Catedral de La Almudena, 7.XII.2006, 21’00 horas
(Gén 3, 9-15. 20;Ef 1, 3-6. 11-12; Lc 1, 26-38)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Con la Inmaculada Concepción comienza el tiempo nuevo de la esperanza.
Si con el tiempo de Adviento, la Iglesia emprende, cada año de nuevo, el camino de la esperanza, la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María nos señala a su vez dónde se encuentra la puerta para acertar en el camino de la esperanza, más aún, nos indica con la luz clara de la revelación divina que Ella misma ¡MARIA! es esa Puerta de la Esperanza. La Iglesia, incluso, no ha dudado nunca en invocarla como “MATER SPEI” –MADRE DE LA ESPERANZA–. Con su Inmaculada Concepción comienza un tiempo nuevo donde es posible la esperanza para los hombres de todos los tiempos, antes y después del Nacimiento de su Divino Hijo. Siempre pues que celebramos en el día de su Fiesta anual el Misterio de su Concepción sin mancha de pecado por gracia singular de Dios, retomamos el camino de la esperanza que nos lleva a la vida y felicidad verdadera, a la Gloria, si es que nos habíamos desviado de él o, en cualquier caso, nos reafirmamos en perseguirlo con nuevo vigor espiritual y con gozo creciente por sabernos más cerca de la meta: la de la santidad que es la forma verdadera para que el hombre consiga esa felicidad que tanto ansía y esa vida sin sombra ni ocaso a la que aspira en lo más íntimo de su corazón.
¿Por qué María, la Inmaculada Concepción, es la Puerta de la Esperanza, más aún, la Madre que ha engendrado en el mundo y para el hombre la esperanza? La inicial repuesta a esta pregunta, siempre estimulante e inquietante para los cristianos de todos los tiempos y, si cabe, más aún para el hombre contemporáneo, la encontramos en el Libro del Génesis, más concretamente en su relato del pecado de “los primeros padres” que acabamos de oír en la primera Lectura. Esa respuesta primera se descubre en la promesa del Dios Creador cuando el Señor Dios dice a la serpiente tentadora, figura de Satanás, el príncipe del mal: “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Ge 3,15). Ciertamente la promesa se cumplirá más tarde cuando llegue aquella hora prevista en su Plan de Salvación en la que María, la Virgen de Nazareth, concebida sin pecado original, engendre en su purísimo seno al Hijo Unigénito de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo. Pero, también, con no menos certeza, hay que afirmar que el horizonte de la esperanza empieza ha abrirse como una aurora de luz recién amanecida en ese momento del Paraíso, en que el hombre cae y Dios se muestra ya dispuesto a que esa caída no sea irreversible y definitiva.
¿Qué había ocurrido? Pues que Adán, el padre de la humanidad, había desobedecido a Dios por la intervención de su mujer Eva, llamada a ser la Madre de los vivientes, que cede a la seducción de la serpiente. Ambos habían sucumbido no solamente a la tentación de la ruptura con su Creador, sino, incluso, a la halagadora mentira de Satanás que les aseguraba que serían como dioses, comiendo del fruto del árbol del bien y del mal: ¡desobedeciendo a Dios podían aspirar con éxito a ser como dioses! Las dudas y vacilaciones de Eva son disipadas pronto por el tentador, sirviéndose de una insidia, extraordinariamente sutil y eficaz, y de una inaudita soberbia y altivez: “¡No moriréis! –le dice a la mujer–. Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Ge 3,4-5). ¡Querer ser como dioses! Eh ahí el comienzo de una historia de pecado que va a llevar al hombre una y otra vez a su ruina espiritual y física, a la desesperación y a la muerte. A ese primer capítulo de la ruptura del hombre con Dios, que le ha creado a imagen y semejanza suya y lo ha llamado, por tanto, al conocimiento de la verdad y del bien y que le ha convocado a la libertad en el Amor, seguirán otros sin interrupción hasta hoy mismo. El hombre ha continuado rindiéndose a la tentación de pecar hasta el punto de autoconsiderarse y de autoproclamarse así mismo como “Dios”: la última instancia que decide sobre lo que es bueno y lo que es malo. Lo ha hecho y lo hace repetidamente tanto en su condición de sujeto individual, y para su propio gobierno personal, como cuando actúa como titular de poder y responsabilidades sociales y políticas.
La historia de la fe en Dios y la historia del hombre.
