La cuestión ética ante el futuro del Estado Democrático de Derecho
Universidad San Pablo CEU
Madrid, 16.VI.2006
Excelentísimo Señor Gran Canciller,
Magnífico Señor Rector y Claustro Académico,
Señoras y Señores:
Permítanme, en primer lugar, manifestar mi más profundo y sentido agradecimiento al muy estimado Señor Gran Canciller y, en su persona, a la querida Universidad San Pablo CEU por el honor que me concede al investirme hoy como Doctor honoris causa. Quisiera expresar también mi gratitud al Excelentísimo Señor Rector por sus cordiales palabras de acogida y al Profesor Dr. Dalmacio Negro Pavón que ha tenido la delicadeza de ofrecernos una valoración de mi labor académica, especialmente en el campo de la Teología del Derecho, en la que ha ido más allá de lo que mi persona merece.
Desde hace muchos años me he sentido muy unido a la Universidad San Pablo CEU, con lazos de amistad personal y, no en último lugar, por gozosas razones pastorales. Es un honor para mí, ciertamente inmerecido, a la vez que es una gran alegría el ser recibido en el Claustro de esta Universidad a la que seguiré prestando, desde ahora con más motivos, mi colaboración y apoyo.
Haciendo memoria de mi, ya lejana, dedicación universitaria y ante el momento presente –al que tiene que mirar la Universitas– y en esta ocasión, me pareció oportuno, y en nuestros días urgente, llamar la atención sobre la necesidad de iniciar una reflexión acerca de “la cuestión ética ante el futuro del Estado democrático de derecho”.
La evocación de la historia
En el capítulo de la historia del Estado y de las teorías políticas que lo han sustentado en los dos últimos siglos, marcados por la Ilustración, la cuestión del control jurídico del ejercicio de la autoridad pública ha ocupado un lugar sistemáticamente preeminente. La superación efectiva de la idea y de la realidad misma del poder absoluto, propio de las Monarquías europeas del “Antiguo Régimen”, había constituido el objetivo por excelencia del pensamiento y de la acción política de todo “los Ilustrados europeos”, antes y después de la gran convulsión histórica representada por la Revolución francesa. El instrumento conceptual y teórico-jurídico que se emplea, bien conocido de todos, es el de la teoría de la división de poderes –el legislativo, el ejecutivo y el judicial– y de su mutuo control, expresado en un nuevo ordenamiento constitucional del Estado. El posible significado de la conciencia moral en la forma de asumir y de ejercitar la autoridad, fuese por medio de las leyes, de las decisiones de gobierno o de la jurisprudencia, quedaría relegado progresivamente a un plano sin relevancia positivo-jurídica cuando no negado escéptica y/o irónicamente.
La concepción del poder político se autonomiza cada vez más como una categoría amparada en el mejor de los casos por la fuerza sociológica. El respeto a las exigencias más básicas y elementales de la justicia, tal como las percibían el sentido común y el instinto ético del pueblo, se creían y esperaban encontrar salvaguardadas a través del primado jurídico de la ley u ordenamiento constitucional, al que habrían de someterse todos los poderes del Estado, y del principio formal de la soberanía popular. No hizo falta llegar a las tragedias históricas del constitucionalismo centroeuropeo del primer tercio del siglo XX, del cual es ejemplo excepcional la Constitución de la República de Weimar, para que se llegase a la conclusión práctica de que no hay seguridades jurídico-formales suficientes que puedan impedir por sí mismas, automáticamente, las transgresiones y las crisis constitucionales. Ante las inmensas ruinas materiales, espirituales y morales que dejó detrás de sí la II Guerra Mundial y su relativo fracaso histórico desde el punto de vista de la derrota total de los totalitarismos políticos –la Unión Soviética los continuaría encarnando dentro de ella misma y en sus Estado-satélites durante cuarenta y cuatro largos y ominosos años, hasta 1989, si bien con intensidad decreciente– la pregunta, que se alzaba lacerantemente ante la opinión pública mundial al filo de los años cincuenta del pasado siglo, era cómo salvar y garantizar un orden de justicia en todos los Estados u ordenamientos políticos capaz de librar al hombre de la violación sistemática de sus derechos más elementales y a la humanidad de la guerra y de la lucha del “todos contra todos”: de la terrible máxima del “homo homini lupus”.
Se creyó encontrar la respuesta en un nuevo desarrollo jurídico-positivo del derecho internacional en torno a la Organización de las Naciones Unidas y a su Declaración Universal de los Derechos Humanos. El Estado democrático de derecho encontraría su último y efectivo sostén en el derecho internacional. ¿Habría finalmente triunfado la doctrina sobre el valor universal del “derecho de gentes” –del “jus gentium”– con la que los Maestros de la Escuela de Salamanca responden en los siglos XVI y XVII al doble y formidable reto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del nacimiento de los Estados Nacionales a renglón seguido de la crisis irreversible de la Cristiandad europea? Tristemente, no. Los Maestros salmantinos fundaban su teoría del “jus gentium” en el derecho y la ley natural, inscripta por Dios en el ser personal y social del hombre y reconocible objetivamente por éste en “el sagrario de la conciencia” como una exigencia ética primordial. Las Naciones Unidas, en cambio, y las teorías políticas y jurídicas que las inspiraban no pretendían –ni parece que pretendan hasta el momento– superar el plano doctrinal y moral del puro positivismo jurídico, de “la teoría pura del derecho” –la “reine Rechtslehre”– de Hans Kelsen.
