Homilía en el Congreso Nacional de Misiones

Burgos, 21.IX.2003, 10,00h.

Lecturas del XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

I.Si alguien, por ejemplo, un observador ajeno a la vida de la Iglesia, nos preguntase por la motivación primera y más honda de este Congreso Nacional de Misiones que hoy concluye en la ciudad de Burgos, señera en la historia contemporánea de las Misiones en España, habría que responderle con toda verdad que es el AMOR. El amor en el que Dios ha puesto la plenitud de la ley: el amor a El y al prójimo. El amor que queremos cumplir para llegar a la vida eterna, tal como se lo hemos suplicado en el Oración-Colecta con que abríamos la Liturgia de la Palabra en esta celebración eucarística
Y ciertamente si uno se acerca a las razones de la Conferencia Episcopal Española a la hora de acordar y decidir la celebración de este congreso nos encontraremos con la conciencia de la necesidad apremiante de promover “la misión ad gentes”, porque hemos de poder seguir hablando seriamente -sin sonrojarnos por nuestras inconsecuencias- de la urgencia de avivar y fortalecer la comunión eclesial que no se logra de otro modo que a través de una experiencia fiel y plena, -auténtica, en una palabra- del Misterio de Cristo. ¿Es que acaso no ha sido un espíritu misionero empapado del amor de Cristo, el que ha marcado los mejores y más fecundos períodos de la historia de la Iglesia en España? ¿No ha sido Jesucristo, vivo en su Iglesia, el que ha fascinado el alma y transformado las vidas de innumerables generaciones de jóvenes de todas las geografías eclesiales de España hasta nuestros días hasta el punto de convertirlos en “sus misioneros”? ¿Cómo no traer de nuevo a la memoria viva de los jóvenes católicos de hoy la figura del joven Francisco Javier y de su epopeya misionera? El representa el modelo insigne del misionero y de la misionera españoles de todos los tiempos.
Las experiencias contadas y compartidas estos días en Burgos en los encuentros informales y en las mesas redondas de las sesiones generales del Congreso reflejan la heroica actualidad de los misioneros hijos de la Iglesia que peregrina en España y de su entrega incondicional al servicio de la Evangelización de todos los pueblos de la tierra, especialmente de los más atribulados y escarnecidos:
– Ellos son los misioneros y misioneras, ya en el ocaso de la vida, celebrando “bodas de oro” con la Misión en Africa, Asia, América…, que siguen firmes, con entereza cristiana singular, en las fronteras más espinosas y sacrificadas de los países donde más se requiere el anuncio del Evangelio y donde más se anhela la presencia de los que lo encarnan en sus vidas con testimonio vivo. Ahí están, ellas y ellos, sin desfallecer en su amor a Cristo y a los hermanos. Deberíamos besarles las huellas, dejadas por sus pasos en la tierra de nuestras Iglesias y de sus diócesis de origen. Físicamente cansados, sí; pero espiritualmente, en cambio, sembrando de nuevas semillas los caminos de la misión y demostrando la perenne actualidad del Reino de Dios.
– Y son los jóvenes de nuestros días que sienten renacer la llamada de la misión en sus corazones, dispuestos a comprometer toda su existencia por Cristo y su Evangelio; y no solamente parte de su tiempo, de sus vacaciones o de sus talentos y recursos materiales. Los hay, y se los encuentra no tan infrecuentemente como muchos piensan y otros afirman, dentro y fuera de los ámbitos de la Iglesia. Basta asomarse a algunos de los más variados escenarios donde se desarrolla la vida diocesana -parroquias, movimientos, comunidades, seminarios…- para comprobarlo
– Y, luego, los laicos y las familias misioneras que en un gesto de desprendimiento y abandono en las manos amorosas de la Providencia del Padre que está en los Cielos, asombrosamente generoso, asumen el reto de la misión en una nueva forma de ser testigos del Evangelio de Cristo en la que la síntesis de la palabra y de la vida se presenta, por un lado, humilde y sencilla; pero, por otro, extraordinariamente auténtica y, consiguientemente, ejemplar y convincente.
No, no hay ni opera en el trasfondo real de esta historia de la Iglesia misionera en España y de su presente, tan humana y tan sobre-humana a la vez, otra razón decisiva que no sea EL AMOR, ¡EL VERDADERO AMOR! Todo lo demás es secundario
II. Y, sin embargo, los Obispos españoles constatábamos en nuestro plan de acción pastoral para el período 2002/2003 desfallecimientos y carencias innegables en el empeño misionero de nuestras comunidades cristianas: disminución de las vocaciones misioneras, decaimiento del interés misionero de los fieles y, sobre todo, planteamientos teóricos y prácticos “de la misión” que la vaciarían, si prosperasen, no solamente de su esencia evangelizadora sino también, de sus efectos humanizadores. Y, por ello, nos parecía urgente para impulsar una nueva primavera de la acción misionera entre nosotros, “difundir la sana doctrina sobre el sentido y motivación de la misión, fomentar entre los sacerdotes y los seminaristas la dimensión misionera, promover nuevos cauces de misión por parte de los laicos y seguir apoyando la colaboración espiritual y económica de los fieles”. El Congreso que hoy clausuramos con gozo visible, alabando y dando Gracias al Señor en esta Eucaristía solemne, ha querido ofrecer una primera e iluminadora contribución teológica, pastoral y espiritual a la realización de este gran sueño de una Iglesia plenamente misionera, encendida del amor Cristo y a los hermanos. Sus frutos granarán y el camino misionero de España se poblará de nuevos evangelizadores si acertamos a comprender “sapiencialmente”, con la inteligencia y el corazón, en que consiste y de donde procede el verdadero amor y, luego, si sabemos profesarlo y trasmitirlo a las jóvenes generaciones
