Plaza Mayor; 9.XI.2002; 11:30 h.
Za 2,14-17; Jdt 15,9d; Ap 21, 3-5ª; Jn 19,25-27
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
¡Tu eres el orgullo de nuestra Iglesia Diocesana; Tú eres el orgullo de Madrid!
La Fiesta anual de nuestra Patrona la Virgen de La Almudena es siempre ocasión excelente para renovar lo que venimos sintiendo para con ella desde hace casi un milenio y que se puede expresar bellamente aplicándole las palabras con las que Israel elogió a Judit, diciéndole: Tú eres el orgullo de nuestra Iglesia Diocesana; tú eres el orgullo de Madrid. Al recordarla en su celebración de este año 2002 con el cariño emocionado de hijos agradecidos se nos hace viva la memoria gozosa de un pasado de gracias y amores de la Virgen para con nosotros. Y no sólo eso, advertimos además el presente de su cercanía maternal, fiel, discreta y solícita, nunca suspendida o interrumpida, y que sabemos no nos fallará jamás. ¿Y que decir de nuestro futuro? Lo podemos depositar confiados en su regazo de Madre. No hay pues por qué acomplejarse a la hora de juzgar nuestra historia, la historia cristiana de Madrid; ni por qué vacilar ante el momento presente de nuestra sociedad, aparentemente tan alejada de las propuestas de vida que vienen del Evangelio; ni mucho menos sentir inseguridad y miedo ante el provenir.
Hoy brilla con nuevo esplendor la figura de la Virgen de La Almudena que ilumina el mejor y más fecundo milenio de la historia de Madrid con sus aspectos religiosos y humanos más valiosos. Hoy luce ante nuestros ojos indicándonos el camino del Evangelio de su Hijo Jesucristo: el que cura, redime, eleva y salva a los hombres. Su camino es el camino del verdadero futuro, el de los tiempos verdaderamente nuevos y renovadores, los que esperamos y anhelamos todos los madrileños de buena voluntad.
Por todo ello queremos alabarla, ensalzarla, declararle nuestro amor filial en esta solemnísima celebración eucarística, como lo hicieron los jóvenes de Madrid ayer noche en su Catedral de La Almudena en emocionante Vigilia de Oración. De nuevo queremos hablarle, en este día de su Fiesta, de nuestros sentimientos más íntimos para con ella: de que le estamos agradecidos, de que nos esforzaremos en no defraudarla, de que la necesitamos. Nuestras peticiones y súplicas serán muchas. ¡Es tanto por lo que hay que pedir! ¡Son tantos los seres queridos que nos gustaría encomendarle y confiarle! Nuestras plegarias fervientes y los piropos de tantos madrileños la acompañarán luego al final de la Misa, en la procesión de retorno con su venerada imagen a su templo y Basílica, para la ofrenda de flores, bello signo de nuestra ternura y devoción filiales.
Nos dio a Jesucristo, nuestro Salvador
Los madrileños estamos seguros de la Virgen porque nos la dio su Hijo al pie de la Cruz como Madre nuestra. Juan se estremeció cuando oyó las palabras del Jesús agonizante que le decía a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y cuando a él le aseguró: «Ahí tienes a tu madre». Fue estremecimiento personal -él era el directamente aludido-; pero su estremecimiento anticipaba y reflejaba el que sentiría toda la Iglesia a lo largo de los tiempos. Ya Ella con su Sí en el momento de la Anunciación del Angel en Nazaret nos había dado a ese Hijo, su Hijo, el Hijo de Dios, el Salvador, como «el primogénito entre los hermanos». Al ofrecer sus entrañas a la persona del Hijo de Dios, le dio su carne y sangre, para que Él la pudiera ofrecer por nosotros como oblación santísima al Padre, que derramaría en insondable plenitud el Espíritu Santo sobre los discípulos, sobre la Iglesia y sobre el mundo el día de Pentecostés. María, al regalarnos a Jesús, nos dio lo más valioso de sí misma y lo infinitamente valioso para nosotros: a Jesucristo nuestro Salvador.
