Discípulos de Jesucristo, testigos de la esperanza
Líneas de acción pastoral 2003-2004. Segunda etapa de la preparación del III Sínodo Diocesano
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La preparación del Tercer Sínodo Diocesano reclama todavía nuestra atención preferente durante este curso que ahora empezamos. Continuamos el trabajo con el más firme empeño, confirmados y alentados por la palabra del Papa Juan Pablo II en su reciente exhortación apostólica postsinodal La Iglesia en Europa, hecha pública el pasado 28 de junio, que nos muestra la urgente tarea de la Iglesia en Europa: anunciar a Jesucristo, Muerto y Resucitado, única fuente de esperanza para una sociedad que se deshumaniza, víctima de nuestras propias contradicciones y pecado. Secundando la exhortación del Santo Padre, queremos ser más fieles a Jesucristo y a su Evangelio, y prestar cada vez con mayor coherencia cristiana y ardor apostólico el servicio más necesario a nuestros conciudadanos: el anuncio de la salvación en Jesucristo, la transmisión de nuestra fe cristiana.
Nos anima igualmente el impulso apostólico que nos dejó la inolvidable Visita Apostólica del Papa en el mes de mayo pasado. Fue un don de Dios para los cristianos de Madrid y de España. Ha fortalecido nuestra fe y nos ha hecho experimentar con una intensidad nueva el gozo de creer en Jesucristo y el deseo de darlo a conocer. Desprovisto del vigor y la fortaleza física habitual en personas de su edad, su sola presencia traslucía el empeño de entregar la vida hasta el último aliento. Así lo confirmó con emoción no disimulada en sus palabras dirigidas a los jóvenes de España en “Cuatro Vientos”: “Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!” .
El mensaje de Juan Pablo II ha resonado claro y vibrante, haciéndose eco de la mismas palabras de Jesús a los apóstoles, “Seréis mis testigos”; y mostrando el camino para llegar también nosotros a ser sus testigos: el del trato cercano e íntimo de Jesucristo y de la vida en comunión con Él. En la “Escuela de la Virgen María”, nos ha dicho, se aprende a contemplar a Cristo, sin separar la acción de la contemplación. Es preciso cultivar con primor espiritual la gracia recibida en esos dos días benditos de la Visita del Santo Padre, el 3 y 4 de mayo pasado, si queremos un nuevo curso pastoral fecundo en frutos renovadores de vida cristiana, especialmente entre los jóvenes.
I. El Sínodo Diocesano
A finales del pasado mes de julio cerca de 2.500 grupos de consulta habían entregado sus propuestas sobre los dos primeros temas, que ahora son leídas y ordenadas. Ya ha comenzado la reflexión sobre la catequesis y los sacramentos. Trataremos en este mismo curso de cómo vivir mejor y más hondamente la comunión y la corresponsabilidad en la Iglesia diocesana, así como de la participación en la vida pública, en coherencia con nuestra fe cristiana. Para conseguir el objetivo de una auténtica evangelización, es preciso que el Evangelio de la vida se haga presente y operante en todo el tejido social.
1. Los primeros frutos
Aunque es comprensible que algunos piensen que lo verdaderamente importante en el proceso sinodal no es su preparación, sino la celebración de la Asamblea Sinodal que se reunirá, Dios mediante, en el curso 2004-2005, no es del todo exacto. Es evidente que los trabajos actuales no constituyen un fin en sí mismos y que se orientan a la Asamblea sinodal, a fin de que su reflexión sea más lúcida, más fraterno su diálogo y más audaz el compromiso con el Señor y con las exigencias de una nueva evangelización ¿Pero quién puede negar que la participación en los grupos de consulta está produciendo ya resultados muy positivos? Vosotros mismos nos lo habéis manifestado en repetidas ocasiones.
El primer fruto ha consistido sin duda en el mero hecho de reunirse para hablar de la propia fe en un clima de oración y de búsqueda de la voluntad de Dios. Hemos sentido la fortaleza que nos da la Palabra en momentos de prueba, el gozo interior que encontramos en ella, la necesidad de transmitirla a otros y lo difícil que resulta a veces vivir cristianamente en una sociedad tan paganizada como la nuestra.
Otro fruto muy valioso ha sido el de haber examinado con los ojos de la fe y una sincera actitud de conversión las situaciones que vivimos en la sociedad, en nuestras parroquias o asociaciones y en nuestra familia. En la humilde escucha de la Palabra de Dios el Espíritu Santo ha desvelado a los ojos de nuestra conciencia la verdadera realidad de nuestra vida personal y comunitaria, vista y valorada según la medida de la Ley de Dios.
Es cierto, un examen de conciencia veraz y cristianamente exigente, compartido con otros hermanos, nos ayuda a combatir contra las propias pasiones y las tentaciones del “enemigo” e implica la búsqueda de la verdad cristiana; es decir, supone no dejarse enredar en el relato interminable de las propias experiencias, acoger todo lo que la Palabra de Dios dice y no sólo lo que aparentemente nos conviene; y, finalmente, atreverse a avanzar en la dirección que Dios nos muestra aunque sea contra la corriente y la propuesta del mundo. Todo ello es posible si se vive en un clima de hondo y perseverante espíritu de conversión y con una valiente disposición de cambio de vida a la medida del Evangelio, según Dios, cueste lo que cueste. ¡Grande es -y será- el gozo que recibiremos por perseverar, con humildad y confianza, en la sincera búsqueda de la voluntad de Dios! Las propuestas de renovación y reforma personal y pastoral se aplicarán luego con toda la naturalidad, propia del estilo de vida de aquellos que, como María, escuchan la Palabra de Dios y la cumplen: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
2. Participar en el Sínodo es un testimonio de esperanza
La participación en un grupo de consulta sinodal -grupo eclesial orante-, a fin de preparar el Sínodo Diocesano, conlleva un valioso testimonio de la fe y una prueba inequívoca y eficaz de querer fortalecerla. No caigamos en la tentación del pesimismo, pensando que las comunidades eclesiales son demasiado rutinarias como para poder renovarse y abrirse a la voluntad del Señor y que resulta poco menos que imposible conseguir que la sociedad actual acoja el Evangelio. No, no sería nada sensato desistir del camino emprendido. Sólo pensará así el que no quiere salir de su propia comodidad o cuenta únicamente con sus propios recursos, los puramente humanos, y no con la gracia de Dios. Pero sabemos que Jesucristo resucitado vive en su Iglesia, nos llama a la conversión, perdona nuestros pecados y nos alimenta en la Eucaristía y los demás sacramentos, para enviarnos día a día a hacer de todos los pueblos discípulos suyos. No ha lugar ni para el desfallecimiento ni para la retirada. Todo lo contrario: lo que se impone es la actitud y el talante de la esperanza.
