“Enviados a evangelizar”
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
“En Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección, Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad santa queda plenamente revelada. La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria” (Compendio, 144).
Así explica el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica lo que sucedió el día de Pentecostés. Habiendo cumplido Cristo su misión entre los hombres, el Espíritu viene a continuarla. Su misión no es distinta a la realizada por el Señor, sino que la completa y la lleva a cabo por toda la tierra.
La Iglesia no se entiende sin contemplar el día en el que el Espíritu Santo se hizo presente en los apóstoles. Recibe del Espíritu, además de la fuerza y el vigor que necesita, la sabiduría y el entendimiento para la misión que le ha sido encomendada. La Iglesia no puede entenderse sin la presencia activa y determinante del Espíritu. Sin ella no sólo sería ineficaz sino que no podría siquiera empezar la misión, pues ésta le viene de Dios; se trata de una misión que no es humana, sino sobrenatural.
El anuncio del Evangelio, siendo una tarea apasionante, supera las capacidades y los trabajos que los cristianos podamos emprender. Nos supera porque se está hablando de la libertad del hombre, de la dignidad de la persona, de un compromiso de por vida, en definitiva, del misterio de la persona que sólo se esclarece desde Dios, como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est. Los grandes evangelizadores pueden haber sido grandes personajes de la historia, pero sobre todo y principalmente han sido hombres y mujeres de Dios. Personas que se han dejado gobernar por el Espíritu Santo, y sin perder su fuerza y su humanidad, han hecho presente entre quienes se encontraban la fuerza de Dios y la docilidad del hombre.
Es Cristo mismo quien actúa así. A pesar de que a lo largo de la historia la persona de Jesús ha sido en no pocas ocasiones criticada, censurada, malinterpretada, nunca se le tachó de un hombre sin libertad, sin independencia. Y es Él mismo quien confiesa que “su alimento es hacer la voluntad del Padre” (Cf. Jn 4, 34), “que no ha venido a cumplir su voluntad sino la de aquél que le envió” (cf. Jn 5, 30). En el momento más duro de su vida, Jesús se rinde a la voluntad de Dios: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Cf. Lc 22, 42). Por eso fue “obediente hasta la muerte y muerte de Cruz” (Cf. Fil 2,4). Por eso, ante la petición de Felipe de que les muestre al Padre, Jesús afirma que quien le ha visto a Él ha visto al Padre (Cf. Jn 14, 9).
Lo mismo ocurre con los hombres y mujeres de Dios que ponen todo su empeño en vivir según el querer de Dios. Mantienen su libertad para poder ser mejores instrumentos de Dios, pero la han puesto al completo en las manos de Dios. Se saben enviados por Él, se reconocen a sí mismos contemplando la llamada de Dios.
En este día de Pentecostés los cristianos recordamos las obras hermosas que el Espíritu hace en quienes se dejan llenar de su gracia. Cada santo, cada apóstol, cada discípulo de Jesús es una obra del Espíritu. Cada cristiano se sabe enviado por Dios, se reconoce interpelado por el mandato del Señor “Id por todo el mundo” (Cf. Mc 16, 15). Sí, es Cristo quien nos envía, es Él el que está empeñado en llevar el Evangelio a todos los hombres, a todas las latitudes. Pero no lo hace sin al Iglesia, sin cada uno de los bautizados.
Por esta razón la Iglesia en España celebra en esta solemnidad el día del apostolado seglar. Nadie puede sentirse excluido de la necesidad de continuar la misión que el Resucitado entrega a la Iglesia. Cada uno en su lugar, entre los suyos, debe saberse portador de la salvación conquistada en la Cruz redentora. Cada uno debe ser consciente de que éste no es un empeño personal, sino que viene de Dios. El seglar, siendo hijo de Dios por el Sacramento del Bautismo y sellado por el Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación, es necesariamente continuador de la misión de Cristo y de su Iglesia. Este es el primer empeño que debe tener la Iglesia que peregrina en Madrid, tal como lo expresa la primera constitución sinodal: “Avivar la conciencia de nuestro bautismo, y asumir personal y comunitariamente nuestra vocación y nuestra misión en le mundo como bautizados, salvados por Jesucristo y llamados a ser testigos suyos”. Y, por esta razón, queremos, hoy también, convocar a todos los jóvenes cristianos de Madrid a “la Misión Joven” que se desarrollará, Dios mediante, en su fase de realización plena el próximo curso académico 2006/2007, y que irá precedida de un tiempo de preparación que iniciamos ya en la solemne Vigilia de Pentecostés y que irá seguida de una etapa de cosecha y recolección de los frutos evangelizadores y santificadores de la Misión entre los jóvenes de Madrid. Nuestra convocatoria abarca naturalmente, además, de los jóvenes sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas, a los jóvenes seglares, solteros o casados, y, por supuesto, a toda la comunidad diocesana, sin excepción. Necesitamos sobre todo, que se ore incesantemente al Señor para que sepamos acoger con entusiasmo apostólico el don de una nueva efusión del Espíritu en Madrid. Necesitamos de un modo especial la oración de las comunidades de vida contemplativa y de todas aquellas almas que ofrecen constantemente desde el dolor y la enfermedad la oblación de sus vidas al Señor.
Este año el lema escogido por la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar para la celebración de este día nos invita a la meditación de esta verdad fundamental: “Enviados para Evangelizar”. Todos, sacerdotes, personas consagradas y seglares, hemos sido enviados. Tener conciencia de haber sido enviados nos ayuda a sentir el peso de la misión, pero a la vez acogerlo con humildad y sencillez, porque no es un empeño personal. “Predicar el Evangelio –decía San Pablo– no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado” (1 Cor 9, 16-17). Es el Señor quien nos envía, y es la Iglesia quien reconoce ese mandato del Señor y nos enseña a vivirlo mirando a quien nos ha dado el mandato.
