunidad de Madrid, a España y a la situación de la paz mundial.

En la Comunidad de Madrid está a punto de aprobarse una Ley de reconocimiento jurídico de las llamadas «parejas de hecho». Es verdad que en ella se ha tratado de evitar su total asimilación al matrimonio del que surge y brota la familia en el sentido propio e intransferible de la expresión. Se evita, por ejemplo, otorgar a estas uniones el derecho a la adopción de hijos. Pero también es verdad que con la institucionalización de ese tipo de uniones se las coloca ante la opinión pública y la conciencia popular, quiérase o no, en un plano de equiparación jurídica y social con lo que es el ámbito primero e insustituible del nacimiento y desarrollo de la persona humana, de la unión fiel del hombre y de la mujer, de cuya entraña nacen los hijos, necesitados desde la misma raíz de lo que son —personas, hijos de Dios— del amor del padre y de la madre y de la normal experiencia de la fraternidad de los hermanos. La injusticia que se produce con tal regulación legal, por la fuerza de la naturaleza misma de las cosas, es patente y de enormes consecuencias para el futuro de la sociedad. La familia, que constituye su célula básica, anterior al Estado, se ve efectivamente minusvalorada y mal-tratada.

Para un cristiano que no haya perdido la más elemental sensibilidad respecto a lo que exige la Ley de Dios, iluminada por el Evangelio, no puede caber ninguna duda sobre la no aceptabilidad de una tal propuesta jurídica; y, tampoco, para el que ve con la sencilla y diáfana mirada de la razón y de la experiencia rectas el valor primordial de la familia, fundada en el matrimonio, en orden al bien integral de la persona y al justo y sano desarrollo de una sociedad solidaria y humana. Llama poderosamente la atención y escandaliza que en un contexto laboral, económico y social tan difícil y tan cuesta arriba para los jóvenes matrimonios y la familia como es el presente, se promueva precisamente un proyecto legal que la deteriora gravemente en una dimensión tan delicada como es la de su imagen y valoración moral; en vez de propiciar una decidida acción política de protección y promoción familiar, socio-económica, cultural y educativa, tan urgente si se quiere detener el proceso de la dramática crisis demográfica y existencial que nos envuelve. Máxime cuando los problemas de las personas destinatarias de esa ley pueden y deben encontrar su solución en los lugares y materias del ordenamiento jurídico común que las regula, y sin discriminación para nadie.

También preocupa extraordinariamente el debate que se ha planteado en los ámbitos más diversos de la opinión pública española en torno a la licitud y valoración ética y de la clonación de seres humanos, al parecer practicada con éxito técnico en los Estados Unidos de América. Era algo previsible desde el momento en que por supuestos postulados del progreso científico y médico se comenzaron a aplicar métodos de investigación al genoma humano que implicaban la manipulación destructora del embrión, es decir, del ser humano en su primera fase de vida, y que presuponían la sustitución de la acción precreadora de los padres, la única adecuada, justa y digna respecto al valor inviolable de la persona humana, por la de la reproducción artificial o de «la fabricación» del hombre —como algunos autores la vienen calificando—.

Con la clonación se da un paso más, extraordinariamente radical, en ese proceso de manipulación genética que prevé e incluye la eliminación sistemática de seres humanos, los más inermes e inocentes —los embriones sobrantes y los manipulados—, y que se arroga la predeterminación del destino y de la personalidad del niño. Los fines científicos y terapéuticos con los que se presentan y tratan de justificar estos programas de tecnología genética no pueden engañarnos sobre la pura y dura violación de la ley moral más fundamental, que en ellos se encierra: de la ley primera del respeto a la vida y a la dignidad del hombre, no susceptible de ser condicionada por la obtención de ningún fin por muy laudable que parezca. El embrión no es «un algo», sino «un alguien» —en feliz expresión de uno de los más ilustres pensadores contemporáneos—; no es «una cosa» sino «un ser personal»; no es «un medio», sino un «fin» en sí mismo; desde la perspectiva de la Ley de Dios, «un prójimo» a quien hay que amar como a uno mismo; y, desde la perspectiva completa del Evangelio, alguien merecedor del amor con que Jesucristo nos ha amado.

Naturalmente sigue vivísima la preocupación por el problema del terrorismo de Eta. Sus jóvenes y fanáticos protagonistas, que han segado vidas humanas con escalofriante y renovada crueldad las últimas semanas, siguen contando con inductores y encubridores que les amparan y justifican con razones que van directamente en contra del hombre y del mandamiento de Dios. Sin escrúpulo alguno. Continúa siendo prioritario para su superación definitiva junto al empeño perseverante de la sociedad y de la comunidad politica, la acción educativa y la labor espiritual y pastoral de la Iglesia y de los cristianos.

Y, finalmente, no podemos pasar de largo ante las consecuencias tan dolorosas para la población civil de la guerra de Afganistan y, sobre todo, ante el problema del terrorismo internacional y del clima de extrema violencia que se ha desatado en Tierra Santa. Los continuos y cada vez más salvajes atentados terroristas palestinos, sin posible justificación alguna delante de Dios, y el tipo de represalias israelíes, tan en la línea de la ley del talión —»ojo por rojo y diente por diente»— en la que se ven involucrados también tantos inocentes, de estilo, modos y proporciones injustificables, obstaculizan gravísimamente el camino de la paz en Oriente Medio con riesgos evidentes para la paz del mundo. En sintonía profunda con el Santo Padre y con todos los episcopados del mundo hemos de pedir al Señor que entre los dirigentes y responsables de esos pueblos y entre sus ciudadanos vuelvan a darse gestos de reconciliación, que sepan apreciar junto a las exigencias de la justicia el valor indispensable de la misericordia y del perdón. Que la palabra odio sea sustituida por la palabra amor.

Justamente, el tiempo del definitivo, irrevocable y realizable amor se ha iniciado en el momento de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que alcanza también a este año en el que muchos en la sociedad y en el mundo desconfían y desesperan de él y que celebramos de nuevo con el sacramento de la Eucaristía, la prenda por excelencia de que ese amor vive y triunfa en el corazón de la Iglesia y no dejará de triunfar en el de la humanidad. Para ello se precisa del compromiso decidido de los cristianos en favor de la dignidad inviolable de toda persona humana desde su concepción hasta su muerte, al servicio del matrimonio y de la familia tal como es querida por Dios, y de la paz, en su vida privada y en todo el ancho campo de su vida pública. Sin miedo de llegar hasta el pie de la Cruz como lo hizo María, la Inmaculada, que no vaciló en ejercitar su maternidad con el Hijo de Dios, acompañándolo en la última y suprema hora de la oblación al Padre. Y, se precisa, sobre todo, de la oración unánime e insistente de toda la Iglesia para que la gracia del hombre nuevo, de la nueva humanidad, llamada a la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, por la acción del Espíritu Santo, sea acogida por los hombres del siglo XXI con el alma bien dispuesta, abierta a la búsqueda humilde y penitente de Dios.

¡MARÍA INMACULADA: enséñanos a esperar contigo y como tú el nuevo Adviento del Mesías, de Jesús, el Príncipe de la Paz, tu Hijo, implorando su venida para una nueva época de gracia y santidad en la Iglesia y en el mundo, y diciéndole: Ven Señor Jesús!

Amén.

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