En la exhortación apostólica postsinodal La Iglesia en Europa, el Papa Juan Pablo II, nos ayuda a comprender bien las actitudes con que hemos de vivir nuestro trabajo sinodal en este curso que se inicia. Evocando el libro del Apocalipsis, nos muestra la fuerza sobrenatural de la resurrección de Jesucristo que guía y alienta a unas comunidades cristianas en su misión de anunciar el Evangelio en medio de la inseguridad, el desconcierto y las persecuciones. “No temas”, dice la voz del cielo, potente como una trompeta. “Yo soy el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno” (Ap 1,17-18). La Iglesia puede verse rechazada e incluso perseguida –como en tantas ocasiones a lo largo de su peregrinación histórica-, pero su confianza tiene un firme fundamento: el Viviente que sostiene en su derecha las siete estrellas, que son una figura de las diversas iglesias. La Iglesia habrá de hacer frente a las dificultades, no hay duda; pero su victoria está asegurada porque está en manos de quien ya ha vencido a la muerte para siempre (cfr. Ap 1,20).
“El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,22), que no es otra cosa que el Evangelio. El anuncio de la victoria del Resucitado es la clave que permite interpretar el sentido de los acontecimientos y de toda la existencia humana. El Evangelio es la palabra que Dios nos dirige para que percibamos cómo la historia que vivimos con nuestros hermanos, con sus interrogantes y sus penas, junto con sus anhelos, ilusiones y nostalgias, avanza, aunque sea a tientas, por el camino pascual, abierto por Jesucristo Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte.
Vivir el Sínodo y participar en él en la forma que sea posible -en los grupos de consulta, o unidos en espíritu y oración por sus frutos- es un acto de esperanza cristiana, sobrenatural, que no nace de nuestra sola voluntad de cambiar las cosas, como si el reino de Dios dependiera de nuestro esfuerzo; ni tampoco del bienintencionado e ingenuo optimismo que nos sugiere como alcanzables los ideales de nuestra imaginación. La esperanza cristiana nace de la seguridad del don de la Vida a la que Dios nos llama, por más que la veamos fuertemente combatida y amenazada por el pecado. La Vida del Resucitado se abre camino ya en nuestra historia victoriosamente y llegará un día en que será realidad plena, por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, que con sus dones, con la gracia, ha puesto en el corazón de los cristianos las semillas indestructibles del Reino. La victoria del Resucitado sobre la muerte no es una hipótesis posible o deseable: es cierta (cfr. 1 Cor 15,54-58). En tiempo de incertidumbre como el nuestro, esta certeza puede parecer a algunos arrogante. La fe no lo permite, al situarnos en el polo opuesto del triunfalismo: al mostrarnos en el cuerpo glorioso del Resucitado las llagas abiertas, que nos avisan del sufrimiento en el camino.
El que participa en el Sínodo proclama esta certeza y, fundado en ella, sabrá buscar con toda humildad qué quiere Dios de nosotros aquí y ahora, y disponerse a la reforma de la propia vida, y a colaborar lleno de alegría en la realización del plan de Dios en este momento de la historia y de la vida de la Iglesia Diocesana. ¡Estamos seguros de no trabajar en vano!
3. Participar en el Sínodo es ponerse en camino de conversión
Comprender los acontecimientos de la historia -también los de nuestra pequeña historia personal- a la luz de la Resurrección del Señor, contemplar la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros y en la Iglesia, conduce, como decía el Mensaje final del II Sínodo para Europa, a “una alegre confesión de esperanza: ¡tú, Señor resucitado y vivo, eres la esperanza siempre nueva de la Iglesia y de la humanidad; tú eres la única y verdadera esperanza del hombre y de la historia; tú eres entre nosotros ‘la esperanza de la gloria’ (Col 1,27) ya en esta vida y también más allá de la muerte! En ti y contigo podemos alcanzar la verdad, nuestra existencia alcanza el auténtico sentido, la comunión es posible, la diversidad puede transformarse en riqueza, la debilidad en fortaleza, la fuerza del Reino ya está actuando en la historia y contribuye a la edificación de la ciudad terrena, la caridad da valor perenne a los esfuerzos de la humanidad, el dolor puede hacerse salvífico, la vida vencerá a la muerte y la creación participará de la gloria de los hijos de Dios”1 .
Lo sabemos: del reconocimiento entusiasta del Señor Resucitado y de su obra salvadora nace el deseo intenso de vivir unidos a Él, nuestro amor y nuestra esperanza; y el compromiso de entregarnos con todas nuestras fuerzas, siempre apoyados en la gracia, a secundar su llamada. Precisamente esto es lo que pretendemos con el Sínodo Diocesano: ver más claro cómo corresponder a la acción de Dios y, pidiéndoselo, decidirnos a ello con toda generosidad.
Pero somos igualmente conscientes de que no alcanzaremos más claridad ni mayor generosidad sin una conversión sincera al Señor y a su Evangelio. La reforma que verdaderamente nos capacite a toda la comunidad diocesana para ser “sus testigos” en todos los aspectos de la vida personal y comunitaria -transformación de las personas, renovación de la acción pastoral, etc.- será la que nazca de la conversión a la persona de Jesucristo. Por eso hemos iniciado el camino sinodal con espíritu de penitencia y haciendo examen de conciencia. Los criterios para orientar la renovación a la que nos sentimos llamados, no los buscamos primariamente en las técnicas, psicológicas y sociológicas -siempre útiles-, que estudian el comportamiento de los grupos etc., sino en la Palabra de Dios acogida con fe y confianza en comunión con la Iglesia. Esa palabra -palabra de la verdad-, aplicada a la vida, iluminará el itinerario de la verdadera renovación diocesana.
También en este punto es extraordinariamente luminosa y sugerente la exhortación sobre “La Iglesia en Europa”. Continuando con el paradigma del Apocalipsis, el Papa recuerda la visión del libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos y sostenido en la mano derecha por el que está sentado en el trono. Nadie puede abrir el libro ni leerlo, sino sólo Jesucristo. Sólo él conoce y puede revelar y realizar su contenido: el proyecto definitivo de la salvación misericordiosa de Dios sobre las personas y la historia. El libro es entregado al apóstol san Juan con la orden de comérselo. De este modo lo asimilará con la intensidad y la identificación necesaria para poder comunicarlo provechosamente a los demás (cfr. Ap 10).
