Homilía en la clausura del Año Jubilar 2003

«Mirad a mi siervo, a quien sostengo»

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

DAR GRACIAS A DIOS POR EL AÑO JUBILAR DE LA SANTÍSIMA Y VERA CRUZ DE CARAVACA: CIENTOS DE MILES DE PEREGRINOS HAN EXPERIMENTADO COMO DIOS LES HA AMADO SIN MEDIDA A TRAVÉS DE CRISTO.

La clausura de este año Jubilar en honor de la Santísima y Vera Cruz de Caravaca nos llena de gozo y nos permite dar gracias a Dios, porque en la cruz de Cristo ha brillado para siempre la salvación de los hombres, sean de la nación que sean. A la hora de amar, Dios no hace distinciones, y en Jesucristo, su Ungido, nos ha manifestado su amor sin medida. Así lo han experimentado los cientos de miles de peregrinos que han acudido a este santo lugar para pedir favores, agradecer dones y, en último término, para dar gracias a Dios porque en la cruz de Cristo se nos ha revelado toda la profundidad del amor de Dios.

La solemnidad de este día, el Bautismo del Señor, con la que se cierra el tiempo de Navidad, nos permite profundizar en el misterio de la cruz, que se apunta ya en el Bautismo de Cristo. Colocándose junto a los pecadores, siendo Él el Justo sin pecado, quiso asemejarse a los hombres para atraerlos hacia sí y poderlos bautizar con un bautismo mayor: con Espíritu y con fuego. Fue precisamente en la cruz, cuando del costado abierto de Cristo brotó el agua del Espíritu, que nos purificaría para siempre. En Pentecostés, el mismo Espíritu vino como fuego cumpliéndose así la promesa de Cristo: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!» (Lc 12,49). Gracias a la muerte de Cristo en la cruz y a su gloriosa resurrección, los cristianos hemos sido bautizados con Espíritu Santo y con fuego y podemos decir, como Pedro en la segunda lectura, que el Señor ha pasado por nuestra vida «haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38).

Sí, hermanos, Jesucristo es el Hijo de Dios, «el amado, el predilecto» (Lc 3,22), que aparece con el humilde título de Siervo a quien el Padre sostiene bien levantado en el árbol de la cruz. Dios mismo nos dice: «Mirad a mi siervo a quien sostengo» (Is 42,1). Muchos artistas se han inspirado en esta frase para representar al Padre eterno sosteniendo con sus manos al Hijo clavado en la cruz. Miradlo bien, hermanos y comprenderéis por qué la cruz es luz y consuelo, paz y certeza de perdón y de vida. Mirad a Cristo crucificado y experimentaréis la firme y suave llamada de Cristo que os dice: «Venid a mí, los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Desde el buen ladrón, que entró con Cristo en el paraíso el mismo día de su muerte, muchos se han acercado a la cruz del salvador como puerta segura de la vida, donde ningún pecador arrepentido ha encontrado rechazo ni condenación.

El profeta Isaías, en su cántico del Siervo ungido por el espíritu de Dios, fiel retrato de Cristo, nos lo presenta ejerciendo la misericordia. Cristo no viene a quebrar la caña cascada ni a apagar el pabilo vacilante. En Él, Dios realiza la alianza con todas las naciones. La luz, que hemos visto brillar estos días en el misterio de la Navidad y de la Epifanía, se hace ahora más patente al saber que el Hijo de Dios viene a abrir los ojos de los ciegos, a sacar a los cautivos de la prisión y de las mazmorras a los que habitan en las tinieblas. Todas estas imágenes, hermanos, nos hablan de una realidad que va más allá del tenor literal de las palabras. Nos hablan de la salvación definitiva del hombre, cuyo pecado ha sido perdonado y saldado en la cruz, y cuya muerte -fruto del pecado- ha sido vencida por Cristo, que quiso tomarla sobre sí. Por eso la cruz es árbol de vida, fuente inagotable de gracia, manantial de consuelo y esperanza. El hombre no debe desesperar de su salvación; no es un condenado a la muerte. Basta que se acerque a Cristo, que lo mire con fe y que confiese que es su Dios y Señor. Así lo dice san Pablo: «si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9).

CONFESAR LA CRUZ DE CRISTO, DEJARSE AMAR POR EL: CAMINO PARA EL REENCUENTRO SALVADOR DEL HOMBRE.

