Mis queridos hermanos y hermanas:
Está ya próxima la solemnidad del glorioso Patriarca San José, y como es habitual en la mayoría de las diócesis españolas, la celebración del «Día del Seminario». La Exhortación Apostólica de Juan Pablo II «Pastores dabo vobis» insiste en el hecho de que «es la Iglesia como tal el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio» (nº 65). Gracia y responsabilidad que, en la comunión de nuestra Iglesia diocesana, tiene principalmente encomendada nuestro Seminario como comunidad educativa promovida por el Obispo para la formación de los candidatos al sacerdocio ministerial. Sin descartar otras posibilidades, el «Día del Seminario» ofrece, sin embargo, una oportunidad singular a todos los fieles cristianos -cada uno según su vocación y misión- para poder manifestar su atención, su afecto y su solidaridad hacia los futuros sacerdotes que les servirán en el futuro los dones de la salvación.
En el curso que transcurre, esta conmemoración se reviste de una especial tonalidad. El Seminario está celebrando el I Centenario de la bendición e inauguración de su sede actual en la calle de San Buenaventura. Es verdad que, como tal institución educativa, ya venía realizando su misión en las buhardillas del antiguo palacio episcopal -ciertamente en precaria situación- desde la erección de la diócesis, una vez segregada de la Archidiócesis de Toledo. El 21 de Octubre de 1906 con la solemne liturgia presidida por el entonces Obispo de Madrid-A1calá, Mons. Salvador y Barrera, se culminaban toda una serie de laboriosas gestiones destinadas a dotar a la recién erigida diócesis de una instalación idónea y suficiente para la formación de los sacerdotes de la capital de España.
Si el acercamiento a la realidad del Seminario constituye siempre un motivo para dar las gracias a Dios y renovar la esperanza de que el Señor no dejará de enviar a su pueblo pastores según su corazón (Cf. Jer 3,15), la historia de este primer centenario nos impulsa a la gratitud de una manera especial. Son cien años luminosos de providencia y de gracia que resplandecen en el rostro de los casi mil ochocientos sacerdotes ordenados a lo largo de este tiempo. Cien años luminosos en santidad sacerdotal, cuyas primicias, si Dios lo quiere -D. José Mª García Lahiguera, D. Manuel Aparici, D Abundio García Román…- embellecerán un día los altares de la Iglesia diocesana. Cien años luminosos en frutos de vida apostólica, regados unos con la sangre de los mártires, sacerdotes y seminaristas, sacrificados en la guerra civil; otros cultivados con la entrega sacerdotal del día a día en la ciudad, en los barrios, en los pueblos, en definitiva, allí donde las buenas gentes de Madrid necesitaban la palabra del consuelo y el gesto sacramental de la caridad de Cristo.
Contemplando la historia de gracia sacerdotal engendrada en los claustros y aulas de nuestro Seminario, cabe exclamar con las palabras del salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 125,3), haciendo de las celebraciones del I Centenario un gran canto de alabanza a nuestro Señor Jesucristo. Alabanza ciertamente agradecida y activa, que disponga los corazones de todos los diocesanos para manifestar al Seminario su solidaridad espiritual con la oración, su responsabilidad con la promoción vocacional, y su generosidad y afecto con la ayuda económica. La campaña del «Día del Seminario» nos brinda una estupenda ocasión para ello.
Este recuerdo agradecido del pasado no debe ser obstáculo para mirar el presente y el futuro con la mirada y el corazón de quien se siente urgido por la caridad de Cristo (Cf. 2Cor 5,14) ante las necesidades ingentes de la misión. Como enseña Benedicto XVI, «La conciencia de que, en Cristo, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás» (DCE, 33). El reciente III Sínodo Diocesano ha supuesto, en este sentido, un nuevo impulso para renovar y profundizar la fe que profesamos en la comunión de la Iglesia, para proclamarla, ofrecerla y testificarla con las palabras y las obras. Como en los tiempos pasados, como siempre, la Iglesia necesita, también hoy, del don del sacerdocio apostólico. El «programa» salvador de Cristo debe continuar hasta el fin de los tiempos y alcanzar a todos los hombres: anunciar a los pobres el Evangelio, proclamar a los cautivos la liberación, dar la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos, y proclamar el año de gracia del Señor (Cf. Lc 4,18-19). Sí, necesitamos sacerdotes que prolonguen hoy la unción del Espíritu del Señor que les envía a sus hermanos. Sí, necesitamos sacerdotes «testigos del amor de Dios» -lema del «Día del Seminario»- para acudir allí donde se sufre la indigencia de caridad, en las calles o en los pueblos, en los hospitales o en las cárceles, en el ámbito familiar, en la vida política, en la sociedad injusta… «Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo» (Benedicto XVI, DCE, 28 b).