Participar en la preparación del Sínodo supone el deseo sincero de buscar la voluntad de Dios y asimilarla, renunciando al proyecto propio, que con tanta frecuencia consideramos irrenunciable. Será irrealizable sin que tome cuerpo y forma concreta en nuestro proceder sinodal un acto de conversión, a saber: la renuncia a criterios, sentimientos y conductas contrarios al Evangelio, aunque pudieran presentarse como razonables e incluso como más de acuerdo con la opinión mayoritaria en la vigente mentalidad del “mundo” y en el abandono de la rutina pastoral y la tibieza espiritual y apostólica, dispuestos a andar nuevos caminos por muy ásperos que sean, yendo al encuentro de los que están lejos. “Se observa, escribe el Papa, cómo nuestras comunidades eclesiales tienen que forcejear con debilidades, fatigas, contradicciones. Necesitan escuchar también de nuevo la voz del Esposo que las invita a la conversión, las incita a actuar con entusiasmo en las nuevas situaciones y las llama a comprometerse en la gran obra de la nueva evangelización”2 .
Basta con ser realistas para sentirnos obligados a reconocer que no avanzaremos en el camino de la conversión si no dedicamos tiempo exterior e interior para buscar el encuentro con el Señor en la lectura y meditación del Evangelio: en “la contemplación de su rostro” y en la oración ferviente con María. Él es la revelación y realización plena del designio de Dios Padre para la humanidad. Sólo unidos a Él, podremos pensar y juzgar como Él, vivir y actuar como Él, obedientes a Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y servidores de nuestros hermanos.
Nuestra comunidad diocesana, en su camino sinodal, quiere acoger, orando, esta invitación a la conversión, renovar el ardor apostólico para afrontar los nuevos retos de una sociedad hambrienta de Dios y asumir con responsabilidad pastoral y alegría cristiana el compromiso de la evangelización.
4. Participar en el Sínodo es renovarse para anunciar mejor el Evangelio
En la decisión de convocar y preparar el Sínodo, no ha pesado ni única ni primordialmente los asuntos internos de una mejor organización canónica y pastoral de la Iglesia diocesana, sino la necesidad urgente, inequívocamente constatada, de un anuncio misionero del Evangelio a nuestra sociedad. La comunidad diocesana ha de atreverse a entrar en el campo abierto de “la misión” en búsqueda de los que no pertenecen a la Iglesia y de los que están unidos a ella sólo por lazos muy tenues. Es incontestable el hecho de los muchos que en Madrid no conocen el Evangelio y de los muchos más que viven “como si Dios no existiera”. La exhortación La Iglesia en Europa nos ayuda en el lúcido discernimiento y concreción de este proceso del anuncio misionero de Jesucristo en la sociedad madrileña cuando nos advierte: “La misión de cada Iglesia particular en Europa es tener en cuenta la sed de verdad de toda persona y la necesidad de valores auténticos que animen a los pueblos del Continente. Ha de proponer con renovada energía la novedad que la anima”3 .
En la preparación del Sínodo hemos de aprender, pues, a mirar con amor a las personas a las que somos enviados por la Iglesia, movidos por los mismos sentimientos del Señor misericordioso, humildemente, sin desahuciar ni rechazar de entrada a nadie. Hay que afinar el alma para llegar a reconocer las huellas de la gracia de Dios en ellas, por muy situadas en el pecado y hasta muy deshumanizadas que nos parezcan, con sus luces y sus sombras, porque en esa obra de la gracia ha de apoyarse nuestro anuncio de Jesucristo, claro y significativo en las palabras y fiable en el testimonio de la vida. No otra debe ser la actitud que habrá de guiar nuestra mirada cuando la fijemos en el estado actual espiritual y pastoral de nuestras comunidades: en medio de sus limitaciones, errores e incluso pecados y desviaciones, se está abriendo paso la acción santificadora y renovadora del Espíritu Santo, que es preciso descubrir y secundar.
Con la preparación del Sínodo habremos también de capacitarnos para “dar razón de nuestra esperanza”. Reflexionar sobre los problemas, dialogar como hermanos para comprenderlos mejor, compartir nuestras experiencias de fe y vida cristiana a la luz de las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, es seguro que nos facilitará el expresar con nuestras propias palabras lo que nos aporta a nosotros mismos la fe íntegra en Jesucristo y la plena y sincera pertenencia a la Iglesia. Ser de Jesús conlleva la pertenencia a la Iglesia. En muchas ocasiones el anuncio del Evangelio tendrá que empezar de este sencillo modo, al hilo quizá de una conversación aparentemente poco importante, para terminar contando con sinceridad y alegría la plenitud de nuestra experiencia personal de la existencia cristiana. Así es como se suelen alumbrar los nuevos propósitos y los cambios de vida que remueven al cristiano y a la comunidad eclesial.
En la medida pues en que la reflexión sinodal nos ayuda a purificar y a vivir nuestra experiencia de fe con toda la verdad y autenticidad cristiana y eclesial quedamos más y más marcados por esa fe que no es reducible ni al puro sentimiento ni a desnuda teoría, sino que es un modo de ser y de existir que nos impulsa a la acción: a defender incondicionalmente la vida, a respetar y honrar la dignidad inalienable de las personas, a buscar la verdad, ser artífices de la paz y a proponer las ideas en vez de imponerlas, amar a los pecadores, a los pobres y a los más débiles. Puede decirse entonces que ya la misma preparación del Sínodo nos hace avanzar hacia esa transformación propia desde dentro de nosotros mismos y a contribuir a la renovación de la humanidad, que el Papa Pablo VI expresaba con estas palabras: “Transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación”4 .
5. Participar en el Sínodo nos capacita como servidores
Participar en un grupo de consulta sinodal es un gesto de amor y de servicio eclesial de primer orden. Significa dedicación y sacrificio de mucho tiempo y de muchas energías. La consulta que se hace a los grupos no se reduce a mera encuesta sociológica a la que se pueda responder rápidamente por teléfono o en la calle sin mayores compromisos. Analizar en grupo las situaciones que vivimos en la Iglesia diocesana, meditar la Palabra de Dios, acoger las llamadas a la conversión personal y comunitaria, y esto en muchos casos sin poder abandonar otras actividades, supone una generosidad y un esfuerzo extraordinarios que solamente permanece y prospera con la ayuda de la gracia y de la oración. Es más, precisa de un espíritu de cierta consagración a Dios y a su servicio incondicional.
