Javier (Navarra), 7.IV.2006; 12’30 h.
(Is 52.7-10; 1Cor 9,16-19,22-23;Mt 28, 16-20
Majestades
Mis queridos Hermanos Sr. Arzobispo de Pamplona, Sres. Cardenales, Sr. Nuncio, Sres. Arzobispos y Obispos, Rvdmo. Sr. Prepósito General de la Compañía de Jesús, y hermanos en el Sacerdocio
Excelentísimo Sr. Presidente del Gobierno de Navarra
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Javier: la historia apasionada de una sublime vocación misionera
Hoy se cumplen quinientos años del nacimiento de San Francisco Javier. Hijo, el quinto, de una culta y cristianísima familia navarra que tuvo aquí en este Castillo y Lugar de Javier su cuna y hogar. Familia de nobles raíces y de añejos y fieles compromisos con la Iglesia y el Reino de Navarra. Familia, en la que destacaba por su fino estilo de cristiana ejemplar, la madre, Dña. María de Azpilcueta. Juan Pablo II en su visita a Javier el 6 de noviembre de 1982 no dudó en exhortar a las familias cristianas a mirarse en el ejemplo de esta familia ilustre de Navarra: “Familias cristianas… miraos también en la acción edificante de los padres de Javier, especialmente su madre, que hicieron de su hogar una ‘iglesia doméstica’ ejemplar”.
Francisco Javier fue uno de esos españoles universales –¡verdadera pléyade!– que poblaron esa España prodigiosa del siglo XVI, que ha dejado una huella imborrable en la historia de la Iglesia y de la humanidad por llevar el nombre de Jesús y la señal de la Cruz a nuevos mundos y por alumbrar una concepción teológica de la dignidad del hombre, imagen de Dios, persona libre, dotada de derechos inviolables, llamada a realizar en la historia el plan del amor de Dios “trazado desde antiguo” –¡desde toda la eternidad!– para la gloria de Dios y la felicidad del hombre. Concepción que ha marcado para siempre el recto camino de la configuración justa y solidaria del Estado y de la comunidad internacional. Javier fue el más intrépido de todos ellos; el que encarnó con una inaudita radicalidad la obediencia al mandato del Señor, el día de su Ascensión a los cielos, cuando se dirige a los suyos, “los Doce”, aún vacilantes a pesar de sus experiencias reales y objetivas de la Resurrección, a pesar de haber visto y constatado que el Señor había vencido gloriosamente a la muerte: “Se me ha dado todo poder en el cielo y la tierra: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Javier no duda un instante cuando su padre, amigo y compañero, Ignacio de Loyola, le pide que abra los surcos de la Misión en las otras Indias, las de Oriente, las del inmenso y lejano Continente Asiático, distintas de las descubiertas por Cristóbal Colón medio siglo antes. Serán diez años de intensa y heroica acción misionera: años de joven madurez humana y espiritual que comienzan en Goa el año 1542 y concluyen en la Isla de Sancián mirando a las costas del Gran Imperio de China el día de su muerte, el 3 de diciembre de 1552. Desde aquellos primeros contactos con la población india de la incipiente colonia portuguesa de Goa, que le agotan y le espolean en su ardor misionero a la vista del ansia de Dios y de Evangelio que encuentra, especialmente entre los niños, hasta ese día en que, extenuado frente al gran reto de llevar la Misión a la China acariciada y soñada tantas veces, fallece, no pasará un momento en que la entrega a su vocación, la de anunciar a Jesucristo Salvador del hombre, hubiese decaído lo más mínimo; antes al contrario, se sentía cada vez más confirmado en ella y en la necesidad de que la Iglesia en los países de la vieja cristiandad tomasen conciencia de su urgencia y apremio.
Conmovía a Javier el que “cuando llegaba a los lugares –así lo escribe a San Ignacio desde Tuticorin, en la India portuguesa, el 28 de octubre de 1542–, no me dejaban los muchachos ni rezar mi oficio ni comer, ni dormir, sino que los enseñase algunas oraciones. Entonces comencé a conocer por qué de los tales es el reino de los cielos”. Y, le conmovía todavía más –como lo refleja lo que escribe a sus compañeros residentes en Roma desde Cochín el 15 de enero de 1544– que “muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos! Y así como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta que Dios nuestro Señor les demandará de ellas, y del talento que les tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conoscer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: ¡Aquí estoy, Señor, ¿qué quieres que yo haga? Envíame adonde quieras; y, si conviene, aún a los indios”. Eso es lo que había hecho el propio Javier, sobre todo desde aquellos treinta días de Ejercicios Espirituales del mes de septiembre de 1534 en los que cuaja definitivamente su conversión, forjada en la larga y delicada amistad con Ignacio de Loyola y su grupo de los seis “amigos del Señor” en el bullicioso mundo universitario parisino de la década de los años treinta del siglo XVI, inquieto por el debate intelectual y religioso suscitado por el humanismo erasmista y las nuevas ideas teológicas de los llamados “novatores” y “reformadores”. Participando activamente en él se podía encontrar allí, entre otros conocidos partidarios de las nuevas ideas, a Juan Calvino; uno, luego, de los más influyentes y relevantes en la historia de la Reforma Protestante.
