Iglesia de Los Jerónimos, 25.I.2002; 13’00 horas
(Rom 8, 31.b-35; Juan 19, 25-27)
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La Palabra de Dios acaba de ser proclamada con la fuerza de la verdad y del consuelo que le son propios. Es la palabra de quien creó la vida y no ama la muerte, el Dios de la eternidad y de la historia, el Dios para quien todos los hombres viven. Nuestro Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para El todos están vivos. Es el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, enviado a este mundo para acabar con el último enemigo del hombre, que es la muerte. Este Dios de bondad y misericordia infinita nos dice hoy, a quienes sentimos el dolor y la tristeza por la desaparición de la escena de este mundo de nuestro hermano Camilo José Cela, estas palabras consoladoras: nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios manifestado en Cristo. Ni siquiera la muerte. Nada ni nadie nos puede arrebatar del corazón la segura certeza de la vida, que viene de Él, gracias a su Hijo Jesucristo. Y al pie de la cruz, donde todos vosotros, familiares y amigos de Camilo José, habéis sido colocados por la pérdida de un ser querido, Dios os da también, como seno donde refugiar vuestro dolor, el de su propia madre: «Ahí tienes a tu hijo, dijo Jesús desde la cruz, ahí tienes a tu madre».
1. La Eucaristía, oración de Cristo
La Eucaristía que ahora celebramos en sufragio de nuestro hermano es oratio en el sentido más genuino de la liturgia cristiana. Nos congregamos para hablar ante el Padre, con la fuerza y los gemidos del Espíritu Santo, por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Nuestro Señor Jesucristo. En realidad, es Cristo mismo el que nos asocia a su oración y, como único Sacerdote, ora al Padre desde la cruz donde redimió a todos los hombres, también a nuestro hermano Camilo José. La Eucaristía es la suprema oración de la Iglesia, porque es la oración del Hijo que, también él, gritó y lloró en la cruz ante el drama amenazador e inevitable de la muerte. Este paso de Cristo por la muerte le constituyó en vencedor de la misma, le arrancó su poderío y le situó, victorioso ante el Padre, como intercesor de todos los hombres. Cristo ora ahora, en este sacrificio actualizado de la cruz, por nuestro hermano Camilo José. Y en esta oración de Cristo, a la que todos somos invitados por el misterio de la comunión de su Cuerpo que es la Iglesia, tenemos nuestro consuelo. A este Cristo nos dirigimos ahora, como se dirigió D. Francisco de Quevedo en aquella bellísima oración del alma agonizante, cuando puso estas palabras en sus labios comentando las siete palabras de Cristo crucificado: «Jesucristo, Hijo de Dios y Dios y hombre verdadero: con los ojos nadando en muerte, antes de expirar te hablo con las palabras que antes de expirar dijiste a tu Padre».
Con extraordinaria finura espiritual y verdad teológica, nuestro gran escritor representa al alma que muere con los ojos puestos en Cristo que murió por ella. Y en ese lazo de íntima compasión, suplica a quien en la cruz nos reveló el amor infinito del Padre. A esto se refiere san Pablo cuando, en el texto que hemos escuchado, afirma el dato fundamental de la fe cristiana: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?». Esta es la gran paradoja del amor cristiano: que Dios entregó al Hijo por salvar al esclavo, y permitió que el Justo bebiera el cáliz de la muerte para que no lo gustaran, hasta su última instancia, los pecadores. ¿Quién dudará entonces del amor de Dios? Nuestra oración, hermanos, se fundamenta en esta confianza que el Padre nos da con la entrega de su Hijo y en el hecho de que Cristo Jesús «gustó la muerte por todos» (Heb 2,9).
Pidamos, pues, a quien nos ha dado todo en Cristo, que también ahora nos dé lo que pedimos: la gracia de la salvación eterna para nuestro hermano Camilo José. Pidamos que tenga en cuenta, en su juicio último y definitivo, sus buenas obras, en el decir y en el hacer; su eminente servicio al enriquecimiento de la lengua común de España como instrumento de comunicación universal entre hombres, culturas y pueblos. Que, por la gracia de esta eucaristía, todo sus trabajos y afanes de la vida, fructifiquen en Cristo para la vida eterna, y que, como hombre pecador y necesitado de redención, le sean perdonados sus pecados. Esta es la oración primera que hizo Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos». Esta es la oración que Cristo, puesto en cruz, dirige al Juez supremo por todos y cada uno de nosotros en la hora de nuestra muerte: «Padre, perdónale», no le tengas en cuenta sus pecados. Esta es la oración de la iglesia entera unida a Cristo: Padre, muéstrate misericordioso.
