Monte del Gozo – Santiago de Compostela
¡Queridos Jóvenes!
Bienvenidos seáis todos a esta Vigilia de oración en el Monte del gozo que evoca la memoria del Santo Padre, Juan Pablo II, en su inolvidable Jornada de la Juventud del año 1989. Muy cerca de la tumba del apóstol Santiago, el primero en beber el cáliz de Cristo, nos reunimos para orar y pedir al Señor que renueve la gracia de Pentecostés, que el Espíritu descienda sobre nosotros y nos haga testigos valientes del evangelio de la Esperanza, para que Europa recupere su alma cristiana y florezca en ella la vida que ha dado origen a que pueblos, lenguas y culturas tan distintos vivan en una unidad espiritual que tiene sus raíces en el evangelio de Cristo.
1. Construir la Europa del Espíritu
Queridos jóvenes, habéis venido desde los distintos pueblos de Europa para pedir al apóstol la gracia de ser, como quiere el Papa, “centinelas del mañana”, “operadores y artífices de paz”, “constructores de la civilización del amor”; en definitiva, testigos de Cristo y de su evangelio, de forma que contribuyáis “a hacer realidad un gran sueño: el nacimiento de la nueva Europa del Espíritu. Una Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma, sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la tierra; una Europa consciente de estar llamada a ser faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo, decidida a aunar sus esfuerzos y su creatividad al servicio de la paz y de la solidaridad entre los pueblos”[1].
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos da las claves para realizar esta apasionante tarea. En el libro de los Hechos y en el evangelio de san Marcos, la Iglesia aparece unida en un mismo lugar: el cenáculo de Jerusalén y la barca de los discípulos, símbolo de la comunidad creyente. En Jerusalén “perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de María, la Madre de Jesús”. En esa actitud desciende el Espíritu sobre la Iglesia y la capacita para hablar en todas las lenguas, de modo que el evangelio pueda llegar a todos los confines de la tierra. Queridos jóvenes, al inicio de este milenio, el Papa nos ha hablado del primado de la oración y de la contemplación del rostro de Cristo, nos ha invitado a mirar al Señor y descubrir en Él al que vive para siempre, al Resucitado que dirige la historia. Para que Europa recupere su alma es preciso que las nuevas generaciones hagan de ella una comunidad que ora[2], abierta al misterio de Dios, única fuente de la vida y de la esperanza. ¡Sed testigos del Dios vivo! ¡Manifestad con vuestra fe, vivida gozosamente, que las propuestas materialistas de nuestra sociedad, cerradas a la trascendencia, sofocan al hombre, le arrancan la esperanza y le conducen inevitablemente a nuevas y antiguas idolatrías, incapaces de renovar la vida de nuestros pueblos![3]
2. Somos la Iglesia de Cristo
Perseverar en la oración con un mismo espíritu quiere decir que somos conscientes de que el Señor nos ha constituido en su Iglesia, el Pueblo que avanza por los caminos de la historia, y que en su marcha llama a todos los hombres a entrar en esta hermosa casa de Dios donde encontramos la salvación y el perdón de los pecados. La Iglesia, que es signo de contradicción como el mismo Cristo, os llama, queridos jóvenes, a vivir en ella, a edificarla juntamente con sus pastores, a vivificarla con vuestra entrega y santidad, y a expandirla con vuestro afán misionero. En la Iglesia encontraremos siempre todo lo que necesitamos para renovar nuestro mundo: la palabra de la Verdad, que es el evangelio, la gracia de la salvación en los sacramentos, la unidad que supera toda división y ruptura, la paz que es el signo de la presencia de Cristo resucitado y el sello inequívoco del perdón de los pecados.
