Mis queridos diocesanos:
Nos acercamos, un año más, a la celebración del DOMUND, la Jornada misionera mundial que hace extraordinariamente vivo el mandato último de Jesús al subir a los cielos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…» (Mt 28,19), cuyo valor es permanente, como permanente es el mandamiento de la caridad, cumplimiento cabal de la Ley antigua y resumen perfecto de la Ley nueva. Con este espíritu de amor que Jesucristo ha traído a la tierra, para que llegue a todos los hombres, nos disponemos a celebrar, en un mundo lleno de enfrentamientos y de divisiones que lo llenan de dolor y de muerte, el DOMUND de este año, que el Papa Juan Pablo II ha querido dedicar al tema La Misión es anuncio de perdón, del perdón de Dios que nos llena de esperanza, pues «sólo el amor de Dios -como afirma el Papa en su Mensaje para esta Jornada del DOMUND 2002-, capaz de hermanar a los hombres de cada raza y cultura, podrá hacer desaparecer las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la Humanidad».
Asimismo recuerda el Santo Padre la importancia de «la contemplación del rostro doliente y glorioso de Cristo», que ya subrayó con fuerza en su Carta apostólica Al comienzo del nuevo milenio, a la hora de vivir la radical exigencia misionera de la Iglesia, razón de ser el Día del DOMUND. «Para devolver al hombre el rostro del Padre –escribía Juan Pablo II- Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del rostro del pecado. Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él (2Cor 5,21)» (Novo millennio ineunte, 25). Todo el dolor de la Humanidad ha sido abrazado por el Crucificado. Quien lo transforma con este amor suyo, máxima expresión de la Misericordia Divina, en camino de vida y vida en plenitud, anuncio ya, en medio de un mundo destrozado por el misterio de la iniquidad, de la esperanza cierta en la Gloria. «En la contemplación de la Cruz –dice el Papa en su Mensaje- aprendemos a vivir en humildad y en el perdón, en la paz y en la comunión». Son los frutos admirables del amor de Cristo, infinitamente más grande y más fuerte que todo el mal del mundo, al que ha derrotado en el Calvario, y por ello nos permite vivir de este modo auténticamente humano, que los hombres anhelan con todas sus fuerzas, pero que, separados de Cristo, cada día se les muestra más imposible de convertirse en realidad. ¿No lo vemos y lo escuchamos constantemente en los telediarios y en las noticias de la radio y de los periódicos?
Frente a los falsos dioses que han quedado en el mundo cuando se ha dado la espalda al Dios Único y Misericordioso, en palabras del gran poeta católico Eliot: «el dinero, la lujuria y el poder», frente al odio y la violencia que esta letal idolatría genera y que parecen enseñorearse del mundo, llenándolo de terror, muerte y desesperación, por mucho que se quiera disimular creyendo que se goza con momentáneas falsas alegrías y hablando de modernidad y de progreso, pero en realidad humillando al ser humano hasta extremos de una aberración inaudita, la Iglesia de Jesucristo no deja de proclamar y difundir hasta los confines de la tierra la paz que brota, como el don más indispensable para la entera Humanidad, de Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte.
Esta misión universal, que es la razón de ser de la Iglesia, se muestra hoy, en efecto, como la primerísima necesidad de los hombres. En su encíclica misionera por excelencia, la Redemptoris missio, Juan Pablo II nos recordaba que «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta Humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión» (n.3). Y hoy debemos, especialmente, añadir que no sólo para la inmensidad que aún no conoce a Cristo, sino incluso para cuantos creyendo conocerlo viven como si no lo conocieran en absoluto. Movidos por esta urgencia, hemos convocado a toda la Iglesia particular de Madrid a hacer el camino de conversión y de evangelización que supone el Sínodo Diocesano, en cuya fase preparatoria nos encontramos, y que en la próxima Jornada del DOMUND debe recibir un impulso extraordinario.
Sólo con una mirada universal, la que surge de Cristo muerto y resucitado para la salvación de todos los hombres, es posible vivir con toda vedad nuestro Sínodo Diocesano. Así como no puede ser auténtico el deseo de llevar a Cristo a esa inmensa multitud esparcida en todo el mundo que aún lo desconoce, a la que no vemos, si no lo llevamos a los hermanos más cercanos, a los que vemos, del mismo modo nuestro Sínodo Diocesano no estaría cumpliendo su objetivo sin la proyección universal de una concreta y creciente participación de nuestra comunidad diocesana en la misión ad gentes, hasta los últimos confines de la tierra. Este es justamente el motivo de la elección del lema para la Jornada de este DOMUND 2002 en España: Jesucristo nos llama al relevo misionero, teniendo como telón de fondo la celebración del 450 aniversario de la muerte del Patrono de las Misiones, nuestro San Francisco Javier. Su memoria hoy es una poderosa llamada a seguir sus pasos, que no son otros que el seguimiento de las huellas mismas de Cristo desde el comienzo, desde aquel primer ¡Venid y veréis! Dirigido a Juan y Andrés, desde el ¡Ven y sígueme! a cada uno de los Doce, enviándolos a todas las gentes, y hasta el fin de los tiempos. La misión encomendada, que es la esencia misma de la Iglesia, exige ese relevo misionero que encierra dentro de sí el hecho de la sucesión apostólica.
No sólo los sucesores de los Apóstoles, los obispos, están llamados a continuar llevando, a lo largo de los siglos, el Evangelio de Jesucristo hasta los confines del mundo –misión universal que nunca deja de estar presente en cada Iglesia particular, por pequeña que ésta sea, pues en ella se realiza la entera única Iglesia-, son todos los bautizados los llamados, generación tras generación, a tomar el relevo, cada uno según su vocación propia –sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y familias enteras-, pero todos sintiendo en el alma la misma urgencia y el mismo gozo que nos testimonia San Francisco Javier. Seguir la llamada como él la siguió significa la esperanza de salvación para el mundo, ciertamente, pero en primerísimo lugar significa la felicidad plena para quien toda este sagrado y bendito relevo misionero, pues recibirá, según la promesa de Jesús, «el ciento por uno: ahora al presente…, y después vida eterna» (Mc 10, 30).
A la intercesión del Patrono de las misiones en su 450 aniversario encomendamos los frutos de este DOMUND 2002, para que el mismo amor salvador de Cristo que abrazó entonces el corazón grande de San Francisco Javier, llegando hasta el último rincón de la tierra y hasta los más pequeños, siga hoy abrasando los corazones en este mundo lleno de progresos, pero no menos necesitado de este Amor que cinco siglos atrás. La Jornada misionera mundial de este año ha de ser un estímulo, como dice el Papa Juan Pablo II en su Mensaje, «a ir en ayuda de los hermanos más pequeños (cf. Mt 25, 40) a través de los misioneros esparcidos en todas las partes del mundo. Ésta es la tarea de las Obras Misionales Pontificias, que desde siempre sirven a la Misión de la Iglesia haciendo que no falten a los más pequeños quienes les partan el pan de la Palabra y continúen llevándoles el don del inagotable amor que brota del corazón mismo del Salvador».
Que nuestra Madre y Patrona, la Virgen de la Almudena, en cuanto Reina de las Misiones, bendiga todos estos deseos y propósitos, alentando el espíritu misionero en nuestras parroquias, en los colegios, en los diversos movimientos y asociaciones apostólicas en todas las familias, al tiempo que, por mi parte, os bendigo a todos de corazón.