Pza. de Oriente, 18.VI.2006; 19’00 horas
(Ex 24,3-38; Sal 115,1213.15; Heb 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El hombre contemporáneo, indigente de amor necesita el testimonio eucarístico del Sacramento del Amor de los amores
“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Dios nos ha demostrado y mostrado que es amor ¡EL AMOR! a través de una prueba inaudita: la de entregar al hombre su Hijo único: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que crean en él tengan vida eterna” (Jo 3, 16). Y “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). En esto consiste precisamente “el corazón de la fe cristiana”, como nos lo ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI en su primera Carta Encíclica de la pasada Navidad, rica de contenidos teológicos, de sugerencias espirituales y de estímulos apostólicos y pastorales que nos impulsan con renovado ardor a la nueva evangelización, tan cara al Siervo de Dios Juan Pablo II, y cuya urgencia crece día a día especialmente entre nosotros, como se puede verificar constantemente en la vida cotidiana de las ciudades y sociedades de las viejas naciones europeas de tradición cristiana. ¿No se sentirían de nuevo todas interpeladas en lo más interior y auténtico de sí mismas si volviesen a percibir fehacientemente el gran Mensaje del Amor cristiano, cuyo contenido central no es otro que la Persona misma de JESUCRISTO y su obra salvadora? Los acontecimientos que se suceden en el momento actual de nuestra historia a lo largo y a lo ancho de España, de Europa y del mundo parecen indicarnos que nos encontramos en una hora decisiva de la gracia para el hombre contemporáneo y, consiguientemente, para la Iglesia, que es “en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano” (LG. 1).
El desamparo y abandono en el que se encuentran tantas personas mayores y, con ellos, significativamente, tantos jóvenes y niños, sin familia y hogar verdaderos; el ritmo agobiante de unas vidas obsesionadas por el placer y el dinero fáciles, sin horizontes que trasciendan “el puro ras del suelo” y de las experiencias más superficiales de la existencia humana, vacías interiormente; las dificultades en la integración de los nuevos conciudadanos y hermanos venidos de la emigración… todos estos factores, y otros más, configuran una situación existencial de nuestros contemporáneos en la que se nota por doquier la carencia de amor, la nostalgia del mismo, el ansia de ser amado verdaderamente. El hombre de nuestros días –el europeo, el español, el madrileño…– sufre y padece una grave indigencia de amor. Por ello y, naturalmente, por la razón siempre actual de la condición pecadora del hombre, nos urge a los hijos de la Iglesia renovar nuestro compromiso con el anuncio y el testimonio del Evangelio del Amor de Dios: la buena noticia de que Cristo nos ha amado hasta dar la vida por nosotros. De “locura del amor divino” calificaba el amor de Jesucristo una gran Santa madrileña del siglo XIX, héroe de la caridad para con el prójimo, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, sobre todo al verlo y contemplarlo como Amor presente y perpetuado mediante la institución del Sacramento de la Eucaristía. Testimonio, el nuestro, que debe ser de palabra y de obra ¡Testimonio Eucarístico!
El testimonio de una renovada piedad eucarística
La renovación litúrgica del Concilio Vaticano II ha girado doctrinal y pastoralmente en torno a la verdad de que el Sacramento de la Eucaristía ha de ser considerado y celebrado como el Sacramento de la oblación pascual de Cristo, de Su Cuerpo y de Su Sangre, presentes substancialmente en las especies eucarísticas; por lo tanto, como el Sacramento central del Misterio de nuestra Fe, fuente y culmen de toda la vida cristiana. Benedicto XVI expresa y profundiza esta doctrina conciliar bella y vivencialmente: “la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el L o g o s encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”. Una entrega que supera infinitamente los sacrificios de la Antigua Alianza que se reducían a la ofrenda de animales, a la sangre de “machos cabríos y de becerros”, como enseña la Carta a los Hebreos. Son holocaustos y sacrificios “exteriores” que se quedaban fuera del ámbito de la donación personal del hombre. Cristo en su entrega, en cambio, “usa su propia sangre” y muere Él mismo para la purificación y transformación interior del hombre, haciéndole posible “el culto del Dios vivo” y el ser el destinatario de “la promesa de la herencia eterna”.
La celebración piadosa, digna y bella de la Eucaristía, en la forma como ha quedado trazada en sus líneas maestras litúrgicas y pastorales por la renovación del Vaticano II y actualizada constantemente por la enseñanza y las normas del Magisterio Pontificio, en especial el de Juan Pablo II y ahora, por Benedicto XVI, será la primera e insustituible fórmula para poder anunciar y señalar al mundo dónde está y se hace presente y operante el AMOR DE DIOS, el único que le puede salvar. La próxima Exhortación Postsinodal sobre la Eucaristía recogerá todos los buenos frutos de la renovación conciliar, superando omisiones y abusos y actualizando para la Iglesia del Tercer Milenio toda la riqueza espiritual y pastoral que encierra el patrimonio litúrgico que ha ido atesorando a lo largo de los siglos hasta el Vaticano II y con el Vaticano II.