Muchas y muy variadas son las claves con las que se ha querido interpretar la historia universal: políticas, militares, culturales y económicas. Perspectivas legítimas todas ellas, pero parciales. La clave más importante para comprender la historia de la humanidad en toda su verdad es, sin duda, la de sus relaciones con Dios: ¡la historia del hombre gira en lo más hondo de sí misma en torno a la verdad de Dios! Se niega a Dios y se le falsea constantemente, pero al mismo tiempo se le busca con incesante afán en las circunstancias más angustiosas de la existencia personal y colectiva. Se intenta manipularle al servicio de los intereses egoístas del poder y del placer a costa de un reguero interminable de tiranías insoportables y de ruinas interiores y exteriores de pueblos y naciones y se sospecha en lo más recóndito de la conciencia que sólo Él pueda salvarnos. La pretensión de intercambiar a Dios por los ídolos fabricados por el hombre desemboca irremisiblemente en fracasos históricos que suscitan en el interior de los más clarividentes la conciencia moral de haberlo hecho mal: ¡de haber pecado! El curso de la historia humana se asemeja no pocas veces a un caminar en zig-zag a la búsqueda de la verdad de Dios, como principio y fin de todas las cosas y Creador amoroso del hombre, como fuente de la sabiduría y de la vida y como Autor de la ley moral, inscrita en la naturaleza del hombre. El acierto es escaso, como lo demuestra abundantemente la historia de las religiones. Las desviaciones de la verdadera ruta religiosa y moral que lleva al conocimiento del Creador a través del elocuente “lenguaje” de la creación, lo más frecuente. La tentación de la idolatría no acaba nunca de ser vencida y siempre se termina por el trueque falsificador de la verdad de Dios por la moneda contante y sonante del poder humano. La razón la busca entre sombras, enturbiada y obnubilada por las pasiones endémicas, propias de la índole humana. El acceso a la fe se va alejando del corazón y de la libertad del hombre como una actitud añorada, aunque finalmente imposible.
La historia de la negación de Dios superada en la plenitud de los tiempos por el “Sí” de la humilde Doncella de Nazareth, María, la Virgen Inmaculada.
Ni siquiera el Pueblo elegido por Dios, Israel, al que cuida Él como “una Madre” a lo largo de una historia de liberación exterior y de una constante iluminación interior por la palabra profética, es capaz de salir por sí solo de ese atolladero espiritual, al parecer, insalvable. ¿De dónde nos vendrá el auxilio, cantaba implorando y confiando su salmista? ¿Será algún día posible “cantar al Señor un cántico nuevo”? ¿Se podrán ver sus maravillas, “la victoria de su santo brazo” y el regalo de su misericordia y de su fidelidad en un futuro alcanzable para Israel? ¿Era posible realmente la esperanza? ¿Se podía esperar de verdad y con verdad al Mesías, prometido por los Profetas?
Efectivamente, la respuesta victoriosa de Dios, y con ella y por ella, la victoria del hombre sobre el pecado y sobre la muerte, no se iba a hacer esperar. De entre los humildes del pueblo y de entre las sencillas y piadosas doncellas de Israel iba a ser elegida una Virgen, concebida sin pecado, para ser la Madre del Hijo del Altísimo, de Jesús. Aquél día en que el Ángel Gabriel le anuncia que ha sido llamada para asumir esa Maternidad por la que va a llegar al mundo la salvación, con las palabras de un saludo desvelador de lo que había ocurrido con Ella desde el momento de su Concepción –“Alégrate, llena de Gracia, el Señor está contigo”–, la Aurora de la esperanza, visible desde el mismo día del pecado de Adán y Eva y de la predicción de la derrota final de “la serpiente”, se convierte en un amanecer desbordante de la Luz de Dios que va a embargar a la historia, al presente y al destino futuro del hombre con su Verdad y con su Vida, plenamente revelada y comunicada. Ella, MARÍA Inmaculada, era la nueva Eva, la verdadera Madre de los auténticamente vivientes: ¡de los santos, triunfadores definitivos en el combate con el Príncipe del Pecado y Autor de la muerte! Sí, Ella había herido mortalmente en la cabeza a “la serpiente tentadora del hombre”. Desde aquél día definitivo, el día del anuncio de que “Dios reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”, se irán derramando irresistiblemente su gracia y su misericordia de Padre que está en los cielos a través de los Misterios de la Encarnación, Nacimiento, Vida, Pasión y Muerte en la Cruz de su Hijo Unigénito e Hijo de María, que culminarán en la Gloria de su Resurrección y en la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés sobre la Iglesia.
