«Con María, llamados a la misión»
Mis queridos diocesanos:
La Jornada del Domund ha escogido como lema para su celebración, en este Año del Rosario, el de Con María, llamados a la misión. Si la Iglesia es misionera por su misma naturaleza, María tipo y figura de la Iglesia, nos estimula a la misión de llevar a Cristo a todos los hombres. Pablo VI la invocó como «Estrella de la evangelización» (EN 82), título que ha sido utilizado en repetidas ocasiones por Juan Pablo II y reforzado al definir a la Virgen como «Estrella de la nueva evangelización» (NMI 59).
María, Madre de la Iglesia desde su inmolación espiritual junto a su Hijo al pie de la cruz, acompaña ciertamente a los apóstoles en su oración en el Cenáculo y en la efusión del Espíritu Santo, que constituye el inicio de la misión universal, precediendo desde ese momento «con serena audacia» (RM 24) a quienes hasta entonces se habían mostrado pusilánimes.
La misión de la Iglesia, que, según Juan Pablo II, «se halla todavía en sus comienzos» (RM 1), exige hoy de todos los cristianos el mismo empuje y ardor misioneros de los doce Apóstoles y de la primera Iglesia de Jerusalén, dado además que la fuerza y el poder del Espíritu Santo no decrece, son exactamente los mismos, así como es idéntica la gracia recibida por la Palabra y los Sacramentos.
El Espíritu Santo viene a enseñarnos y recordarnos todo lo que Jesús ha dicho y ha hecho como Salvador del mundo, nos ayuda a profundizar en el sentido de su misión (cf. Jn 14,26) y, especialmente, a acrecentar en nosotros el mandato misionero que Cristo ha inculcado en los suyos con la promesa de su asistencia hasta el fin del mundo (cf Mt 28,20), promesa que se ha hecho realidad con la presencia eucarística del Señor y con el envío del Espíritu Consolador
También María, la Madre del Señor, está cerca de sus hijos y «nos acompaña en este camino» (NMI 59) de la evangelización, no exento de dificultades. Ella ha acompañado a los grandes misioneros y apóstoles de la fe y a los modestos y no menos heroicos misioneros y misioneras que, fieles a su vocación y carisma, han salido de su tierra a ejemplo de Abraham y han gastado su vida entre pueblos desconocedores de Cristo, mostrándoles con la palabra y el testimonio, al que es «el Camino» único y personal que conduce al Padre (cf Jn 14,6). Para todos ellos y para nosotros, en el aquí y ahora de nuestras vidas, deben hacerse realidad las palabras del Papa en su mensaje para este día: «El recurso confiado a María con el rezo del Rosario y la meditación de los misterios de la vida de Cristo pondrán de relieve que la misión de la Iglesia se debe sostener, ante todo, con la oración». No cabe, por tanto, la posibilidad de ser anunciador del Evangelio sin la experiencia de la contemplación del rostro de Jesús, que pertenece a María de un modo especial (cf RVM 10)
Si bien la cooperación misionera de todos es necesaria por siempre imperativo del bautismo (cf. CIC 781), la Iglesia sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,25), cuya juventud no puede sufrir detrimento, reclama hoy, de forma especial, la presencia evangelizadora de los jóvenes, presencia que no es la manifestación de un simple anhelo, sino que, como el Papa reconoce, ha brillado de modo espectacular como «un don especial del Espíritu de Dios» (NMI 9).
No es preciso remitirnos a encuentros y jornadas internacionales; tenemos aún en la viva emoción de nuestro recuerdo inmediato el encuentro del Papa con los jóvenes en su reciente visita a Madrid. En la colosal explanada de la Base Aérea de Cuatro Vientos, el Pontífice invitaba a la multitud de jóvenes allí reunida a participar en la «Escuela de la Virgen María» con estas palabras: «Ella es modelo insuperable de contemplación y ejemplo admirable de interioridad fecunda, gozosa y enriquecedora. Ella os enseñará a no separar nunca la acción de la contemplación; así contribuiréis mejor a hacer realidad un gran sueño: el nacimiento de la nueva Europa del espíritu». Una Europa a la que el Papa acaba de presentar en su último documento Ecclesia in Europa también como un objetivo de la misión «ad gentes» (n° 64), tanto por la realidad creciente día a día de la inmigración como por la pérdida o abandono de la herencia cristiana en no pocos ámbitos territoriales o culturales bajo pretexto de ser ésta incompatible con la modernidad. Dirigiéndose a la multitud de fieles congregados en la Plaza de Colón y aledaños, Juan Pablo II nos exhortaba a todos: «¡No rompáis con vuestras raíces cristianas! ¡Sólo así seréis capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza cultural de vuestra historia!»
Con María, pues, y confortados por el rezo del Rosario, nos es obligado pronunciar, como discípulos de su Escuela, nuestro «sí» decidido a la llamada a la misión universal, que supone el mandato de Jesús. Como he recordado al principio, María, Nuestra Señora de La Almudena, es, por su propia condición, misionera al igual que la Iglesia. A nuestra «Estrella de la nueva Evangelización» acudimos confiados, seguros de alcanzar su protección y de obtener, por su intercesión, nuevos bríos para afrontar con valentía y espíritu perseverante el compromiso misionero en la hora presente.
Con mi afecto y bendición para todos,