Para apreciar el valor de este servicio vale la pena recordar una vez más de la mano de la exhortación La Iglesia en Europa lo que está en juego con nuestro gran objetivo sinodal. Nos encontramos ante una sociedad marcada por el inmanentismo y por una especie de agnosticismo práctico e indiferencia religiosa, carente de base espiritual, que parece haber olvidado la fe cristiana que la ha configurado durante siglos; una sociedad asustada y temerosa ante el futuro, que renuncia a tener hijos y a trasmitirles los valores trascendentes provenientes de la verdad sobre Dios y sobre el hombre que la recta razón y la revelación dan a conocer. De ahí que sea frecuente la relativización de la moral separándola de la fe que le da fundamento; se desconciertan las relaciones humanas, y en especial la familia, sin referencias ciertas que las salven de la fascinación y el vaivén de los intereses materiales. En estas condiciones, en las que impera el individualismo y la insolidaridad, a pesar del trabajo benemérito de personas e instituciones en el campo de la promoción social, son poco menos que inviables las opciones definitivas de vida. Y, sin embargo, no son pocos los que no se resignan a sufrir pasivamente semejante proceso de deshumanización, sienten una imperiosa necesidad de esperanza, y no pueden disimular su sed de espiritualidad. En esta sociedad europea, en el pórtico del Tercer Milenio de su historia cristiana, han abundado los mártires y testigos de la fe, han florecido los santos y los que buscan y anhelan el rostro de Dios. Incluso, rebelándose contra la superficialidad generalizada, se admira a quienes por amor a Dios se entregan heroicamente al servicio del prójimo, aunque haya que conceder que su ejemplo desborda la propia capacidad de comprensión y de seguimiento.
En este momento histórico en que parece que se está fundando Europa de nuevo en torno a un proyecto común, se hace más apremiante nuestra vocación y presencia. Hemos recibido el Evangelio, hemos creído en él, la fe cristiana ha marcado nuestras vidas, y la del conjunto de la sociedad europea a lo largo de una historia bimilenaria. Abandonar o minusvalorar la tradición cristiana que hasta ahora nos ha vivificado constituiría un mal irreparable. En esta singular coyuntura histórica estamos llamados a anunciar, “con nuevo ardor, con nuevos métodos y con nuevo lenguaje” el Evangelio creído, celebrado y vivido en la Iglesia: fundamento de la verdadera libertad, que rompe de verdad las ataduras y esclavitudes que nos impone la sociedad y los poderes de este mundo; fundamento de esperanza, que nos abre a un horizonte de plenitud en la comunión con Dios mediante nuestra santificación y la promesa indefectible de la vida eterna.
Tratar de reavivar las raíces cristianas de Europa, lejos de responder a una nostalgia romántica o a “un sueño” imposible, equivale más bien a dar un nuevo impulso al compromiso de la evangelización. A empeñarse en un nuevo y valiente testimonio de la fe y en la construcción de una sociedad cada vez más humana en torno a la tutela y promoción de la dignidad inviolable de la persona: de su valor supremo frente a cualquier beneficio económico o hedonista5 y frente al egoísmo y la indiferencia por los que sufren. Es servicio humilde y generoso frente al elitismo y la prepotencia dominantes.
Mientras vamos preparando los trabajos de la Asamblea Sinodal -y mucho más claramente sucederá así en la Asamblea misma- habremos de tener muy presente este aspecto “diaconal” del Sínodo Diocesano: servimos en él y con él a la Iglesia y a su misión evangelizadora en el mundo. Un servicio evangelizador que presupone e incluye el proceso de nuestra propia conversión, y que se expresa en el darse y dar la vida por Cristo a los hermanos. Nuestra ganancia será el ciento por uno prometido por Jesús a quienes confían en su palabra y la cumplen.
La etapa de la consulta a los grupos, en la que nos encontramos actualmente, es inevitablemente larga y exigente. Resulta difícil a veces encontrar las fórmulas para las soluciones que buscamos. Es explicable que nuestra fe y nuestra confianza se vean puestas a prueba. Además tropezamos con las limitaciones y defectos propios de toda realización humana: en la organización del trabajo, en la elaboración de los cuadernos de consulta, en la presentación del método, etc. No dudemos en colaborar con la debida información y, ayudando a mejorar los defectos que podamos advertir. Y no tengamos reparos en preguntar o pedir ayuda cuando lo necesitemos, sin dejar que nos paralicen las dificultades. Y, sobre todo, acudamos a quien nos da aliento y esperanza constantemente: el Espíritu Santo, “la fuerza que pone en pie a la Iglesia en medio de las plazas y levanta testigos en el pueblo”, a quien pedimos en la oración del Sínodo junto con María, nuestra Madre y Señora de La Almudena: “que nos guíe en la búsqueda de la verdad… y nos impulse a comunicar de nuevo el gozo del Evangelio”.
“Quien encuentra al Señor conoce la Verdad, descubre la Vida y reconoce el Camino que conduce a ella”6 . ¿Cómo podrían oír y ver la Palabra de la Vida, si no resuena en nuestras comunidades y asociaciones, si no nos convertimos y la hacemos palpable en nuestros criterios y en nuestra conducta?
II. La lectura orante y eclesial de la Sagrada Escritura
Si nuestro testimonio de Jesucristo ha de ser fiel a todo lo que Él significa como el Hijo de Dios y Salvador del hombre, es preciso conocerle mejor y vivir unidos a Él. El Papa ha dado la señal de alerta sobre la falta de interioridad que aqueja a la cultura europea actual. Es su drama, nos ha dicho en “Cuatro Vientos”; sólo superable por la vía de la oración contemplativa. Si sabemos mirar a Cristo y dejarnos mirar por Él, si contemplamos los Misterios de su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección reposada y devotamente, si abrimos el corazón a su Evangelio, penetrando en el Misterio del amor de Dios que entrega a su Hijo para que nadie perezca, irá creciendo y madurando en nosotros la vida interior. Estaremos resolviendo el drama europeo en la parte tan decisiva que nos toca (cfr. Jn 3, 17).