“¿Qué te importa, Javier, ganar todo el mundo si pierdes tu alma?” La cuestión, que le planteaba Ignacio machaconamente al hilo de las palabras de Jesús (cfr. Mt. 18,23-20), le había impulsado a dar un vuelco a su vida de joven profesor universitario, ambicioso de puestos y honores, de triunfos mundanos en la Corte o en cargos eclesiásticos. Javier lo deja todo por Cristo y se deja conquistar por Ignacio para la empresa apostólica de la naciente “Compañía de Jesús”. Para Javier, San Ignacio de Loyola será “el Padre de su alma”, su “Padre in Christi visceribus único”.
La clave espiritual de la vocación de Javier
¿Cuál es pues la clave de esa vida de un hombre, famoso universalmente por motivos y razones tan alejadas de aquellas que explican habitualmente la celebridad y el éxito humanos? La respuesta a esta pregunta, conocida y actualizada de nuevo por y en la comunidad eclesial y ofrecida con atractivo espiritual a la sociedad y a los jóvenes de hoy –especialmente de España y de Europa–, podría ser uno de los frutos más fecundos de la celebración de este Vº Centenario del nacimiento de Francisco Javier. Y, por supuesto, un fruto que habríamos de impetrar en esta solemnísima celebración eucarística, en que su memoria queda nuevamente envuelta en la memoria del Misterio Pascual del Señor Jesucristo Crucificado y Resucitado por nuestra salvación.
Para Javier como para Pablo “el hecho de predicar no es un motivo de orgullo” sino una necesidad existencial irreprimible: “no tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!.. Y hago todo esto –hacerme esclavo de todos para ganar a los más posibles, débil con los débiles para ganar a los débiles; todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos– por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes”.
A Javier en el momento más crucial de su existencia, el de la decisión sobre su vocación, y en la subsiguiente increíble aventura misionera de su vida, le importan por encima de todo “los bienes del Evangelio”:
– Le importa el alma: su alma y la de todos, el alma de cada ser humano. Le importa el “alma” porque le importa la vida: ¡la vida en plenitud, la vida en felicidad, la vida eterna! Renuncia a las apariencias de vida, encubridoras de muerte, indudablemente sugestivas y atrayentes, pero falaces, presentadas muchas veces impositivamente por el poder del mal a cambio de la vida, la nueva vida ¡el nuevo modo de ser hombre! ofrecido en gracia, en amor gratuito por Dios que nos ha entregado a su Hijo para redimirnos del pecado y de la muerte.
– Le importa Cristo y su victoria en la Cruz: el que vence definitivamente a la muerte espiritual y temporal por la oblación de su cuerpo y de su sangre en ese madero de la ignominia y escándalo para unos y de la necedad para otros. La vence por la fuerza de un amor divino-humano que se difunde por el don del Espíritu Santo derramado sobre los corazones de los fieles y sobre el corazón del mundo el día de Pentecostés después de su triunfo pascual. Javier había amado a Jesucristo apasionadamente. Cuenta un testigo de su muerte, acaecida en la madrugada del 3 de diciembre de 1556, ante lo que parecían las puertas cerradas de China, que “yendo desfalleciendo, le puse la candela en la mano, y con el nombre de Jesús en la boca dio su alma y su espíritu”. Sus últimas palabras fueron: “In te domine speravi non confundar in aeternum”: “en ti, Señor, he esperado, no seré confundido para siempre”. Era pasada la medianoche, “un poco antes que amaneciese”. ¡Cuántas veces habría puesto en práctica Javier la recomendación de su maestro y padre, San Ignacio de Loyola, en el libro de los Ejercicios Espirituales!: “Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz hacer un coloquio: cómo de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a sí mismo, lo que hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y así, viéndole tal, así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (53). A Javier no se le ofreció otra cosa que gastar y desgastar su vida joven por llevar el conocimiento interno y trasformador de esa Cruz, de ese Crucificado, a todos los confines de la tierra. Javier había iniciado el nuevo y definitivo capítulo misionero de su vida sintiendo hondamente: “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí” (203).
