Catedral de Madrid, 4.V.2004; 20’00 horas
(1Cor 1,26-31; Sal 99, 2.3.5; Mc 10, 17-30)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Un año después de las cinco canonizaciones de la Plaza de Colón en Madrid
Aún resuenan en nuestros oídos vivas y vibrantes las palabras de Juan Pablo II declarando y definiendo como Santos a Pedro Poveda, “el amigo fuerte de Dios”, a José María Rubio con su lema de “hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace”, a Genoveva Torres, “el ángel de la soledad”, a Angela de la Cruz, “la madre de los pobres”, y a María Maravillas de Jesús, fidelísima hija de Santa Teresa de Jesús y fundadora de numerosos Carmelos. Todos ellos hijos de la Iglesia que peregrina en España desde hace casi dos milenios. Todos tienen un rostro muy concreto y una historia estrechamente unida a la nuestra. Son Santos de nuestro tiempo. Figuras luminosas que, junto a otros Santos españoles canonizados por Juan Pablo II en los últimos años -pienso, sobre todo, en San Alonso de Orozco y en San Josemaría Escrivá-, aclaran con la verdad indiscutible de la fe vivida y conformada por el heroísmo de la caridad cuál es la verdadera fisonomía de la Iglesia contemporánea en España y el estilo espiritual y pastoral que la debe acompañar en el presente y en el futuro, si quiere afrontar valiente y lúcidamente el compromiso ineludible de la nueva evangelización.
El gesto extraordinariamente delicado de Juan Pablo II de venir a visitarnos por quinta vez, precisamente con el motivo de esta solemne ceremonia de canonizaciones, única en la historia de la Iglesia -¡cinco Santos procedentes de la misma patria humana y espiritual, inscritos en el Catálogo de los Santos el mismo día y en el mismo lugar, situado en el país donde nacieron y se santificaron!-, demuestra a las claras la intención pastoral del Papa de mostrar a la Iglesia en España los modelos de vida cristiana y de servicio apostólico que la deben guiar al iniciar la andadura del siglo XXI, compleja y difícil si se tiene en cuenta el ambiente cultural y social en el que ha de desenvolverse, tan fuertemente impregnado de esa secularización inmanentista que el propio Juan Pablo II en la Exhortación Postsinodal “Ecclesia in Europa” caracterizaba como “una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera”; pero en el que abundan también los signos de la influencia del Evangelio de Cristo como estelas de gozosa esperanza. En la Vigilia Mariana de los Jóvenes de “Cuatro Vientos”, fresca y entusiasta en el testimonio de la fe y de la plena afirmación de la comunión eclesial, se podían ver, espléndidamente expresadas y cifradas, las señales y las pruebas de una nueva hora para la esperanza cristiana: para una nueva primavera de la Iglesia que empieza a alumbrar ya entre nosotros.
La clave del Evangelio de la Esperanza: la pastoral de la santidad
Las biografías admirables de los Santos de la Plaza de Colón del cuatro de mayo del año pasado ponen de manifiesto esa verdad de la fecundidad de la vida cristiana y de la acción apostólica de la Iglesia, siempre antigua y siempre nueva, de que de la santidad de sus hijos, de su vivencia de la perfección de la caridad, depende en gran medida su fecundidad misionera y evangelizadora en cada momento y situación históricas.
San Pedro Poveda, San José María Rubio, las Santas Genoveva Torres, Angela de la Cruz y Maravillas de Jesús, supieron amar ardientemente a Cristo siguiendo la vía de una oración contemplativa alimentada diariamente en una hondísima piedad eucarística y, consecuentemente, supieron amar a sus hermanos con un despliegue sencillo, aunque prodigiosamente actual, de la fantasía de la caridad. Su paso por el Madrid y la España del siglo XX dejó huellas de amor al prójimo en la atención a los más abandonados no sólo en el cuerpo sino también en el alma, tan hondamente evangélicas, que ya nadie será capaz de ignorar en el futuro. Cada uno de ellos, según su carisma y ámbito vocacional de presencia y acción en la Iglesia y en la sociedad, se constituyeron en instrumento de una transformación social, verdaderamente digna del hombre, al servicio de su verdadera y auténtica liberación, la que implica y significa la victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
Los nuevos Santos bebían de las mejores fuentes de la historia espiritual y misionera de la Iglesia en España y de España misma. ¿Cómo no descubrir en los hechos más significativos de sus vidas y en sus escritos, por ejemplo, la presencia de Santa Teresa de Jesús o de San Ignacio de Loyola? ¿Y, sobre todo, cómo no constatar una influencia de la devoción de la Virgen María, en sus advocaciones más hispánicas, en toda la trayectoria personal de sus experiencias místicas y en sus obras apostólicas?
Su ejemplo nos ilumina, nos estimula y nos compromete a todos los hijos de la Iglesia en España -Obispos, sacerdotes, consagrados y fieles laicos- en esta hora histórica tan densa de preocupaciones y esperanzas que compartimos con la Iglesia Universal y con su Pastor, el Papa Juan Pablo II, especialmente con las Iglesias Particulares de Europa, desde hace pocos días interpeladas como nunca, por la ampliación de la Unión Europea con diez nuevos Estados miembros, para ser testigos entre sus pueblos de que Cristo Resucitado, viviente en su Iglesia, es la única fuente de la que mana la verdadera esperanza para la Europa del futuro: la esperanza pascual que no defrauda. Esta esperanza pasa para España y para Europa por un anuncio, celebración y servicio del Evangelio, comprendidos y testimoniados a través de la clave de la santidad. Sin nuevos santos no habrá España renovada, no habrá renovación para la vieja Europa, envejecida y escéptica en tantos aspectos de su configuración social y cultural actual y, a la vez, tan espoleada por el ingreso de sus nuevos miembros, que esperan con impaciencia social y política, notoria, encontrar un buen camino para alcanzar horizontes de bienestar y de paz para sus gentes. Sin la experiencia de la santidad, concretamente vivida y practicada tanto en los ámbitos personales como en los públicos de la existencia diaria, la Unión Europea no estará en condiciones de superar sus dudas sobre si debe o no volver a sus raíces cristianas, como se lo ha sugerido y recordado Juan Pablo II tan reiterada e insistentemente.