Les pedimos por el Tercer Sínodo Diocesano
Una primera súplica quisiéramos presentar en esta mañana luminosa a su consideración de Madre: el desarrollo fecundo, vivido en la comunión de la Iglesia, del Tercer Sínodo Diocesano de Madrid, que acaba de emprender su andadura ilusionada, y comprometida a la vez, por todos los rincones de la Iglesia diocesana. La Iglesia en Madrid, la Archidiócesis madrileña, ha tomado conciencia de la llamada de su Señor que la apremia a guardar y transmitir a todos sus conciudadanos con nuevo ardor la Fe, el Evangelio, en una palabra, a Jesucristo: a los que lo han perdido o se han alejado de Él y a los que ya no lo han conocido en el seno de su familia y, por supuesto a todos los niños y jóvenes de Madrid. A nadie mejor que a la Virgen de La Almudena podemos recurrir para alcanzar el verdadero espíritu sinodal: el que nos prepara y dispone para ser dóciles a la voz del Espíritu Santo y nos hace prontos en aprender y practicar el itinerario espiritual de la humilde conversión, capaces de sentir, luego, como Pedro y «los Once» en el Cenáculo, aquel ímpetu apostólico que nos empuje y sostenga sin desfallecimientos en ese gran empeño evangelizador de nuestro Sínodo Diocesano del que pueden derivarse tantos bienes para Madrid.
El bien de la Paz
Hay un bien substancial importantísimo de cuya suerte nos sentimos extraordinariamente preocupados -nosotros y toda la humanidad-: el bien de la paz. Peligra la paz en muchos lugares del planeta. La guerra se ha implantado como una terrible plaga de muerte, destrucción y odio fratricida en el seno de múltiples pueblos y Estados, nacidos a la vida internacional en el último medio siglo. Guerras civiles y guerras bilaterales y multilaterales entre etnias que comparten una misma región geográfica. En este contexto mundial nuestra primera mirada se vuelve a Tierra Santa, la Tierra de María, la Tierra de Jesús. ¡Cómo desearíamos que el odio y la venganza se trocasen allí, en Jerusalén, en actitudes de un primer acercamiento, de perdón mutuo, y de comprensión para un nuevo futuro de paz entre israelíes y palestinos! ¿A quién acudir en esta angustiosa necesidad con nuestras súplicas sino a Ella, la Doncella de Nazaret, la Hija de Sión, la Madre de Jesús?
También destruye la paz el terrorismo, de forma especialmente sinuosa, cruel y cobarde; es decir, la novísima versión de la guerra que se está alumbrando como típica de nuestro tiempo. Actúa donde y cuando menos se espera; asesina a inocentes, si es preciso por millares; infunde y siembra el terror en la población. En España lleva desde hace varias décadas, sobre todo, las siglas de ETA, que ha causado muertes, sufrimientos y dolor sin límites; pende como una siniestra amenaza sobre las vidas de multitud de ciudadanos, y que ha escogido a Madrid en tantas ocasiones como escenario de sus horribles atentados. ¡Que María, nuestra Madre, la Virgen de La Almudena siga preservándonos de los terroristas y de sus perversas e insoportables amenazas!
Y finalmente le pedimos que nos cuide esa paz, más menuda, de la vida cotidiana: la de casa, la de los centros de trabajo; en el barrio, en la calle…; la que más fácilmente se nos quiebra entre las manos y que, en definitiva, nos es más próxima e inmediata: la paz que necesitamos día a día. Es la paz interna del matrimonio, de la familia, de los amigos y vecinos; la paz que se obtiene con la buena y fraterna acogida de los inmigrantes. Toda paz se funda en otra básica -y es urgente recordarlo-: en nuestra propia paz interior, la del corazón y de la conciencia reconciliada con Dios. ¡Que María les enseñe y ayude especialmente a los jóvenes, tan necesitados de una buena formación religiosa y moral en la familia, en la parroquia y en la escuela, a apreciarla y cultivarla como el valor más precioso de la vida! Puesto que en definitiva el punto de partida de la paz o de la guerra se encuentra y dilucida en lo más íntimo del hombre.
¡Santísima Virgen de La Almudena, «morada de Dios con los hombres», Madre y Reina de misericordia, enjuga nuestras lágrimas y conviértelas en la gozosa alegría y en la cierta esperanza de que tu amor maternal no nos abandonará nunca: ¡Oh piadosa, oh dulce Virgen María!
AMEN