Amad la Iglesia, servid a la Iglesia, extended la Iglesia. Es la casa del Espíritu, el lugar de la comunión donde todos los pueblos se sienten hermanos. La unidad europea sólo podrá realizarse en la medida en que los distintos pueblos que forman Europa reconozcan que viven de una unidad hermosa y antiquísima cuyos orígenes están en los afanes apostólicos de los primeros testigos del Señor -Santiago es figura señera- que, proclamando el evangelio y fundando Iglesias, pusieron los cimientos de una nueva forma de vivir que llamamos cristianismo. ¡No permitáis, queridos jóvenes, que esta hermosa herencia se despilfarre; no consintáis que ideologías opuestas a Dios y, por tanto, enemigas del hombre, pretendan destruir lo que el Espíritu ha edificado a los largo de siglos con la heroica cooperación de los testigos de Cristo que nos han precedido! No os dejéis manipular por quienes pretenden seduciros con ideologías contrarias a la vida, a la verdadera dignidad de la persona humana, a la comprensión de la sexualidad y del amor según el plan de Dios, que contribuyen en último término a lo que el Papa ha llamado “oscurecimiento de la esperanza”[4].
3. “Ánimo, soy yo, no temáis”
Dice el evangelio proclamado que los discípulos en medio del mar “se fatigaban remando, pues el viento les era contrario”. Esta imagen de la barca en medio de la dificultad es muy expresiva: nos recuerda que no todo depende de nuestra fatiga; más aún, que nuestros esfuerzos son inútiles cuando nos falta Aquél que nos dice con toda la fuerza de su autoridad: “¡Ánimo, que soy yo, no temáis!”. Si el Señor no construye nuestra casa, en vano nos cansaremos; si Él no vigila, en vano vigilaremos; si Él no sube a la barca, en vano remaremos. Nuestra esperanza, la esperanza de Europa está en Cristo que vive en la Iglesia y que la ayuda a superar las dificultades de la historia. El Papa nos lo ha recordado recientemente al presentar a Cristo como nuestra Esperanza, y nos exhorta a ser testigos de su esperanza para Europa. Los cristianos vivimos de esta certeza: el Señor está presente en la Iglesia y nos dice: “No temas, soy yo, el Primero y el último, el que vive”.
Como jóvenes que iniciáis el camino de vuestra existencia debéis fiaros de Cristo y depositar en Él toda la confianza. Cristo no es un fantasma, es un ser vivo, real, capaz de llenar vuestra existencia de pleno sentido. Son muchos los caminos que el seguimiento de Cristo abre a quienes buscan de verdad y con rectitud de corazón ser felices. El camino del amor conyugal, el camino del ministerio sacerdotal y el de la vida consagrada con sus diferentes formas y matices. En cualquiera de ellos, Cristo quiere que seáis dichosos, bienaventurados. Cristo os invita a la felicidad. Pero es preciso dejarse conquistar por Él, seducir por su belleza y colocarse bajo su verdad.
4. Tenían la mente embotada
Hemos escuchado en el evangelio que los discípulos no habían reconocido al Señor porque tenían la mente embotada. Lo mismo puede ocurrirnos a nosotros y a los jóvenes, amigos y contemporáneos vuestros, junto a los cuales pasa el Señor y no le reconocen porque tienen la mente embotada. ¿Qué quiere decir esto? Vivimos en una civilización que se cierra a la verdad, que propugna por doquier el subjetivismo y relativismo, dejando al hombre al arbitrio de sus tendencias y pasiones. A los jóvenes, de modo especial, se les halaga y seduce con fáciles sofismas, proponiendo caminos de falsa felicidad y cegando al mismo tiempo las generosas capacidades que existen en su corazón. Dicho sencillamente: se les engaña. Los dioses de este mundo tienen nombres concretos: poder, dinero, diversión, fama, banalización de la vida, disfrute de lo inmediato, codicia de bienes materiales. Todo ello embota la mente, ciega el espíritu y nos sitúa de espaldas a Dios que se nos ha revelado en Cristo. Todo ello nos separa del hermano y nos hace insensibles a las necesidades de los más pobres y marginados de nuestra sociedad. No embotéis vuestra mente, nos recuerda el apóstol.