Como un primer paso para responder al reto de Juan Pablo II, nos proponemos promover la lectura asidua de la Sagrada Escritura en toda la Diócesis: en las parroquias, comunidades, asociaciones y movimientos, incluso en las propias familias. Decía con genial acierto san Jerónimo que “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”7 ; lo que es lo mismo que ignorar el amor de Dios, cegar la vía regia de su conocimiento verdadero y la posibilidad de entrega a Él.
1. Recibir el Evangelio de manos de la Iglesia
La figura de Jesucristo no se reduce a la de un héroe admirable o de un personaje ejemplar que nos conmueve. Es infinitamente más: el Hijo de Dios vivo que se hizo hombre por nuestra salvación, como confesó Pedro en Cesarea de Filipo. La Verdad sobre Jesucristo no se la reveló ni la carne ni la sangre sino el Padre que está en el cielo. El ciego Bartimeo siguió al Señor por el camino, como un discípulo, sólo después de recuperar la vista del cuerpo y del alma. Los apóstoles proclaman con claridad y audacia que Jesús es el Mesías después de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés. También nosotros lo confesaremos delante de los hombres de nuestro tiempo, tan autocomplacientes y orgullosos de sí mismos, solamente si recibimos y acogemos la gracia del Espíritu Santo: la vida nueva, que se expresa y manifiesta en la fe, la esperanza y la caridad: las virtudes sobrenaturales.
Los apóstoles “predicaron la palabra de la verdad y engendraron las Iglesias”8 . El testimonio de los apóstoles pervive fielmente en los obispos, sus sucesores. Por ellos, como testigos autorizados del Evangelio, llega a los hombres de todos los tiempos, y a nosotros hoy, la invitación a creer en Jesucristo Resucitado, nuestro Señor y Redentor. La palabra de los Apóstoles, actual en la palabra de sus sucesores, “con Pedro” y “bajo Pedro”, reclama la respuesta de la fe plena y viva. Es el Espíritu Santo quien nos mueve a abrirnos a Cristo y su obra salvadora, anunciada, celebrada y vivida en la Iglesia, en comunión jerárquica con el ministerio apostólico que garantiza su autenticidad. Fuera del ámbito de la comunión de la Iglesia, animada y sostenida por el Espíritu Santo, Jesús podrá ser conocido como influyente personaje histórico, pero jamás reconocido como Hijo de Dios, Salvador y único Maestro. Nosotros sí le conocemos en toda su verdad y lo confesamos valiente y gozosamente: ¡Jesucristo es el Hijo de Dios, el Salvador, el Señor Jesús, nuestro Señor!
La relación con Jesucristo no es, pues, planteable como mero asunto privado de cada persona, ni puede diluirse en una mera experiencia subjetiva. Solamente dentro de la comunión de la Iglesia es posible el trato sincero con Él, el crecer como discípulos suyos, el saberse queridos no como siervos, sino como amigos, a quienes Jesús revela todo lo que ha oído de su Padre. Es en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica donde recibimos de Él -que nos lo da- la plenitud de su Espíritu que nos guía hacia la verdad completa, nos transforma y nos convierte en testigos que han de hacerle presente en el mundo por la palabra y las obras.
2. Acoger el Evangelio en el silencio del corazón
Sí, es el Espíritu de la Verdad quien nos hace recordar y comprender cordialmente las enseñanzas del Señor: Una gracia que debe ser acogida y cultivada. ¡No nos olvidemos nunca de invocarle antes de leer la Sagrada Escritura en cualquiera de sus textos! Pues Él la ha inspirado como testimonio escrito de la Revelación definitiva de Dios para el hombre: de su Palabra, hecha carne; que nos ha hablado de una vez para siempre, para todos los tiempos; también para el nuestro. Sin oración, no hay acogida verdadera de la Palabra de Dios.
Conocer algunas informaciones sobre el texto bíblico, objeto de nuestra lectura -en qué circunstancias fue escrito o cómo lo entendían las comunidades primeras que lo leyeron, etc.- es, sin duda, muy útil. Los comentarios de los estudiosos de la Biblia, concebidos y escritos en sintonía con la fe de la Iglesia, mucho más. Pero no es suficiente: limitarse a analizar un pasaje de la Escritura como un mero texto literario equivaldría a desconocer lo más importante en ella: el ser instrumento de la transmisión de la Palabra de Dios. Por ello, lo que verdaderamente importa, es nuestra docilidad interior para saber escuchar y acoger lo que la Palabra de Dios nos dice para el momento y situación concreta en la que nos hallamos: ¿Qué Buena Noticia nos revela Dios hoy a través de la Sagrada Escritura? ¿Qué aspecto del Misterio de Cristo y de su designio sobre nosotros, qué rasgo de su rostro se nos muestra? No podemos perder de vista la meta de nuestras aspiraciones y propósitos: conocer mejor a Jesucristo, fortalecer la comunión con él, capacitarnos para ser sus testigos.
Por ello, lograr un clima de oración resulta requisito indispensable para poder leer y meditar la Sagrada Escritura en consonancia con Aquél que late detrás de su letra: el Espíritu Santo. A Él debemos escuchar en primer lugar. Con la luz que nos viene de la Palabra de Dios el Espíritu Santo nos hace ver cómo la acción salvadora de Jesucristo se va abriendo camino en nuestra propia vida, en los acontecimientos –grandes y pequeños- de la historia, en la trama de las decisiones que los provocan, en las situaciones que se crean, en la influencia que tienen sobre las personas y los grupos. Y, en su trasfondo, nos abre el horizonte de la Verdad salvadora para comprender quiénes somos -quién es el hombre- qué es el mundo, cuál es nuestro fin último, de quién y de dónde vienen las respuestas verdaderas a lo que son nuestras primordiales necesidades en la vida y en la muerte.
En el clima de oración brota, luego, del corazón, como espontáneamente, la acción de gracias y la alabanza a Dios por lo que nos hace ver y desear, la súplica porque nos vemos frágiles, el arrepentimiento por nuestros pecados y por los impedimentos que ponemos a su gracia. Y se perciben simultáneamente las llamadas interiores a secundar la acción de su Espíritu que nos pide respuestas y compromisos de fidelidad y de santidad ante las situaciones concretas personales y comunitarias que nos ha ido desvelando.
La lectura eclesial, orante y espiritual -en el Espíritu-, de la Sagrada Escritura nos arranca de la rutina y nos conduce a la conversión. Nos anima a vivir lo que decía san Pablo a los cristianos de Roma: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,2).