El proyecto y el programa de “las Naciones Unidas” suponía, con todo, un avance considerable en el camino de la paz y de una nueva civilización digna del hombre; pero, claramente insuficiente, como se ha puesto de manifiesto a la luz de lo que ha venido ocurriendo en el escenario político del mundo en las últimas décadas. En los umbrales del nuevo siglo y del nuevo milenio resulta inevitable hacer dos constataciones: los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente los más significativos y decisivos, como son el derecho a la vida, a la libertad religiosa y de conciencia y el derecho al matrimonio y a la familia, junto con el principio y el valor del bien común o, lo que es lo mismo, el postulado ético de la solidaridad, se encuentran en profunda crisis tanto en el plano nacional como internacional. Crisis que puede arrastrar consigo –quiérase o no– la crisis del Estado mismo de derecho tal como fue surgiendo y consolidándose en la segunda mitad del siglo XX. Porque no se trata sólo de infracciones y de incumplimientos de sus contenidos básicos, cometidos y/o consentidos en la práctica con peor o mejor conciencia, sino de su puesta en duda intelectual y cultural y hasta de su negación teórica. Es decir, nos encontramos ante su cuestionamiento no sólo de hecho, sino de su razón de ser: de su cuestionamiento doctrinal.
Los presupuestos éticos, pre-políticos, del Estado democrático de derecho
Ya en los años sesenta del pasado siglo un famoso teórico alemán del derecho, luego Magistrado del Tribunal Constitucional de Alemania, Ernst Wolfgang Böckenförde, planteaba la pregunta “si el Estado libre y laico –secularizado– no se alimenta de presupuestos normativos, que él mismo no puede garantizarse”. Los ecos de ese interrogante han llegado con creciente resonancia hasta nuestros días: hasta el ya famoso diálogo Jürgen Habermas–Joseph Ratzinger que tuvo lugar el 19 de enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera.
Ambos autores coinciden en que el Estado democrático de derecho precisa para su subsistencia de fundamentos que trasciendan un desnudo formalismo jurídico, máxime en un momento histórico –que Habermas califica como “postsecular”– caracterizado por el hecho de que en las sociedades más prósperas, es decir, las euro-americanas, se está asistiendo a un fenómeno cultural sorprendente: el de que el dominio de las respuestas inmanentistas y agnósticas en el debate intelectual y en la realidad social vivida comienza a ser relevado por un pluralismo de visiones del hombre y del mundo en el que la religión ocupa un puesto creciente en la estima popular, aunque a veces aparezca planteada, más allá incluso de la metafísica, en forma de nostalgia o de búsqueda inquieta de una solución trascendente para los grandes interrogantes de la existencia, es decir: en la forma de una respuesta genuinamente religiosa.
La irrupción del fundamentalismo islámico en el marco social, político y cultural de las sociedades, otrora cristianas y luego laicistas, viene a reafirmar a los dos pensadores antes citados en la tesis de la necesidad de un proceso “comunicativo” y de formación de la conciencia pública en el que deben intervenir la razón y la fe al unísono y, consiguientemente, la experiencia secular y la vivencia religiosa de la vida para llegar a precisar los contornos éticos mínimos e irrenunciables de lo que significan los principios sustentadores de la dignidad de la persona humana, de sus derechos fundamentales y de sus deberes de solidaridad en función del bien común nacional e internacional. Para lograrlo habrían de evitarse lo que Ratzinger llama “las patologías de la razón” –bien manifiestas en la historia social, política y cultural del siglo XX– y, también, “las patologías de las Religiones”, patentes hoy, sobre todo en el fundamentalismo islámico.
Detrás del lúcido diagnóstico histórico y, sobre todo, del análisis del presente europeo, que emerge del diálogo de Habermas y Ratzinger, se esconde una evidente preocupación de cara al futuro del Estado libre y democrático de derecho. Por parte de la opinión pública europea, especialmente de sus sectores dirigentes ¿se ha caído en la cuenta de la nueva y agudizada aparición de esos factores intelectualmente y políticamente disolventes, a los que hemos aludido, capaces de poner de nuevo en peligro el orden jurídico construido sobre el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana, a sus derechos fundamentales, anteriores al poder del Estado y a su ordenamiento constitucional, y sobre la defensa y promoción libre y solidaria del bien común?