Como jóvenes estáis llamados a evangelizar a los jóvenes, a incorporarles a la barca de la Iglesia donde Cristo nos dice a todos: “Yo soy, no temáis”. Vuestra tarea en medio de la juventud que Europa necesita, consiste en dar testimonio de la verdad de Cristo que a vosotros, en primer lugar, os ha liberado. Este trabajo evangelizador no es fácil; exige en vosotros las actitudes martiriales de los apóstoles que dieron la vida por Cristo y por el evangelio. Robusteced para ello vuestra vida cristiana con la práctica de los sacramentos, en especial de la eucaristía y de la penitencia, y con el ejercicio de las virtudes cristianas. Las sociedades nuevas sólo pueden ser hechas por hombres nuevos. Una Europa nueva, la Europa del Espíritu, sólo puede ser hecha por hombres convertidos a Cristo, que pueden proponer a otros la vida que ellos mismos han recibido del Señor. Es preciso, por tanto, que cuantos os dedicáis al trabajo con los jóvenes aprendáis del Señor su modo de actuar para conducirles a la verdad y aprendáis las virtudes de los santos que han fecundado nuestra historia.
5. El testimonio de la santidad
Los santos deben ser vuestros modelos. Europa ha ofrecido a la Iglesia una floración de santos de cuya vida, tradición y obras aún vivimos. Europa no se entiende sin sus patronos y patronas: San Benito, y los santos Cirilo y Merodio; santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena, santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein). Muchas naciones europeas no pueden explicarse a sí mismas sin la referencia a estos hombres y mujeres que, convertidos a Cristo, dieron lo mejor de sí mismos a favor de sus hermanos. La santidad es extraordinariamente fecunda. El Papa, dirigiéndose a vosotros, os invita constantemente a la santidad, a luchar contra toda forma de mediocridad y tibieza, a situar vuestra vida en el seguimiento de Cristo, como hizo Santiago, para que podáis responder como él, a la pregunta de si podía beber su cáliz: “sí puedo”. Esto significa que el cristiano se compromete, no sólo a determinados actos de devoción o de piedad, sino a dar la vida por Cristo. El cristianismo, en su fascinante novedad, nos vincula a Cristo de tal manera que nuestra vida sólo puede ser como la suya. Este es el testimonio que Europa y el mundo entero necesita: el de hombres y mujeres transformados en Cristo en cuya vida familiar, social y profesional se haga visible, transparente, la presencia de Aquél que ha dado la vida por nosotros. Por eso, la Europa del espíritu sólo tendrá lugar en los hombres y mujeres que hayan recibido en su corazón, en su carne y en su alma, el espíritu de Cristo y puedan comunicarlo a los demás con la palabra y el testimonio de su vida.
Ésta es, queridos jóvenes, la apasionante tarea que os espera. Sois portadores de la esperanza de Cristo. No apaguéis la llama que os ilumina y que debe iluminar a los demás. Amad a Cristo y dejaos amar por él, de modo que, en vuestras propias luchas, miedos y temores, escuchéis esa palabra capaz de renovar en vosotros la certeza de que Cristo os acompaña en vuestra vida: “Animo, que soy yo, no temáis”.
Unamos ahora nuestros corazones en la oración con la que pedimos a Cristo un nuevo Pentecostés en el que todos los pueblos escuchen en sus propias lenguas las maravillas de Dios. Pidamos al Espíritu el fuego santo que nos purifique y nos capacite para hablar la lengua del Espíritu, que es el amor que une. Y perseverando en la oración, invoquemos a María, Madre de Cristo y Madre nuestra para que ella nos enseñe a vivir siempre en oración, contemplando el rostro de Cristo, y a proclamar, con nuestra propia vida, las maravillas de Dios. A ella, en esta vigilia del sábado, nos dirigimos con las palabras del Papa:
“Vela por lo jóvenes,
esperanza del mañana:
que respondan generosamente
a la llamada de Jesús”[5].
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[1] Juan Pablo II, Discurso de Juan Pablo II en la Vigilia de oración con los jóvenes, 1,Madrid, 3-V-2003.
[2] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 66.
[3] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 69.
[4] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7.
[5] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 125.