«Iglesia diocesana, Familia misionera»
Mis queridos diocesanos:
La primera visita, muy próxima ya, del Papa Benedicto XVI a España con motivo del Encuentro Mundial de las Familias, en Valencia, no podía menos de hallar su reflejo en nuestra Jornada de los misioneros diocesanos, al recoger en su lema esa preciosa realidad de la familia que expresa admirablemente el misterio de la Iglesia, la Familia de los hijos de Dios, a la que son llamados todos los hombres. Por eso, bien puede recibir el nombre de «Familia misionera», y en ella, por tanto, nuestros misioneros son parte privilegiada, en la que todos debemos mirarnos para vivir de veras esa llamada que Cristo nos hace a todos sus discípulos, a cada uno según la propia vocación y en el lugar que el Señor le ha asignado, para llevar el Evangelio a la Humanidad entera. Tenemos, sin duda, razones sobradas para que nuestros misioneros y misioneras nos sean especialmente queridos, y para que, con verdadero gozo, les dediquemos esta Jornada de nuestra Iglesia diocesana.
La familia que es la Iglesia, como toda familia, hunde sus raíces en el misterio mismo de Dios, Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo que son una sola cosa, una sola Familia en la unidad del amor. En su primera encíclica, «Dios es amor», Benedicto XVI lo subraya con gran belleza y claridad, al comienzo de la segunda parte, en la que la Iglesia es llamada «comunidad de amor». Después de citar estas palabras de san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor», describe «el designio del Padre que, movido por el amor, ha enviado el Hijo unigénito al mundo para redimir al hombre», y explica cómo, «al morir en la cruz, Jesús entregó el espíritu, preludio añade del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección». Y es este mismo Espíritu «la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial, para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la Humanidad, en su Hijo, una sola familia». No puede describirse mejor la tarea esencial de la Iglesia, y por tanto, y de un modo ejemplar, de los misioneros. Al hacer memoria de ellos en esta Jornada, hemos de dar gracias muy especiales al Señor por su vida y su tarea de reunir, en Cristo, a la familia universal de los hijos de Dios, por esta tarea tan suya, y tan nuestra, porque es la tarea de toda la Iglesia. Y al mismo tiempo, también, hemos de pedir por ellos, para que el Señor multiplique con abundancia el gozo de su vida y la fecundidad de su misión.
La proyección de la realidad divina sobre nuestra condición humana halla su expresión en la unidad del pueblo que, en su infinita misericordia, el Señor ha escogido y llamado para Sí. Constituido en familia de Dios, comienza con Abraham, padre del pueblo de Israel, y llega a su plenitud en el Nuevo Pueblo que es la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo, nacida de su costado abierto en la Cruz y vivificada por el Espíritu Santo en Pentecostés para llevar la salvación de Dios a los hombres, hasta los últimos confines de la tierra. Así lo recoge el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia: «De la misma manera que el pueblo de Israel según la carne, que marchaba por el desierto, se llamaba ya Iglesia, el nuevo Israel, que camina en este mundo en busca de su ciudad futura permanente, recibe también el nombre de Iglesia de Cristo»; y este pueblo dice también el Concilio «es un germen poderoso de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano» (Lumen gentium, 9). Es la unidad que el propio Jesús pide insistentemente en su oración: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21), la unidad que se llama familia y que es la razón de ser de la Iglesia y de su misión, y la fuente de su alegría y de su esperanza, y de la alegría y de la esperanza de toda la Humanidad.
Queda patente que la Iglesia es familia en su sentido más profundo, el cual implica, ciertamente, el calificativo de «misionera» del lema de nuestra Jornada. Este impulso misionero que nace del corazón mismo de la Iglesia, ¿no está acaso esbozado en el «sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra» (Gn 1, 28), que dice Dios a los primeros padres, a la primera «familia» humana? En lo que se refiere a la Iglesia, partiendo del mandato explícitamente misionero de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), se llega a la afirmación del Decreto misionero del Concilio Vaticano II: «La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (Ad gentes, 2).
Nuestra Iglesia diocesana, precisamente desde su raíz, está llamada a ser, en efecto, «familia misionera». Así nos lo indica, para vivirlo plenamente en este concreto momento histórico, nuestro III Sínodo Diocesano. Y así he tenido yo también ocasión de recordarlo en Javier, el pasado 7 de abril, como Legado Pontificio en la celebración del V Centenario del nacimiento de San Francisco Javier, evocando la bellísima encíclica de Benedicto XVI, «Dios es amor», que expresa justamente el corazón mismo de la fe cristiana: «No podía concretarse mejor el legado de Javier para nosotros decía en esta celebración jubilar del Patrono de las Misiones que el de sentirnos testigos y enviados, ¡misioneros!, de ese amor de Dios, revelado en Jesucristo, que nos salva: ¡el único capaz de salvar al hombre de la muerte, en el tiempo y en la eternidad!»
No es un homenaje de admiración lo que nuestros misioneros y misioneras esperan en esta Jornada. Ellos reclaman nuestra eficaz cooperación mediante la oración, el sacrificio y la ayuda material, no tanto para sus personas cuanto para su misión de llevar a todos a Cristo, y con Él todo aquello que hace la vida auténticamente humana. A todo ello os invito, a los que formamos la Iglesia diocesana de Madrid, «familia misionera», bajo el amparo y la intercesión de la Madre, Nuestra Señora de la Almudena, al tiempo que os bendigo de corazón,