El domingo, día 28 de septiembre, celebraremos la Jornada Pontificia del Día de las Migraciones bajo el lema: Por un empeño en vencer todo racismo, xenofobia y nacionalismo exacerbado. Esta jornada, una vez más, nos acerca a los hombres y mujeres, inmigrantes y refugiados, que viven y trabajan entre nosotros, invitándonos a trabajar juntos, sin dilación, a favor del mutuo reconocimiento en la sociedad y en nuestras comunidades cristianas y a testimoniar en nuestra vida la Encarnación y la presencia constante de Cristo, quien, por medio de nosotros desea proseguir en la historia y en el mundo su obra de liberación de todas las formas de discriminación, rechazo y marginación (Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de las Migraciones, 2003). Debería ser para todos una renovada ocasión de especial oración por las necesidades de todos los que se encuentran lejos de su hogar y de su familia, y -a la vez- una jornada de reflexión sobre los deberes de los católicos para con estos hermanos y hermanas (Juan Pablo II, ibídem).
Las migraciones, que a menudo son una dramática odisea humana para quienes se ven implicados, se han convertido en un fenómeno global en el mundo actual, revisten, no cabe duda, una compleja problemática y han introducido una creciente pluralidad cultural y religiosa en nuestra sociedad, y plantea desafíos que la Iglesia peregrina, al servicio de toda familia humana, no puede dejar de asumir y afrontar con el espíritu evangélico de cardad universal (Juan Pablo II, ibídem).
Como recordaba recientemente (cfr. Por una Convivencia verdaderamente humana, fraterna y cristiana, abril 2003), el inmigrante como persona es mucho más que un mero instrumento a nuestro servicio. Sin embargo, con demasiada frecuencia, es contemplado desde una racionalidad meramente económica y, por tanto, como un simple recurso humano para nuestro beneficio, minusvalorando incluso el tiempo que haya pasado entre nosotros, su contribución innegable a nuestro bienestar, y no apreciando suficientemente sus raíces familiares, culturales y religiosas. Con lo cual se olvida que ellos también son personas con una vocación y un proyecto de vida que tienen el derecho –y el deber- de desarrollar. Las migraciones pierden así la dimensión de desarrollo económico, social y cultural que poseían históricamente (Juan Pablo II, ibídem).
No debe, por tanto, extrañar que la inmigración sea vivida muchas veces con tensión, en conflicto y dolorosamente tanto por los propios inmigrantes como por quienes les recibimos. Llegan en busca de vida, de refugio, de trabajo…, y ocurre que su presencia no es siempre bien comprendida, preguntándonos por qué tenemos que asociar y hacer sitio en nuestra vida a quien llega de lejos con cultura, credo y tradiciones tan diferentes a las nuestras y construir juntos un futuro de esperanza para todos.
Os animo a todos -inmigrantes y madrileños- trabajar incansablemente a favor de una convivencia pacífica y solidaria entre todos nosotros. Juntos hemos de empeñarnos en derribar las barreras de la desconfianza y rechazar la discriminación o exclusión de cualquier persona, con el consiguiente compromiso de promover sus derechos inalienables para que aumente la comprensión y la confianza y la labor de evangelización.
Para los cristianos, la búsqueda paciente y confiada del anuncio de Cristo y su Evangelio constituye nuestra misión. Así se puede construir una sociedad verdaderamente humana. Cuando surgen tensiones, la credibilidad de la Iglesia en su doctrina sobre el respeto fundamental debido a toda persona reside en la valentía moral de los pastores y los fieles de apostar por la caridad (Juan Pablo II, ibídem). De este modo, nuestras comunidades parroquiales representan el espacio donde puede llevarse a cabo una verdadera pedagogía del encuentro entre inmigrantes y autóctonos, ayudando a superar el desafío de pasar de la mera tolerancia en relación con los demás al respeto real de sus diferencias; de vencer toda tendencia a encerarse en sí mismos y de transformar el egoísmo en generosidad, el temor en apertura y el rechazo en solidaridad (Juan Pablo II, ibídem). Un espacio privilegiado donde se realice el intercambio de experiencias y dones, el conocimiento y enriquecimiento mutuos, el descubrimiento de las semillas de la verdad en las diversas culturas, y donde todos, españoles e inmigrantes, sepamos plantear las cuestiones de sentido, las exigencias de la ley moral y de la relación con Dios, y abordarlas abriendo caminos de solidaridad y de esperanza y ofreciendo la persona y respuesta del Señor como respuesta global a todo hombre
Esta es nuestra tarea común. Inmigrantes y españoles junto, hemos de construir en la vida diaria, con gestos evangélicos: de solidaridad, de mutua ayuda, de amistad y de fraternidad, realizados con sencillez y constancia, una convivencia profundamente humana.
Siguiendo a Cristo, nuestra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó el muro de separación, la enemistad, aboliendo en su vida moral la Ley de los minuciosos preceptos; así, con los dos creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz y, a ambos, hechos de un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad (Ef 2, 11-16), hemos de empeñarnos juntos en la construcción de ka Iglesia que es la mejor ayuda para nuestro pueblo, nuestro barrio y nuestra comunidad. Es la acción propia de una comunidad cristiana que vive la catolicidad como una apertura esencial a todo lo que es obra del Espíritu en cada pueblo (Juan Pablo, ibídem). Este es el único camino para alimentar la esperanza de ahuyentar la indiferencia y rechazar el espectro de la xenofobia y el racismo. Es la acción urgente frente al deterioro humano que los repliegues egoístas provocan socavando muchas veces nuestra convivencia diaria.
La atención al hombre y la mujer inmigrantes y refugiados y el servicio a la fe, en una sociedad cultural y socialmente heterogénea, son una prioridad para toda comunidad cristiana llamada a constituirse desde la opción prioritaria por los pobres, en Evangelio no sólo para los inmigrantes sino también para el conjunto de la sociedad española. Esta apertura construye comunidades cristianas fervientes, enriquecidas por el Espíritu con los dones que les aportan los nuevos discípulos procedentes de otras culturas (Juan Pablo II, ibídem)
La Iglesia es consciente de que tiene esa misión. Sabe que Cristo la quiso como signo de unidad en el corazón del mundo, pues como afirmaba el Concilio Vaticano II este pueblo mesiánico, aunque de hecho aún no abarque a todos los hombres y muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano (L.G., 9)
Exhorto a todos los católicos a sobresalir en esta apasionante tarea, convencidos de que realizar una sociedad nueva desde la aceptación del que llega porque es un hermano, no es una utopía, sino una realidad concreta, escogida y posibilitada por el Espíritu, por que la caridad es un don de Dios. (Juan Pablo II, ibídem).
Que la Virgen María, nuestra Madre, que también experimentó la falta de cobijo en el preciso momento en el que estaba a punto de dar a su Hijo al mundo, ayude a la Iglesia a ser signo e instrumento de unidad de las culturas y de las naciones en una única familia.
Con mi afecto y bendición,