San Francisco de Asís, en sus Avisos espirituales dice del hombre que «cuanto es ante Dios, tanto es y no más». La muerte nos desnuda de todo y nos deja con lo que somos ante Dios, y no más. Por eso, la Iglesia ante la hora suprema del morir, suplica apoyada en la intercesión de Cristo y canta en su célebre estrofa del Dies Irae: «Rey de tremenda majestad, que a los que han de salvarse, salvas gratis. ¡Sálvame, fuente de piedad!». Al orar así, se encuentra con los ojos de Cristo que, nadando en sangre, se dirige al Padre como el misterium pietatis que se nos revela en la hora de su pasión para ofrecerle la oración que entonces y ahora puede alcanzarnos gratis su salvación: «Padre, perdónalos».
2. La Madre que se nos da al pie de la cruz
La muerte nos deja en una inmensa soledad. Al pie de la cruz, María también experimentó la soledad de quedarse sin su Hijo, participando de manera misteriosa en la soledad de Cristo. Jesús habló del desamparo; María es el icono de la soledad, tanto más sobrecogedora si tenemos en cuenta quién es el Hijo que pierde. Desde la cruz, su Hijo se la entrega a Juan como Madre y, en él, como dirá Orígenes, a todos los discípulos de Cristo. «He ahí a tu hijo, he ahí a tu madre». Da la impresión, en esta escena, que María para llegar a ser Madre de los creyentes tuviera que pasar por el trance de perder a su Hijo, al Hijo que era tanto de Dios como suyo. O dicho de otra manera: para que la Virgen pudiera ser Madre compasiva de la humanidad, hubo de gustar el sentir la inmensa soledad de quedarse sin la mejor compañía: la del Hijo bendito de su vientre. No en vano se ha dicho que María al pie de la cruz es el signo más elocuente, en su mudez, de la compasión. Compasión con el Hijo que muere y compasión con los hijos que se le dan. Ella, como Virgen fuerte, es el símbolo de la Iglesia, la nueva y definitiva hija de Sión, que, junto a la cruz, espera que le lleguen los hombres en busca de consuelo, allí donde ella quedó desconsolada.
Esta capacidad de María de entender y acoger el dolor ajeno en la hora de la muerte propia y ajena nos adentra en el misterio de la compasión que define su maternidad. Por eso la invocamos como refugio de los pecadores y consuelo de los afligidos. Y sabemos que nunca desoye las súplicas de quien la invoca, pues dejaría de ser madre, que es la vocación que su Hijo le otorgó en la cruz. Hoy, la invocamos especialmente en la hora de la muerte de nuestro hermano Camilo José para que sea valedora ante su Hijo, porque María no sólo estuvo al pie de la cruz, sino que está junto a Cristo en la gloria. Así la representa la tradición iconográfica de Oriente, como Madre del Emperador celeste, sentada a su lado. A su tierna y maternal intercesión encomendamos a nuestro hermano para que ella pueda decirle al Cristo glorioso: he aquí uno de mis hijos, uno de los que tú has redimido con la sangre de la cruz. Ante tal madre, tal súplica, y tal argumento, no desfallecerá nuestra humilde confianza de que será atendida.
Para los que quedamos aquí, pecadores y afligidos, María se nos queda como refugio y consuelo. No quedamos solos. El hombre es un ser maternalmente acompañado por Aquella que tiene como misión conducirnos a Cristo, llevarnos a El, como lo hizo en Caná de Galilea, con su «haced lo que Él os diga» y, como calladamente, hace al pie de la cruz donde nos recibió en el lugar del Hijo. Es ahí, si sabemos estar y dejarnos educar, donde aprenderemos a ser cristianos, a vivir en Cristo en cualquier situación de nuestra vida, y es ahí, donde podemos esperar la muerte, cuando nos llegue, con la certeza de que no es más que el último paso hacia Dios, un paso que daremos de la mano de quien, siendo Madre de Dios, es, por vocación divina, Madre nuestra.
Participemos hermanos en la oración eucarística de Cristo, muerto y resucitado por nosotros, muerto y resucitado por Camilo José. Unamos nuestra oración a la suya. Es la mejor obra de caridad, de piedad y de amor que podemos ofrecer, con María, por nuestro hermano para que reciba el perdón de sus culpas y la visión de Aquel a quien todos los hombres buscan: la Palabra hecha carne, la más bella palabra que el hombre haya podido conocer, el Hijo que Dios nos dio, «que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar», y en el único que puede descansar para siempre nuestro inquieto corazón.
Amén.