3. Una especial invitación a los jóvenes
El Papa ha dedicado en su Viaje a Madrid una especial atención a los jóvenes. El Aeródromo de “Cuatro Vientos” fue el escenario emocionante de un encuentro imborrable entre el Papa y la juventud de Madrid y de España. La invitación a ser testigos de Jesucristo resonó para ellos con una fuerza interior y una expresividad exterior del todo singulares. No queremos perder sus ecos en la tarea de la Pastoral Juvenil de Madrid. Antes al contrario, nos proponemos vivir la llamada del Papa en el presente curso como el aliento espiritual que anime toda la acción de la Iglesia en Madrid con sus jóvenes dentro y fuera de los frutos sinodales.
Juan Pablo II ha pedido a los jóvenes, en primer lugar, que se dejen guiar por María -Madre cercana, discreta y comprensiva-, para llegar al conocimiento de la verdad a través de la contemplación. Sin experiencia contemplativa no serían capaces de convertirse en esos “centinelas del mañana”, esperanza viva de la Iglesia y del Papa, “apóstoles humildes y valientes del tercer milenio”, como espera de ellos Juan Pablo II. En la escuela y de la mano de la Virgen María podrán llegar al corazón mismo del mensaje cristiano: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
El itinerario espiritual que les ha marcado el Santo Padre, se presenta de una sencilla claridad: perseverar en la contemplación del Misterio de Cristo Resucitado, presente y activo en la predicación, en la liturgia y en la vida de la Iglesia, encontrar tiempos y espacios para la oración personal, descubrir, si no lo han hecho antes, el rezo del Santo Rosario. Si han de asumir con valentía la tarea de ser “los heraldos generosos del Evangelio” en medio del mundo, cooperadores intrépidos de la instauración del Reino, que viene por el Señor Resucitado, el Papa les recuerda la premisa esencial: “necesitáis la ayuda de la oración y el consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podréis ser los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores”. De este modo serán los operadores y artífices de la paz que necesita la humanidad doliente de nuestro tiempo. Es el segundo reto que les lanzaba Juan Pablo II: “Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor… Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen”.
El Papa concluía su exhortación con una llamada a la responsabilidad cristiana y eclesial de los jóvenes: “Es preciso que vosotros, jóvenes, os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos”. Hablad sin miedo de Jesucristo -les dice- que “es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino”. No tienen por qué temer: “El Señor nunca dejará de acompañaros con su gracia y el don de su Espíritu”. El mensaje del Papa no puede ser más claro. El joven debe ser un apóstol, sobre todo, de los otros jóvenes, sabiendo compartir con sus amigos alejados o no creyentes, la fe y la confiada esperanza en la gracia salvadora con la que afrontar la propia existencia. Y, especialmente, cuando se acercan a la edad madura no habrán de vacilar en abrirse y comprometerse con fórmulas y cauces asociativos concretos al servicio de “la civilización del amor” y del Evangelio en los distintos campos de la vida social. La perseverancia en la comunión con Cristo por la oración y los sacramentos y la experiencia eclesial de la fe, vivida en el seno de la Iglesia unida en torno al Sucesor de Pedro y a los sucesores de los Apóstoles, los sostendrá y los alentará en el empeño.
El Papa ofreció a los jóvenes su propio testimonio personal. Después de recordar los 56 años transcurridos desde su ordenación sacerdotal –ministerio pastoral como sacerdote y como obispo bajo un régimen totalitario y ateo; atentado, enfermedades, lucha en todos los campos por el Evangelio y los derechos humanos…- les asegura que “vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!”.
Sin apóstoles, no es posible la evangelización. El ejemplo del Papa resultó convincente y conmovedor a la vez. Por eso, los jóvenes respondieron con entusiasmo cuando Juan Pablo II les exhortaba con ardor: “Si sientes la llamada de Dios que te dice: ‘¡Sígueme!’, no la acalles. Sé generoso, responde como María ofreciendo a Dios el sí gozoso de tu persona y de tu vida”. La Iglesia diocesana necesita muchos sacerdotes, necesita consagradas y consagrados. El apostolado seglar fructificará si se ve animado y cultivado por el celo y la dedicación de pastores santos y de almas entregadas totalmente al amor de Cristo. Nuestros jóvenes necesitan un cuidadoso acompañamiento personal que les ayude en el crecimiento espiritual y en el discernimiento vocacional.
Digámoslo una vez más: a una vida interior fecunda, al testimonio de la palabra valiente y de la acción generosa, a las obras auténticamente evangélicas, a la respuesta decidida a una llamada de especial consagración, sólo se llega por el camino del conocimiento de Jesucristo, leyendo y meditando el Evangelio que ilumina nuestra vida y la transforma.
Por eso invito a todos los jóvenes de la diócesis, en parroquias, movimientos, asociaciones, colegios, o dondequiera que vivan su vocación cristiana, a que, individualmente o en los grupos de los que forman parte, reserven durante este curso el tiempo necesario para dedicarlo a la lectura continuada del Evangelio según San Lucas.
Es el evangelio que será proclamado este año en la liturgia dominical. La Iglesia, que siempre ha venerado la Sagrada Escritura en estrecha dependencia de la Eucaristía, haciendo preceder la Liturgia de la Palabra a la liturgia específicamente eucarística, nos invita a coronar la escucha de la Palabra con la proclamación y acogida de Evangelio9 . Para comprenderlo y acogerlo con fruto, bueno será procurar leerlo antes de la celebración, meditarlo, saborearlo, alimentar con él la oración.
A través de distintas Delegaciones Diocesanas se distribuirán folletos con comentarios y observaciones que ayuden a la lectura orante y espiritual del Evangelio, y la sostengan. Cada asociación o cada movimiento puede seguir el método más afín con su propio carisma, o que resulte más adaptado a sus circunstancias. La fuerza del único Espíritu, del que todos bebemos, hará converger hacia el bien común la fecundidad de los distintos caminos que serán recorridos en la comunidad diocesana según las distintas vocaciones.
Procuremos evitar que las diversas tareas pastorales en parroquias o asociaciones, que tantas veces nos agobian a los sacerdotes y a los educadores, nos hagan caer en la dispersión. Y evitemos igualmente que el cúmulo de actividades diversas y urgentes a las que hay que atender, no nos impidan encontrar el tiempo de sosiego necesario para la oración. Es algo pastoralmente esencial. Sin la oración nuestra acción se diluye en activismo, el testimonio degenera en protagonismo. Orar no equivale a pérdida de tiempo pastoral o social. La oración no es “un lujo espiritual” superfluo para los momentos esporádicos que nos deja libre el servicio a los hermanos; al contrario, garantiza la autenticidad evangélica de nuestro amor y servicio al prójimo.