De nuevo circulan y se propugnan teorías antropológicas y “visiones del mundo” y de “la vida” en las que no queda sitio no ya para una tabla de valores normativos indiscutibles sobre los que fundamentar la convivencia y la cooperación social, sino que tampoco lo hay para una concepción o una idea elementalmente nítida de la verdad del hombre. ¿Qué es ser hombre? ¿Quién es hombre? ¿Cuándo comienza y en qué consiste el ser humano, la persona humana? Lo único que vale para estas nuevas antropologías sociales, de un positivismo y pragmatismo radicales, es el uso práctico de una metodología social que averigüe e imponga lo que conviene a los más fuertes; es decir, el método sociológico de “la dictadura del relativismo”, como denunciaba en su famosa y clarividente homilía de apertura del Cónclave en abril del pasado año el Cardenal Ratzinger. El riesgo máximo para la subsistencia de un ordenamiento libre y democrático de la comunidad política llega cuando esa teoría del absoluto relativismo ético se constituye en doctrina justificadora de la actuación del Estado, dispuesto a convertirse en la última instancia de los principios normativos de la ética pública, cuando no de la moral privada. Si, además, trata de enseñarlos obligatoriamente a través del sistema educativo, por encima de los derechos de los padres y de los alumnos, el peligro resulta extraordinariamente preocupante.
Urgencias de la hora presente
Ante esta situación, la apelación intelectual y el reclamo social de reconstituir procesos y cauces de intercomunicación entre los grupos y agentes que crean pensamiento, formas de ver la vida y hábitos culturales –entre los que hay que contar ineludiblemente a las instituciones religiosas–, en orden al reconocimiento lo más amplio y hondo posible de los principios éticos y los valores normativos de los que depende la suerte del hombre y de la humanidad, sobreponiéndose a las pretensiones del “poder” y de las veleidades y modas sociológicas, son de una urgente y vital importancia para el futuro de las sociedades europeas; y, no en último lugar, de la española.
En Europa −y, por supuesto, en España− parece evidente que los dos grandes protagonistas de ese imprescindible proceso de diálogo cultural en el amplio sentido de la expresión han de ser el pensamiento laico −que no el laicismo ideológico− y el pensamiento cristiano: situados ambos ante el desafío históricamente formidable del fundamentalismo islámico, que les afecta al menos por igual. Presupuesto jurídico y político ¡“conditio sine qua non”! para que este método dialogal pueda llevarse a cabo y fructificar en la configuración de la conciencia social y en el ordenamiento constitucional de la comunidad política, es el respeto escrupuloso al derecho a la libertad religiosa y de todas sus connotaciones individuales, sociales e institucionales, que incluyen y presuponen, naturalmente, la libertad general de opinión y de expresión públicas, salvo el límite último de las exigencias de lo que la tradición filosófico-jurídica más común llama “el orden público”.
Y, desde luego, si no se impone un freno dialéctico o se excluye expresamente el tema del debate y la discusión intelectual del problema, se llegará con toda seguridad –la que se sigue de la lógica más auténtica– a la cuestión de Dios como fundamento último del orden moral, en el que, a su vez, están insertos y descansan el derecho y el Estado. Juan Pablo II, en su libro póstumo “Memoria e identidad”, una honda y comprometida reflexión teológica sobre la historia del siglo XX al hilo de la experiencia espiritual y pastoral de la propia vida, expresada en el género literario de “la conversación” −“al filo de dos milenios”, lo subtitula él− llega al siguiente juicio sobre el racionalismo antropológico y jurídico inmanentista: “Todo esto, el gran drama de la historia de la Salvación, desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se había quedado solo; sólo como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado. Determinaciones de este tipo se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la ideología nacionalsocialista, que se inspiraba en presupuestos racistas. Medidas análogas tomó también el Partido Comunista en la Unión Soviética y en los países sometidos a la ideología marxista”.
¡Un texto memorable para esa nueva andadura ética y religiosa que necesitan urgentemente Europa y, sin duda alguna, España! El futuro de la democracia libre y solidaria como marco cultural y jurídico para la construcción de una Unión Europea políticamente sólida y para el destino de una España unida humana, espiritual y socialmente, depende en una decisiva medida de saber volver a “sus raíces cristiana” en diálogo abierto con el laicismo de la mejor tradición humanista, no ausente de la historia contemporánea de España, como no lo ha estado de la de Italia, con la que compartimos situaciones culturales, espirituales y religiosas, muy semejantes. Véase si no la otra obra, fruto del diálogo entre el Prof. Pera y el mismo Cardenal Ratzinger de mayo de 2004: “Senza radici. Europa. Relativismo. Cristianesimo. Islam”.
Martín Heidegger, el filósofo del intelectualmente más autosuficiente existencialismo, tenía que reconocer al final de su vida en 1976: “Nur Gott kann uns noch retten”: “Sólo Dios puede todavía salvarnos”. Recurrir a la oración para despejar y abrir generosa y magnánimamente mentes y corazones a la hora de proponerse sin demora y de alcanzar ese objetivo históricamente urgente e ineludible de poner renovados fundamentos éticos a la sociedad y al Estado entre nosotros, europeos y españoles del siglo XXI, es un medio al alcance de todos y de una probada eficacia.
He dicho.