Catedral de La Almudena, 10.I.2003, 18’00 horas
Jb 19,1.23-27ª; Jn 6,37-40
Majestades
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos familiares: esposa e hijos del difunto.
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor Resucitado:
«Ya sé que está vivo mi Vengador y que al final se alzará sobre el polvo»
La hora de la muerte de un ser querido proyecta sobre sus familiares, amigos y todos los que le han conocido y estimado, como es el caso de nuestro hermano Iñigo, una pregunta lacerante y, muchas veces, angustiada, que se dirige a Dios en primer lugar, pero que atañe también a los hombres, especialmente a aquellos que sienten más auténticamente el dolor de la despedida como son su esposa e hijos: ¿se ha acabado todo? ¿ya no es posible el diálogo de la palabra y del amor con el que ha sido envuelto por el silencio implacable del sepulcro? ¿Se ha esfumado el valor de lo que el esposo, el padre, el amigo querido, ha vivido, ha sufrido, ha servido y amado a lo largo de una existencia prolongada y densa, rica de contribuciones a su familia, a su patria y a su Iglesia?
La respuesta a esa pregunta -o, mejor dicho, a ese ramillete entrelazado de preguntas, tan propias de la experiencia originaria del corazón humano- la ha vislumbrado ya la Iglesia en ese libro inspirado del Antiguo Testamento, uno de los más geniales de toda la historia literaria de la humanidad, que es el Libro de Job, del que extraíamos la primera lectura de la liturgia de la palabra. El Job, abatido por las desgracias sin cuento que se suceden en su vida, sin aparente explicación moral o humana alguna, el abandonado por todos sus amigos y colocado ante el abismo de la muerte, sabe una cosa fundamental: que Dios, el Vivo por excelencia, no le abandona ni le olvida; ya le pueden arrancar la piel, es más y precisamente «ya sin carne», es entonces cuando verá a Dios: «yo mismo lo veré -diría- y no otro, mis propios ojos lo verán». La esperanza de ver a Dios lo llena incluso tanto que exclamará «¡Desfallezco de ansias en mi pecho!»
El paso de la muerte es el paso definitivo a Dios, Dios de la vida, de la justicia y de la misericordia. En El, en ese hecho definitivo del encuentro con El a la hora de la muerte, todas nuestras incertidumbres, tristezas, desolaciones e interrogantes más hondos encuentran la respuesta de la verdadera esperanza que consuela y no defrauda. Nuestro hermano Iñigo no disimuló nunca en su vida personal y social la convicción de su fe en el Dios vivo: el que nos juzga con verdad, nos ama con misericordia y nos hace instrumentos de su gracia y de su paz, esos dones divinos que van abriéndose surco en los campos de la historia humana hasta el día de la cosecha final: la del Reino de los Cielos.
¡Cuánto necesitamos hoy, en el momento actual de la familia humana, apoyar nuestras vidas en el Dios vivo y verdadero! Y cuánto necesitamos vivir esta Eucaristía, que celebramos por el eterno descanso de nuestro hermano Iñigo, compartiendo con los que le han querido más en este mundo la fe y la esperanza de que haya sido acogido para siempre en la Casa del Padre.
«Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en El, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día»
Hay ya, de forma comprobable en la historia cristiana, en particular en la de la Iglesia, una razón sobre la que se fundamenta irrevocablemente nuestra esperanza en la victoria cumplida de la vida sobre la muerte: la de la fe en el Hijo de Dios, hecho carne en el seno de la Virgen María, que pasó por la muerte de cruz y resucitó por nuestra salvación, como el primero entre los hermanos. Todo «el que ve al Hijo -como el mismo Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan- y cree en El» tiene vida eterna y El lo resucitará en el último día. La fe en Jesucristo nos ha abierto definitivamente las puertas de la Vida Eterna: el que se bautiza, cree y persevera en El, camina en la vida que madurará eternamente en el amor infinito del Padre. Santa Teresa de Jesús vivía sin vivir en ella por alcanzar esta meta de la vida Trinitaria de Dios:
» Vivo sin vivir en mi
y tan alta vida espero
que muero porque no muero».
Nuestro hermano Iñigo permaneció durante toda su vida en la comunión de la fe de la Iglesia en Jesucristo, su Señor y Salvador, con obras y palabras. Fue un cristiano sin reservas. ¿Hay más alto título a la hora de afrontar el momento último y decisivo de la muerte? ¿Hay un motivo de mayor consuelo del alma y de más firme y gozosa esperanza para nosotros, sus familiares y amigos? Sinceramente, no. El Concilio Vaticano II afrontará en una de sus más bellas páginas el misterio de la muerte con una luminosa conclusión:
«Así pues, la fe, apoyada en sólidos argumentos, ofrece a todo hombre que reflexiona una respuesta a su ansiedad sobre su destino futuro, y le da al mismo tiempo la posibilidad de una comunión en Cristo con los hermanos queridos arrebatados ya por la muerte, confiriéndoles la esperanza de que ellos han alcanzado en Dios la vida verdadera» (GS 18).
Por todo ello, nuestra oración, unida al Sacrificio Eucarístico del Señor Resucitado, se ofrece por él, nuestro hermano Iñigo, sencilla y confiada, y se nos presenta a nosotros mismos como el mejor modo de mostrarle el homenaje de cariño, afecto, estima, gratitud y respeto que deseamos tributarle.
La conciencia convencida de que nos acompaña el amor maternal de la Virgen, Nuestra Señora de La Almudena, asegura a nuestras plegarias la certeza de la intercesión de una Madre que nunca falla, la de «la omnipotencia suplicante», a quien él supo confiar siempre su vida y la de los suyos.
Amén.