– Le importa la salvación del hombre, y, por ello, su vida será un desvivirse para que todo el que se encuentre con él pueda conocer y hacer suya la verdad de que “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna” (1Jn 3,16). A Javier le importa, precisamente por amor al hombre, que acceda a la fe cristiana el mayor número posible de gentes y personas, a las que busca incansablemente en los confines más remotos de su tiempo, a donde no ha llegado la Buena Noticia de Jesús, el anuncio de su Evangelio. Sus cartas rezuman continuamente un creciente ardor misionero. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI acaba de afirmar en su primera Encíclica, con formulación luminosa y extraordinariamente atrayente para el hombre de hoy, que las palabras de la Primera carta de Juan –“Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16)–, “expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino” (nº 1). No podía concretarse mejor el legado de Javier para nosotros en la cima de este año jubilar que el de sentirnos testigos y enviados –¡misioneros!– de ese amor de Dios, revelado en Jesucristo, que nos salva: ¡el único capaz de salvar al hombre de la muerte en el tiempo y en la eternidad!, ¡el único capaz de salvarlo íntegramente!
Recuperar “el alma” en la vida del hombre y en la sociedad, en España y en Europa
¡Es pues muy importante y urgente recuperar “el alma” en la vida personal de cada cristiano a la luz de la Buena Noticia de Jesucristo! ¡Es muy urgente convencer a nuestros contemporáneos de que si “se fracasa en los asuntos del alma”, se frustra la vida: ya aquí. Y no menos urgente es recordar a la nueva sociedad en España y en Europa que es muy difícil, por no decir imposible, abrir futuros compartidos de vida, de justicia, de solidaridad y de paz, si se olvida la propia alma, la que alienta en las mejores páginas de nuestra historia común. La insistencia de nuestro querido y llorado Siervo de Dios, Juan Pablo II, en la recuperación de las raíces cristianas de Europa y de España resuena aquí y ahora como una llamada a proyectar el mensaje de Javier en el año del Vº Centenario de su nacimiento hacia una acción misionera en el interior de nuestra sociedad, tan secularizada. No han perdido ninguna frescura sus palabras del Acto Europeísta de la Catedral de Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982, ni las de la madrileña Plaza de Colón, el 4 de mayo del 2003: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago, te lanzo vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelva a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces”; “el lugar –la Plaza de Colón– evoca, pues, la vocación de los católicos españoles a ser constructores de Europa y solidarios con el resto del mundo. España evangelizada. España evangelizadora, ése es el camino. No descuidéis nunca esa misión que hizo noble vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro”. Son especialmente los jóvenes los que necesitan oírlas con premura y ardor apostólico. “Ellos son la gran esperanza de España y de la Europa cristiana”, les aseguraba el Papa. “Los signos de los tiempos”, índice claro de la voluntad del Señor, señalan inequívocamente que no hay tiempo que perder en su evangelización: ¿dónde y cómo van a encontrar la esperanza las nuevas generaciones si no es en la Persona y en el Evangelio de Jesucristo?
María en la devoción de Javier y en la devoción de España
Dicen los biógrafos de San Francisco Javier que su madre, Dña. María, educó a sus hijos en el rezo del Santo Rosario ante el Cristo sonriente del Castillo y en una acendrada devoción a la Virgen: acudían todos los sábados a rezar ante la Virgen Santa María de la Parroquia. Ambas imágenes siguen atrayendo la mirada de la multitud de peregrinos que llegan hasta el Santuario de Javier. ¡Que centren también hoy espiritualmente nuestras miradas! Porque sólo María, la Virgen Santísima, venerada y amada tiernamente en todos los rincones de España, Madre de Jesucristo y Madre nuestra, puede enseñarnos eficazmente “que es el amor y donde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (num. 42).
Confiemos a ella de nuevo, siguiendo la exhortación de Benedicto XVI, en esta Eucaristía concelebrada por tantos hermanos, Pastores de las Iglesias Diocesanas de España, a la Iglesia y “su misión al servicio del amor”: ¡el servicio del amor! ¡lo mejor, lo más verdadero y lo más fructífero que pueden ofrecer la Iglesia y sus Pastores a todos los españoles para un futuro de libertad, de justicia, de solidaridad y de paz! “Amor saca amor” enseñaba Santa Teresa de Jesús, una gran contemporánea de Javier. El amor une, no separa: ¡el amor salva! Ojalá podamos hoy revivir la figura y el mensaje de Javier aplicando las palabras de Isaías que tan bien ilustran los efectos de su acción misionera: hermosos han sido sobre los montes de tierras lejanas y desconocidas sus pies de mensajero de la paz, de la Buena Nueva que pregona la victoria de Dios, el que rescata a su pueblo del pecado y le consuela y fortalece con el don de su amor, el que trae verdaderamente la paz.
Amén .