Si para vivir el envío hace falta humildad, es también verdad que saberse enviado da mucha paz al corazón, porque es el Señor el que no nos va a abandonar. Si Él nos envía, también nos da la fuerza y la gracia para realizar la tarea. Prometió su presencia entre nosotros hasta el fin del mundo (Cf. Mt 18, 29) y a sus apóstoles les anima a dejarse llevar por lo que el Espíritu Santo les irá poniendo en sus labios (Cf. Mt 10, 20).
La misión encomendada es la predicación del Evangelio: “proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). No es nuestra misión predicarnos a nosotros mismos, ni cosas de hombres, sino proclamar que Cristo vive y está presente en nuestras vidas; que nos ama y ha venido a buscar al hombre que estaba perdido para llevarle al lugar de donde nunca debería haberse apartado, el Reino de Dios. En este contexto se insertan muy sencillamente las palabras del Santo Padre: “El Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos. El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia es expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana” (Deus caritas est, 19).
Éste es el mejor servicio que los cristianos pueden hacer a la sociedad: su vida cristiana y la llamada a la conversión de los hombres. Éste es el empeño, la vida, el deseo y la alegría que los bautizados han vivido desde los orígenes del cristianismo.
La predicación del Evangelio constituye para el creyente una verdadera pasión. Como Pastor de la Diócesis tengo la misión de animar a los fieles a vivir esta hermosa pasión singularmente con ocasión de “la Misión Joven” de Madrid. Me alegra por ello que esta convicción se haya recogido en las Constituciones Sinodales tan claramente: “Es necesario impulsar en parroquias y comunidades cristianas la conciencia de la responsabilidad evangelizadora propia de la fe de todo católico” (137), y anteriormente se anima a “educar la conciencia de que el cristiano, con su presencia y su palabra, es luz para que los hombres se encuentren con Cristo y su Iglesia” (136).
Para su realización muchas veces los seglares han decidido unirse. Siendo conscientes de que el mundo en el que vivimos exige un serio testimonio de fe, han formado asociaciones que de modo más ordenado y eclesial han mostrado el rostro de una Iglesia proyectada en el mundo y empeñada en la santificación de todos los hombres.
Son muchas las asociaciones de fieles que a lo largo de la historia se han ido forjando con el empeño de hacer accesible el Evangelio de Cristo a todos los hombres. El Espíritu Santo sigue animando carismas cuyo empeño principal es la santidad de sus miembros y el afán de hacer posible la evangelización de las estructuras en las que el hombre de hoy vive. También en la Iglesia en Madrid se debe “fomentar el desarrollo, a nivel de diócesis y parroquias, de un laicado organizado, con capacidad para influir en la edificación de una sociedad” (140) y “la preocupación por anunciar el Evangelio en toda acción pastoral de nuestra diócesis” (141). De todos ellos espero un compromiso activo y decidido en favor de “la Misión Joven”.
El Concilio Vaticano II recomienda la Acción Católica, y “dentro de este contexto la ‘Christifideles laici’ sólo cita de forma explícita la “Acción Católica”. Esta particular referencia concreta no debe extrañar, ya que la Acción Católica, de acuerdo con la doctrina de las cuatro notas (AA 20), tiene la vocación de manifestar la forma habitual apostólica de los laicos de forma estable y asociada en el dinamismo de la pastoral diocesana. También en nuestra Diócesis se encuentra presente la Acción Católica, en sus dos expresiones, general y especializada. Cada una en su ámbito sabe que la primera nota fundamental que las define es que no tienen otro fin que el de la Iglesia, la evangelización. Por eso no es extraño que en este día del Apostolado Seglar y de la Acción Católica, al contemplar la obra del Espíritu Santo en la vida de los Apóstoles, y por ello, de la Iglesia, anime a los militantes de esta asociación a reafirmar su fidelidad a la Iglesia y al carisma que la hizo nacer haciendo suya la llamada a “la Misión Joven” de Madrid. No es menos urgente hoy que hace cien años su presencia, su empeño y su entrega.
El testimonio de los apóstoles seglares a lo largo de su historia es rico. Se encuentra ya entre sus filas santos y beatos que durante su vida fueron sin duda alguna testigos del amor de Dios entre los hombres. Muchos de ellos se encontraron con dificultades grandes y graves, pero fueron capaces de renunciar, como Cristo, a su voluntad para seguir la del Padre. En la sociedad actual, en la que se quiere borrar la presencia de Dios en la vida de los hombres, el testimonio militante de los cristianos en general y de los miembros de la Acción Católica en particular se hace absolutamente necesario; imprescindible –habría que añadir– a la hora de iniciar esa gran acción evangelizadora con los jóvenes de Madrid que llamamos “Misión Joven”. ¡Podéis contar sin reserva alguna con el aliento y el afecto del pastor de la Iglesia Diocesana!
Pido a Dios, a través de María santísima, Nuestra Señora de La Almudena que los cristianos de Madrid seamos cada día más conscientes del mandato apostólico que hemos recibido del Señor, singularmente para el gran empeño misionero con los jóvenes el próximo curso. Os animo a todos a uniros a mi agradecimiento a Dios por el don de la fe, a renovar nuestro empeño por hacer realidad nuestro deseo de ser santos y de entregar a nuestros hermanos los hombres y, con especial cuidado, a la juventud madrileña, a Cristo Jesús, el amor de Dios encarnado.
Con todo afecto y mi bendición,