Desde ese momento, ya sabemos con certeza inconmovible lo que San Pablo proclamaba en su Carta a los Efesios: “que Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales”, “que hemos sido elegidos antes de crear el mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”.
Ahora sí es posible por ese derroche de gracia y de misericordia divinas conocer la verdad de Dios y de su plan de salvación para los hombres en toda su riqueza insondable, plenamente, como una definitiva Victoria sobre el Misterio del Mal, ofrecida y donada al hombre. ¡La Victoria de Dios puede y debe ser la Victoria del hombre!
La respuesta de la esperanza cristiana al laicismo contemporáneo: la fe humilde y fecunda de María Inmaculada.
Esa Victoria de Dios –¡la Victoria de “Dios que es Amor”!-, que puede ser y será nuestra Victoria, es lo que celebramos en esta Fiesta de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora en las circunstancias actuales del año 2006. En una sociedad fuertemente influida y condicionada por propuestas y visiones de la vida personal y social “sin Dios” Ella, María Inmaculada, se alza luminosa como el faro radiante de la auténtica esperanza. Más aún, nos aparece como la Puerta regia que nos abre el camino del Evangelio de la esperanza. La tentación de romper con Dios, presente y operante en todo el curso de la historia de la humanidad, adquiere una singular gravedad después de Cristo, “el Logos de Dios” –razón y palabra a la vez–, hecho carne y que habitó entre nosotros, pues supone un rechazo o, al menos, un cerrarse de la razón a la expresión definitiva y culminante de la Revelación. Al huir y evitar el hombre contemporáneo el encuentro con la fe, se recorta inexorablemente a sí mismo también el horizonte de su propia verdad como hombre: el conocimiento de su dignidad como persona y de los derechos fundamentales que le son inherentes y anteriores a la sociedad y al Estado y cuyo respeto y promoción constituyen la esencia del bien común. Es más, se socava los fundamentos éticos, prejurídicos de un Estado, que quiera plantear y realizar como Estado social y democrático de derecho. La experiencia de la historia reciente de Europa con el fenómeno de las dos grandes Guerras Mundiales y los Totalitarismos comunista-soviético y nacionalsocialista con sus secuelas de aplastamiento de los derechos humanos, de horror y de muerte en el siglo XX, alimentados por un laicismo radical y por su tesis central de la negación oficial de Dios, han puesto en evidencia a dónde lleva a la sociedad y a la comunidad política el desligarse de “la ley natural, fundada en la recta razón y en el patrimonio espiritual y moral históricamente acumulados” (CEE. Orientaciones Morales, 17). El Santo Padre viene invitando insistentemente a un diálogo franco y noble entre el pensamiento cristiano y el laicismo europeo abierto al aprecio de las raíces cristianas de la historia de Europa, máxime cuando ambos se encuentran ante un reto cultural, religioso y humano formidable: el del Fundamentalismo Islámico. Más aún, en su lección de Ratisbona y en su reciente viaje apostólico a Turquía, ha apelado a un diálogo entre Culturas y Religiones, abierto al ancho campo del “Logos”, “de la Verdad”, accesible a la razón y a la que tiende intrínsecamente la fe. La llamada de atención del Papa es más que una invitación: ¡es un apremio histórico!
Esa Verdad de Dios, revelada plenamente en Cristo, esa novedad de su Vida, mostrada en el don de su Amor, ese Camino de la Virgen Bendita entre todas las mujeres, la Inmaculada Concepción, la Madre del Señor, humilde y entregada a su Divina Voluntad, a su Amor, es lo que queremos anunciar y comunicar a toda la sociedad madrileña y muy singularmente a su juventud en esta Fiesta de la Inmaculada. Sí, a los jóvenes de Madrid del 2006/2007 queremos mostrarles con palabras, con hechos y testimonios vivos que Jesucristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, que a Él se llega fácilmente entrando por la “Puerta de la Esperanza” que es María Inmaculada, y que seguirle hasta la meta de la santidad en ese itinerario victorioso de su amor que culmina en la Cruz Gloriosa –¡no tengáis miedo a ser santos!, les decía a los jóvenes del mundo en Santiago de Compostela el 20 de agosto de 1989 Juan Pablo II– es también fácil e infinitamente gratificador si nos acogemos al amor de su Madre y nuestra Madre, la Madre de la Esperanza, la Inmaculada Virgen María, Virgen de La Almudena.
A m é n .