III. Año Santo Compostelano: el Camino de Santiago
El año 2004 es Año Santo Compostelano, Año jubilar, Año de peregrinación, de perdón, de gracia10 . La Fiesta del Apóstol Santiago cae de nuevo en domingo. Desde ahora invito a todos, especialmente a los jóvenes -¿qué cristiano puede no sentirse joven?- a prepararse para vivir intensamente la peregrinación al sepulcro del Apóstol Santiago, el primer testigo del Señor. Un método espiritual excelente para purificar y fortalecer la fe recibida de los apóstoles y para renovar nuestro compromiso como testigos de la esperanza en este curso pastoral tan decisivo para una fructuosa preparación del Sínodo Diocesano.
El Camino de Santiago ha despertado un creciente interés en los últimos años, a pesar de los embates de una cultura secularizante y laicista, debido en una extraordinaria medida a las peregrinaciones de Juan Pablo II: el más insigne peregrino jacobeo de toda la historia. Cada vez son más numerosos los que recorren a pie al menos alguna etapa del Camino con el espíritu del peregrino cristiano. Los motivos son ciertamente diversos, pero aun los que pudieran parecer más ajenos a la fe, no dejan de expresar, aunque sea torpemente, una indisimulable sed de espiritualidad.
1. Una llamada a superar la superficialidad
El primer paso de la peregrinación quizá tenga que ser el de atreverse a rasgar la superficialidad en que estamos instalados, y decidirse a emprender algo serio, diferente: salir de nosotros mismos, abandonar –como Abraham- nuestra tierra. Esa decisión puede resultar costosa en algunos casos, porque habrá que tomarla en contra del ambiente, mucho más favorable a la comodidad, a la ociosidad y a la diversión ruidosa.
Peregrinar bajo el sol o la lluvia es sacrificio, nos desinstala de nuestra comodidad habitual. Perseverar en el Camino, volver a empezarlo cada mañana sin la seguridad de tenerlo todo previsto, vivir la provisionalidad, supone una disponibilidad desacostumbrada, pero al mismo tiempo provoca una experiencia profundamente gozosa que tiene su fuente en la Providencia que nos mantiene firmes y animados en la peregrinación. En el sacrificio del esfuerzo continuado, en la austeridad, en la apertura al amanecer de cada día, pueden vivirse experiencias insospechadas, donde actúa la gracia del Creador y Salvador.
El Camino de peregrinación, con sus momentos de silencio, es tiempo propicio para orar, reflexionar y dejar que afloren en la conciencia las preguntas fundamentales, que el ajetreo de la vida ordinaria suele mantener en segundo plano. La peregrinación, el pasar de un lugar a otro sin quedarse en ninguno, permite ver con más claridad, por el desapego y la distancia, el valor del tiempo y de las cosas y las respuestas a los grandes interrogantes de la existencia. La dureza del camino ofrece ocasión de tener que sacrificarse para ayudar a los débiles o ejercitar la humildad y dejarse ayudar, y a veces sirve para comprobar paradójicamente lo contrario: que el corazón humano es capaz de cerrarse a sus semejantes. El Camino de peregrinación es un itinerario de gracia y de reconocimiento penitente del pecado. La atmósfera que se crea entre los que caminan juntos propicia también unas relaciones humanas más auténticas, en las que la simplicidad y la gratuidad hacen desvelar aspectos muy enriquecedores de la vida. En esas condiciones, qué duda cabe, la Palabra de Dios resuena en el corazón con toda su permanente novedad, y muestra un significado todavía no descubierto y unas consecuencias sorprendentes para nuestra vida.
2. Una llamada a la conversión
El Camino de Santiago, para quien lo vive en autenticidad, además de un camino físico y del esfuerzo por alcanzar una meta, puede y debe resultar una peregrinación desde lo más profundo de uno mismo a la verdad de la creación y de la redención, a la verdad que somos y a la que a cada uno nos llama Dios a ser: la vocación de hijos de Dios llamados a la salvación11 .
El Evangelio que el Apóstol Santiago y los demás Apóstoles predicaron, y que hoy recibimos de manos de la Iglesia, ilumina la realidad de nuestra vida. Pone en claro lo mejor de nosotros mismos, nuestras aspiraciones más hondas, y hace más firme el convencimiento, ya más de una vez verificado, de que nuestra felicidad crece a medida que nos atrevemos a avanzar en la dirección que el Evangelio nos indica.
Así, a lo largo de la peregrinación se puede reconocer el peso del pecado: la preocupación por la propia imagen y la fama, el uso de nuestro cuerpo como un simple instrumento egoísta para el placer, la manipulación de sentimientos y voluntades con tal de hacernos querer, la insolidaridad con que defendemos nuestros propios intereses materiales por encima incluso del derecho a la vida y al amor de los más próximos a nosotros -el esposo, la esposa, los padres, los hijos, los que no han nacido aún, los familiares y amigos-, la pereza para ayudar, la insensibilidad a la llamada de Dios… Pero la Buena Noticia y la necesidad de conversión que la Iglesia no deja de anunciarnos, nos hace sentir lo honda que es nuestra nostalgia de Dios, y lo profundo de nuestro deseo de encontrarnos de nuevo con Él y dejarnos abrazar como hijos pródigos que retornan a la casa paterna.
Al Camino de Santiago, a la peregrinación, pertenece, como elemento esencial, esta búsqueda del perdón de Dios, de la indulgencia, de la reconciliación con Dios y con los hermanos, de dejarse recrear como criaturas nuevas mediante el sacramento de la Penitencia. Entrar por la “Puerta Santa” y cruzar el Pórtico de la Gloria es símbolo de una vida cristiana comenzada de nuevo. “Yo soy la Puerta” (Jn 10,9), dice el Señor. Reconocerlo así, pasar por Él, es entrar en Él, Camino, Verdad y Vida.
3. Una obra de penitencia
La misma peregrinación, vivida como se debe, con sentido cristiano, se convierte en obra de penitencia. Es decir, en una ejercitación de la vida cristiana en la que se va borrando la tendencia al mal o la añoranza por él que deja en nosotros el pecado, aun después de haber sido perdonados en la confesión sacramental.