III. Celebramos la Santa Misa delante de las reliquias de Santa Teresita del Niño Jesús, Teresa de Lisieux, verdadera maestra de la Iglesia contemporánea en el conocimiento de ese amor. Su amor, por serlo sin tapujo alguno, fue plenamente cristiano y, por tanto, profundamente misionero en el tiempo y en la eternidad. Hay que oírla a ella misma cuando al final de su jovencísima vida en su acto de ofrenda al amor misericordioso de Dios, a la “Trinidad Bienaventurada”, a la que ella se dirige con un emocionado fervor, dice: “Puesto que me has amado hasta darme tu único Hijo para que fuese mi Salvador y mi Esposo, los tesoros infinitos de sus méritos son míos; te los ofrezco gustosa, suplicándote que no me mires sino a través de la Faz de Jesús y en su corazón abrasado de amor”. Amor éste, el suyo, traspasado personalmente del amor del Corazón de Cristo que por obvia connaturalidad se ofrece a la Iglesia y a las almas sin límite alguno. Oigámosla de nuevo: ¡”Oh Jesús, amor mío! Por fin he hallado mi vocación, ¡mi vocación es el amor! Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡Oh, Dios mío! tú mismo me lo has dado: En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor. ¡Así lo seré todo! Así mi sueño se verá realizado”.
A fuer que el sueño de la pequeña Teresa, discípula fidelísima de la Santa de Avila, -la Santa Madre, como la conocen sus hijas las Carmelitas de todos los tiempos- se realizaría prodigiosamente: Teresa, la del Niño Jesús, progresando por la vía de la infancia espiritual hasta el momento último y crucificado de su oblación al Padre, haría “descender una lluvia de rosas” después de su muerte sobre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo, como ella misma lo había presagiado. En lo más íntimo y misteriosamente entrañable de la experiencia mística de la pequeña Teresa alentaba el carisma de la sublime reformadora del Carmelo: “Considero yo muchas veces -decía Santa Teresa de Jesús- Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama y Vos, Bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que sola una vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos años de servicio”
¡La hija merecía de verdad ser llamada e invocada Patrona de las Misiones y Doctora de la Iglesia como la madre!
IV. Siempre que en la historia de la Iglesia se ha conseguido abrir nuevas puertas a esa fórmula del verdadero amor, que tan genialmente ha revivido para nuestro tiempo Teresa de Lisieux, entonces ha brotado con un nuevo y arrollador impulso espiritual y apostólico el compromiso misionero. También nos sucederá así a los cristianos -pastores y fieles- del siglo XXI, a la Iglesia en España del tercer milenio. Cuando se entiende y se sigue al Jesús de la Cruz, que triunfó en la Resurrección, más allá de toda aspiración de victorias humanas y temporales, se sabe de quien viene y que es el Amor que salva verdaderamente al hombre. Los discípulos -¡los Doce, con Pedro a la cabeza!- lo comprendieron plenamente sólo a partir de Pentecostés. A los hijos de la Iglesia de todos los tiempos no se nos ahorra el tener que introducirnos, una y otra vez, en el mismo itinerario de conversión e identificación con Jesús, el Crucificado y Glorificado por nuestra salvación, que recorrieron los íntimos del Maestro. Para nuestro consuelo y perseverancia -¡no hay que olvidarlo!- contamos como ellos con la misma compañía maternal de María, la Madre del Señor, la Dolorosa y Asumpta al Cielo. Con la Virgen, nuestra Madre, y de su mano, iremos asimilando para nosotros y para el hombre contemporáneo, nuestro hermano, las exigencias de la verdadera justicia, la del Dios misericordioso, sin retirarnos cómodamente ante el combate diario de nuestras pasiones y sin arredrarnos cobardemente ante los embites de los enemigos de la Cruz de Cristo. Son los de siempre. Son, aquellos, a quienes molesta la justicia y el amor evangélico, hecho carne y sangre, dolor y esperanzas, renuncia y amor gozoso en la existencia diaria de los discípulos de Cristo. Con María, se aprende silenciosa y alegremente lo hermoso que es saber ser el último en el honor y el primero en el servicio.
Sí, con ella, “la Estrella de la Evangelización, nos será posible corresponder al reto del Papa en su despedida del cuatro de Mayo en Madrid -“España evangelizada, España Evangelizadora…, ese es el camino” exclamaba-. Corresponderemos con un sí, con un sí rotundo al compromiso misionero: ¡España misionera para siempre! ¡Ese es nuestro camino!
AMEN.

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