Confesar que Jesús es mi Señor es afirmar que me ha comprado con la sangre de su cruz, que me ha redimido y rescatado con su propio sacrificio. Ahí está la prueba del amor: en haber dado la vida por mí. El señorío de Cristo no se nos impone por la fuerza, como hacen con frecuencia los grandes de la tierra. Su señorío viene revestido de servicio, como hizo con los apóstoles en la última cena al lavarles los pies. Cristo nos sirve lavando nuestros pecados, haciéndonos nuevas criaturas, elevándonos a la dignidad de hijos. Nos ha seducido y conquistado por el amor. El hombre sólo debe dejarse amar. ¡Qué bien nos lo ha dicho Juan Pablo II en su encíclica programática de su pontificado al desentrañarnos el misterio del evangelio y la fuerza de la cruz! «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo… -dice el Papa- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor», si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, «no muera sino que tenga la vida eterna»!. En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo».

Este es el admirable estupor de la cruz, el que sobrecogió al centurión que confesó su fe en Cristo y a tantos hombres y mujeres que volvieron a Jerusalén dándose golpes de pecho. Es el estupor que produce el amor, al contemplar, que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ante este misterio sobrecogedor, que san Pablo llama misterio de piedad, ¿quién permanecerá cerrado en sí mismo, en su pecado y en su muerte? ¿quién no se abrirá a la misericordia entrañable del Padre que nos envió a su Hijo como propiciación? ¿quién no responderá a la invitación del Hijo: venid a mi?

PROCLAMAR EL EVANGELIO DE LA PAZ QUE NACE DE LA CRUZ: FRUTO Y COMPROMISO DEL AÑO JUBILAR DE CARAVACA

El mundo de hoy vive, como sabéis, momentos dramáticos, que se caracterizan por signos y señales de muerte. La paz rota y amenazada en muchos lugares; los derechos del hombre conculcados gravemente; enormes sufrimientos de inocentes: niños, emigrantes, mujeres vejadas; tramas de pecado respaldadas por poderes económicos, políticos y culturales. El Papa nos ha dicho que «el hombre y la humanidad están amenazados» . En este mundo dramático, la cruz es el signo de la paz y de la reconciliación. Es el signo del perdón y de la vida, es el lugar donde Dios ha dado su respuesta a los problemas del hombre. Acoger la cruz es abrirse al misterio del amor de Dios que nos hace hermanos unos de otros y edificar la civilización del amor. La cruz es el signo universal del amor de Dios a los hombres que «envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos» (Hch 10,36).

Al concluir este año jubilar, los cristianos estamos obligados -con la gratitud del amor- a proclamar a todos los hombres el evangelio de la paz que nace de la cruz. No nos avergoncemos, queridos hermanos, de la cruz de Cristo como aquellos de la ciudad de Filipos que, al decir de Pablo, andaban como «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Avergonzarse de la cruz es menospreciar el amor, y privar al cristianismo y a las sociedades y culturas edificadas sobre él del núcleo vital que les da sentido y futuro. Es avergonzarse de Cristo que ha dado la vida por los hombres. La historia del culto a la Santísima y Vera Cruz de Caravaca desde el milagro de la Aparición durante la misa de Chirinos en el año 1232 hasta la concesión del Jubileo perpetuo en 1998 por Juan Pablo II muestra como desde estas tierras del antiguo Reino de Murcia se ha difundido a toda España y a la América hermana “el buen aroma de Cristo”, sin cobardías y con amor. Por ello, la veneración que en este santuario se da a la Santísima y Vera Cruz de Caravaca debe traducirse, además, en obras de caridad y de justicia, es decir, en auténtico apostolado católico que haga de los cristianos testigos veraces y creíbles del evangelio de Cristo. Como dice san Juan en su primera carta: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16). Nosotros hemos conocido el amor por revelación de Dios; lo hemos visto patente en Cristo. No podemos callar lo que hemos visto y experimentado; y debemos proclamarlo con la palabra y con la vida. Para que así brille en nuestra vida el esplendor glorioso de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Como nos lo enseñó el primer Apóstol evangelizador de España, Santiago el Mayor. A la Orden que lleva su titulo fue encomendada la fortaleza y custodia de la Cruz de Caravaca a lo largo de casi cinco siglos y medio.

Que María, la Madre de Cristo y Madre nuestra, testigo fuerte y fiel al pie de la cruz, nos conceda la gracia de no avergonzarnos nunca de Cristo crucificado y de permanecer siempre junto a la cruz de tantos hermanos nuestros que experimentan el dolor, la soledad y el desamparo.

Amén.

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