Las celebraciones, la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, quizá compartida al final de la jornada, corrige la insensibilidad y la indiferencia ante las llamadas de Dios. La ayuda pronta a quien lo necesita, cura la pereza y el egoísmo. La sinceridad en las relaciones nos libera de la esclavitud respecto de la imagen que pretendemos dar y que de hecho damos. En el Camino todos somos peregrinos.
A lo largo de la peregrinación vamos encontrando continuamente testimonios de la fe de quienes nos han precedido en el seguimiento de Jesucristo. El peregrino pisa las huellas de sus antepasados. Todo en el camino nos habla de acogida, de obras de misericordia, de la caridad en que se convierte la fe cuando es sincera. Los signos del pasado en el Camino no son puras reliquias del pasado. Fortalecen la fe y animan a los peregrinos en su camino penitente.
En el Camino encontramos, sobre todo, personas. Los vecinos de los pueblos por donde pasamos, dispuestos a prestar ayuda a los peregrinos como sus abuelos lo han hecho durante siglos. Peregrinos que, solos o en grupos, vienen de toda Europa, de Oriente y de Occidente, hasta el sepulcro del Apóstol en busca de una regeneración espiritual. Así vamos aprendiendo a ser agradecidos y a valorar la gratuidad, y curamos la autosuficiencia. Aprendemos a reconocer los valores de quienes son diferentes de nosotros, y nos dejamos enriquecer.
Mientras peregrinamos, ¿cómo no recordar el camino que el mismo Apóstol Santiago hizo hasta Jerusalén acompañando al Señor junto con los demás apóstoles (cfr. Lc 9,51-19,28)? Al empezar la marcha ya quisieron Santiago y Juan, apasionados y violentos, que lloviera fuego del cielo para castigar a los samaritanos que no dieron posada a Jesús. A lo largo del viaje van aprendiendo las enseñanzas de su Maestro: la oración, la misericordia, la abnegación, el servicio, el perdón, la recompensa de quienes lo dejan todo para seguirle. Por tres veces les habla Jesús de su muerte en Jerusalén y de su resurrección al tercer día, sin que ellos terminen de entender.
En el camino a Jerusalén aparecen las disputas entre los discípulos, aquella pretensión apasionada y sincera, aunque equivocada, de Santiago y su hermano Juan de estar cerca del Señor en la gloria. Ellos están dispuestos a beber el cáliz que Jesús había de beber. Y ciertamente lo bebieron, como el mismo Jesús les prometió. Santiago, el primero, dio testimonio de Jesucristo Resucitado muriendo mártir por orden del rey Herodes (cfr. Hch 12, 2).
Como peregrinos, testigos de la fe, reconciliados con Dios y con la Iglesia, y ejercitados por las obras de penitencia, culminamos la peregrinación con la llegada a la Tumba apostólica en la Basílica del Señor Santiago. Venerar las reliquias santas y el abrazo a la imagen del Apóstol son signos que expresan la comunión en la misma fe en Jesucristo que él predicó, en el seguimiento que él vivió, en el testimonio que él selló con su sangre. Y, por su intercesión, esperamos alcanzar la comunión en la gloria que él recibió bebiendo del mismo cáliz que el Señor bebió.
Conclusión: Testigos de esperanza para Europa
La necesidad de nuestro tiempo por excelencia es el logro de vivir la verdadera Esperanza. Lo conseguiremos, si no renunciamos a confesar públicamente nuestra fe en Jesucristo. Si no dejamos a un lado el Evangelio, la Verdad que inspira la configuración de nuestra cultura y la Fuerza que garantiza que el pensamiento, los criterios, los modelos de vida respeten y fomenten la dignidad y la libertad de la persona. “Sois depositarios, nos ha dicho el Papa, de una rica herencia espiritual que debe ser capaz de dinamizar vuestra vitalidad cristiana”12 . No permitamos que se diluya en la indiferencia y el agnosticismo la herencia cristiana que hemos recibido.
En el pasado la Palabra del Evangelio ha producido entre nosotros frutos de vida cristiana visibles tanto en el ámbito personal como en el conjunto de la sociedad, ha inspirado movimientos espirituales de radicalidad evangélica y audaces empresas misioneras de alcance universal. En el presente, la Palabra del Evangelio sigue invitándonos a la comunión con Jesucristo resucitado, a vivir una vida radicalmente transformada por su Espíritu, a ser testigos de esperanza para nuestros hermanos. No perdamos tiempo en preparar una renovada acogida.
El Papa nos ha llamado a contribuir, como cristianos, a la construcción de la nueva Europa que está naciendo. “Estoy seguro de que España aportará el rico legado cultural e histórico de sus raíces católicas y los propios valores para la integración de una Europa que, desde la pluralidad de sus culturas y respetando la identidad de sus Estados miembros, busca una unidad basada en unos criterios y principios en los que prevalezca el bien integral de sus ciudadanos”13 .
Encomendamos a Santa María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, todos nuestros afanes y dejamos en sus manos dadivosas los esfuerzos pastorales de este nuevo curso para avanzar en el camino sinodal emprendido a fin de que el conocimiento y salvación de Jesucristo llegue a todos nuestros contemporáneos y así alumbre la esperanza a nuestro alrededor, porque no van a faltar los testigos del Evangelio de la Esperanza.
Con mi afecto y bendición,
† Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid
Madrid, 15 de octubre de 2003
Fiesta de Santa Teresa de Jesús
1 II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos. Mensaje final, 2: L’Osservatore romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
2 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, 23.
3 Ibidem, 21.
4 Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 19.
5 Cfr.Antonio María Rouco-Varela, Los fundamentos de los derechos humanos. Una cuestión urgente, en: Teología y Derecho, Ediciones Cristiandad 2003, 669-722.
6 J. Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal, Ecclesia in Europa, 20.
7 SAN JERÓNIMO, Com. In Is. Pról., (PL 24,17).
8 SAN AGUSTÍN, Enarra. in Ps. 44,23 (PL 36,508).
9 Cfr. Concilio Vaticano II, Dei verbum 21.
10 Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Una Iglesia esperanzada. Plan Pastoral 2002- 2005, n. 65.
11 Carta Pastoral de los Obispos del “Camino de Santiago”, “El Camino de Santiago”. Un camino para la peregrinación cristiana, Santiago de Compostela 1998.
12 Juan Pablo II, Al rezo del Regina coeli, en la Plaza de Colón, en: Ecclesia 3152 (10.V.2003) 36
13 Juan Pablo II, A la llegada en el aeropuerto de Barajas, en Ecclesia 3152 (10.V.2003) 19.