¡Gracias a Dios contamos en Madrid con un número significativo de seminaristas! Entre los dos seminarios diocesanos -el Conciliar, y el Misionero «Redemptoris Mater»- son cerca de doscientos los que se preparan con ilusión para ser sacerdotes de Jesucristo. Es verdad que la tendencia general en Europa y en no pocas diócesis españolas marca un descenso en el número de las vocaciones sacerdotales: lamentablemente, hay menos jóvenes que en épocas anteriores y, además, la cultura de la secularización sigue incidiendo en ellos a la hora de planificar su futuro. Pero no en todos. Nuestros seminaristas son el signo y la prueba de que el Señor sigue llamando y su voz es escuchada allí donde se cultiva la vida cristiana con profundidad, fidelidad eclesial, y generosidad; allí donde se enseña y se aprende a amar y a servir como Dios nos ama y nos sirve en Jesucristo. Los futuros sacerdotes, jóvenes como otros de este tiempo, han tenido la gracia y la experiencia de sentirse amados por Cristo cuando escucharon que les llamaba por su nombre «para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar con autoridad» (Mc 3, 14). Cada uno de ellos, en el camino original que les ha llevado al Seminario, puede decir con razón: «Hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).
«En no pocos ambientes resulta difícil manifestarse como cristiano: parece que lo único correcto y a la altura de los tiempos es hacerlo como agnóstico y partidario de un laicismo radical y excluyente», señalábamos los Obispos en la última instrucción pastoral («Orientaciones morales ante la situación actual de España» n° 18). Este clima social imperante puede generar situaciones en donde la identidad cristiana parece diluirse, y crecer el pesimismo y la desesperanza en la acción pastoral, sobre todo con las generaciones más jóvenes. Frente a pesimismos y frustraciones ante aparentes bregas infructuosas, la fuerza salvadora de Cristo y del Evangelio nos impulsa a seguir echando las redes para pescar. La palabra obediente y confiada de Simón Pedro, «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5), ha de ser en estos tiempos la palabra de la misión y del testimonio cristianos. Confiada en esta palabra la Iglesia diocesana de Madrid se empeña en la «Misión Joven», de manera que los jóvenes reconozcan en Cristo la respuesta verdadera y única a su sed de amor y a su esperanza de futuro. Apoyada en esta palabra, toda la comunidad diocesana -especialmente los sacerdotes, los padres, los maestros, los catequistas- puede y debe seguir orando, anunciando y proponiendo, con claridad y audacia, el Evangelio, que implica la vocación al sacerdocio apostólico y reclama de los llamados un Sí generoso e incondicional, en la espera de una nueva pesca milagrosa por la fuerza de la palabra del Señor.
En la tarea educativa de propiciar el que la llamada de Cristo pueda ser escuchada, la Iglesia diocesana no puede ignorar cómo en la historia de tantos sacerdotes, la voz del Señor fue escuchada siendo niños o adolescentes. Nuestro Seminario Menor, acoge, discierne y acompaña estos brotes de vocación sembrados en su corazón, mientras ofrece una educación cristiana integral -a través del Colegio Arzobispal de ESO y Bachillerato- que ilumine el proceso de crecimiento de los alumnos con el amor de Dios, el significado del servicio gratuito a los demás, y el sentido de vivir en la entrega generosa de uno mismo. ¡Que ninguna inquietud vocacional infantil quede sin cauce y respuesta adecuados por la desidia o la cortedad de miras de los mayores!
Además, para estimular el despertar, el cuidado y la atención de posibles vocaciones en edades tempranas, el Sínodo diocesano pidió renovar «la costumbre de invitar y preparar a los niños para el servicio del altar, que favorece el desarrollo de las vocaciones sacerdotales «, instituyendo para ello la «Escuela Diocesana de Acólitos» (III Sínodo Diocesano, Decreto General, art. 12). Felizmente inaugurada en este curso y puesta bajo el patronazgo del apóstol San Juan, la ofrecemos a nuestros jóvenes acólitos para que les ayude a descubrir la persona viva de Cristo, tan presente y tan cercano en su servicio al altar, lo escuchen y lo sigan como su mejor Amigo y su único Señor. Con la ayuda de Dios y la protección de la Virgen Inmaculada, su Patrona, nuestro Seminario, cruzado el umbral del I Centenario, afronta con esperanza al futuro y prosigue su tarea como una comunidad ec1esial viva que, mirando el rostro del Buen Pastor, ora, estudia y convive en fraternidad, y busca recorrer los caminos de la santidad sacerdotal. En la celebración del «Día del Seminario» los seminaristas visitarán muchas de vuestras parroquias y os ofrecerán el testimonio alegre de sus vidas entregadas. Con la atención y la ayuda económica para paliar las necesidades de su formación, ofrecedles vuestra oración y vuestro afecto. Y no dejéis cada día de encomendar al Señor y a la Virgen de la Almudena el que alguno de vuestros hijos, de vuestros discípulos o de vuestros feligreses, sea agraciado con la vocación al sacerdocio ministerial.
Con todo afecto y mi bendición,