De este modo, la santidad se desvela también como la clave última y decisiva para superar el desafío del terrorismo y de la insolidaridad entre nosotros y con los otros pueblos del mundo, los cercanos y los lejanos. Como lo fue en el reciente pasado del siglo XX español y europeo. Sus Santos y Mártires han ofrecido la prueba más irrefutable del perdón, del amor misericordioso y de la entrega sacrificada a los humildes que abrió los nuevos surcos de la Europa mejor, de aquella Europa en la que se ha cultivado y cultiva la conciencia limpia del valor trascendente de la dignidad de la persona humana y de la inviolabilidad de sus derechos fundamentales. Ellos han constituido en verdad el testimonio más veraz del Evangelio de la Esperanza para los europeos del ayer más inmediato y del hoy que nos preocupa e ilusiona.
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Atrevámonos a hacer la pregunta, personal y eclesialmente, de nuevo, a Jesús y, sobre todo, no frunzamos el ceño cuando Él nos mire con cariño y nos diga: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobre, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
¡Sigámosle como nuestros santos, los de la Plaza de Colón y los que forman toda esa pléyade inmensa y gloriosa de los Santos de España!
El seguimiento es de “los humildes”
Glosando a San Pablo en el pasaje de la 1ª Carta a los Corintios que hemos proclamado, podríamos decir: fijaos en vuestros Santos; no hay en ellos mucha sabiduría “a lo humano”, ni mucho poder, ni mucho brillo y fama a la medida de lo que se estila en el mundo. Todo lo contrario, “lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder”. Es verdad que entre los cinco canonizados del cuatro de mayo del 2003 hay linajes familiares ilustres, dotes y capacidades intelectuales y humanas sobresalientes; pero, en último término, todos escogieron la vía del ocultamiento y sencillez de los humildes de este mundo, tantas veces despreciados y pasados de largo por los que se estiman en posesión de las fórmulas y los instrumentos del triunfo y del éxito humano, dentro y fuera de la comunidad eclesial. ¿Para qué sirve y qué utilidad reporta la vida de una contemplativa de clausura como la de Santa Maravillas de Jesús, dedicada toda ella a la oblación esponsal de todo su ser femenino? ¿o la de unas monjas que buscan a los más olvidados, débiles y miserables de los pobres, les cuidan, les quieren y les hablan del infinito amor de Dios, revelado en Jesucristo, como es el caso de Santa Genoveva Torres y de Santa Angela de la Cruz? ¿Y cómo se puede pretender cambiar e influir en los procesos educativos, que el Estado moderno ha hecho suyos, y… en la cultura, objeto de las competencias del poder y del dinero en nuestras sociedades más desarrolladas y, también, tan materializadas, afirmando una concepción del hombre, vivida desde la fortaleza del Dios hecho hombre y crucificado por nuestros pecados, reconociendo públicamente de sí mismo que se es “un Sacerdote de Jesucristo” y nada más, como lo hizo San Pedro Poveda? ¿Y todavía se puede pensar hoy en el inmenso fruto de bienes de todo orden para las personas, las familias y la sociedad en general que se deriva de una vida ministerial de sacerdote consagrado, entregado por entero a la predicación, al confesionario y a la dirección espiritual, a la visita personal a los ancianos y a los enfermos, como fue la fórmula en San José María Rubio?
Todo eso lo podemos pensar y contestar afirmativamente con la certeza inconmovible de la fe y de la esperanza cristianas los que sabemos que Dios “ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor”.
Asimilar la lección de vida cristiana, pero, sobre todo, la lección de pastoral que hemos recibido de los nuevos Santos, pasa por un sincero y hondo ejercicio de la humildad, practicada con sincero anhelo de saber configurarnos como instrumentos de la gracia pascual de Jesucristo Resucitado y como sus testigos, y no como dueños y dominadores del Evangelio. Por eso, es tan necesario y urgente para la Iglesia, hoy y aquí, también en España, acudir “a la Escuela de María” con el Rosario en la mano y en el corazón, como les señalaba Juan Pablo II a los jóvenes, venidos de todos los rincones del suelo patrio, en el atardecer inolvidable de “Cuatro Vientos”, a fin de aprender de nuevo -y/o con mayor fervor que nunca- la vía interior de la oración que contempla y suplica, que une al alma con su Hijo en el camino de la humilde apertura a la voluntad amorosa del Padre y al don renovador y vivificante de Su Espíritu. Ella nos enseñará “a no separar nunca la acción de la contemplación”.
¡Cuántas razones tenemos para agradecer al Señor el don precioso de las cinco Canonizaciones de la Plaza de Colón! ¡Cómo nos comprometen! El Papa, a quien agradecemos con sentimientos de comunión y devoción filiales el regalo espiritual y pastoral de su memorable Visita Apostólica el año pasado, la quinta de sus visitas a España, nos ha precisado con orientaciones doctrinales y prácticas, muy clarividentes, lo que nos exigen “los signos de los tiempos”, leídos a la luz de lo que celebramos y vivimos aquellas dos jornadas radiantes del 3 y 4 de mayo en Madrid. ¡No eludamos nuestra respuesta!
“Santa María,
Virgen Inmaculada,
reza con nosotros,
reza por nosotros”
Amén.