El testimonio del amor cristiano en el matrimonio y en la familia
La participación en la entrega de Jesús, en su acto de oblación amorosa al Padre ofrecida en el Altar de la Cruz por toda la humanidad, postula de los cristianos un sí comprometido con el Sacramento del matrimonio, con la doctrina y la experiencia de la vida matrimonial, vivida dentro de esa gran unión esponsal de Cristo con su Iglesia. Un sí que se prolonga en la fundación y la vida de la familia según la medida del amor de Cristo. Amor gratuito, generoso, entrañable, verdadero, nacido del encuentro esponsal mutuo y total de los esposos entre si, ofrecido a los hijos con ternura materno-paterna y que es acogido y respondido por estos filialmente, sabiéndose cobijados en el regazo de la madre y protegidos por el abrazo del padre.
¡Amor fecundo por el que renace y se revitaliza constantemente la Iglesia y la sociedad! Ante la decadencia sin precedentes de nuestras sociedades –decadencia que llega hasta el extremo de la decrepitud y envejecimiento vertiginoso–, resultado amargo y dramático de su decadencia moral y espiritual, alcemos hoy en las vísperas del Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre en Valencia con el Santísimo Sacramento del Altar, el Sacramento del Amor de los Amores, nuestro testimonio del Evangelio del Matrimonio y de la Familia. ¡Que sus frutos en Madrid, en nuestra Patria, en Europa y en todo el mundo, sean abundantes! ¡Qué se sienta la necesidad de un nuevo descubrimiento de que en el respeto y cultivo de la verdad y de la vida del verdadero matrimonio entre el hombre y la mujer y de la familia, que de él nace, se encuentra el cauce imprescindible para alcanzar e instaurar la verdad del Amor en las relaciones personales y sociales! ¡para que se pueda volver a hablar, con un mínimun de esperanza, de “civilización del amor”!.
El testimonio del amor cristiano en “la Misión Joven”
Ya en el verano pasado en la audiencia especial con que el Santo Padre nos concedía después de la clausura de la Asamblea Sinodal de nuestro III Sínodo Diocesano de Madrid, nos recordaba que la primera exigencia de la caridad con los hermanos, especialmente los alejados, era la transmisión de la verdad: “En una sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es ante todo comunicación de la verdad”. Y, si la verdad primera y última, sobre la que se sustenta toda la naturaleza creada y, de forma singular, el hombre, es la del Amor que Dios nos tiene, entonces el dar a conocerla es esencial consecuencia y expresión del amor. ¿Cómo pues no nos van a llevar la vivencia y el testimonio del amor eucarístico necesariamente a salir de nosotros mismos, a “la Misión”: al anuncio y comunicación de Jesucristo y de su Evangelio a los jóvenes de Madrid? Porque si alguien padece grave indigencia de amor en nuestra sociedad, son ellos.
¡Que la celebración de este “Corpus Christi” en esta plaza y por las calles del viejo Madrid se convierta en un anticipo vibrante de “la Misión Joven” que acabamos de convocar en la Vigilia de Pentecostés! Anticipo que se pone de manifiesto en nuestra adoración pública a Jesucristo Sacramentado y en el testimonio de nuestra caridad con los más necesitados. Celebrando el Amor Eucarístico del Señor hay que proclamar con fuerza: ¡“Nadie sin futuro”!, pero, sobre todo y muy especialmente ningún niño y ningún joven de Madrid, sea nativo o emigrante, ¡sin futuro! Sin el futuro que se fundamenta en la fe, se abre con el Evangelio de la esperanza y se labra con la experiencia de amor de Cristo.
¡Quiera el Señor Sacramentado que progresemos sincera y activamente en el saber tratar piadosa y amorosamente a Él, –Sacerdote, Víctima y Altar–, en la celebración de la Santa Misa y en la adoración de su presencia permanente en el Tabernáculo!
¡Quiera el Señor Sacramentado que su amor redentor renueve la conciencia de los cristianos y de toda la sociedad para que estimen, defiendan y vivan el valor inapreciable del Matrimonio y de la Familia, en conformidad con la verdad de la Ley de Dios y la gracia del Evangelio!
¡Quiera Jesús Sacramentado entusiasmarnos con ese gran proyecto pastoral de la Misión Joven de Madrid para que sus nuevas generaciones conozcan a Dios que es Amor y a su enviado Jesucristo, se dejen amar por Él y así crean y vivan en el Amor que les hace bienaventurados!
A la Virgen de La Almudena, su Madre y Nuestra Madre, Santa María del Sagrado Corazón, a su amor maternal, nos acogemos confiada y filialmente, nosotros “hijos de Eva”, pero ya definitivamente hijos suyos.
Amén.