«Dichosos los que creen»
Mis queridos diocesanos:
El lema escogido para la celebración del DOMUND de este año 2007 en España es, sin duda, un hermoso canto al gozo incomparable de la fe, que impulsa con ardor incontenible a comunicarla a los demás, a cuantos, cercanos y lejanos, carecen aún de ella, hasta los confines de la tierra, de modo que la misión no es una carga pesada que cumplir, sino una necesidad del corazón del creyente en Jesucristo, que halla su mayor gozo, precisamente, en esa donación de sí mismo que constituye el centro de la acción misionera. En efecto, son de veras «dichosos los que creen», es decir, los que han encontrado la alegría infinita de la salvación que es la Persona de Cristo, y por eso no pueden por menos que, transformados por Él y en Él, llevarlo a todos para que hallen esa misma dicha de Su salvación. El Papa Benedicto XVI nos lo ha recordado con vigor al recibir en Castelgandolfo, el día 9 de agosto pasado, a los miles de jóvenes madrileños peregrinos a la Ciudad Eterna como punto culminante de la «Misión Joven» que estamos llevando a cabo en toda la Provincia Eclesiástica de Madrid:
«Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia -nos dijo el Papa-, habéis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida».
Este empuje valiente, distintivo del cristiano, que ha entendido y ha experimentado con gozo esa radical dimensión misionera de la fe en Jesucristo, es el que manifiesta Isabel, madre dichosa del Precursor, al recibir la visita de la madre del Salvador y madre de la Iglesia, cuando prorrumpe en alabanzas a María, precursoras de su «Magníficat»-. «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Es la dicha inmensa de la fe, que se prolongará en sus hijos a lo largo de la historia de la Iglesia. Así lo anunció el mismo Jesús, después de su resurrección, al mostrarse al Apóstol Santo Tomás: «¡Dichosos los que crean sin haber visto!» (Jn 20, 29). Y muy especialmente es la dicha de los mártires, entre los que se cuentan tantos misioneros, que al precio de su sangre, a imitación de Cristo mismo, iban a alcanzar la corona de la Gloria, como tan bellamente lo expresó san Ignacio de Antioquía, que ardía en deseos de «ser destrozado por los dientes de las fieras», para llegar a ser así «trigo de Cristo».
Si la misión en la Iglesia no es una carga, sino un gozo grande, quienes la viven en primera línea, los misioneros y misioneras enviados hasta los confines de la tierra, no pueden dejar de sentirse doblemente afortunados. Al lado de nombres insignes -Comboni, Confort¡, Lavigerie, Massaia, Mazza…, en el continente africano; Junípero Serra, Toribio de Mogrovejo, Vasco de Quiroga…, en el contexto iberoamericano, en los tiempos inmediatos a la evangelización-, hemos de colocar los de todos los integrantes de congregaciones e institutos misioneros masculinos y femeninos, así como los de sacerdotes y seglares surgidos en los últimos siglos, que sería imposible recopilar en este mundo, pero que están escritos, sin duda, en el «Libro de la Vida» (cf. Fip 4, 3; Ap 3, 5: 7, 14), en el reino de los cielos (cf. Lc 10, 20), en el corazón del Padre.
Este año se cumple el 50 aniversario de la encíclica «Fidei donum», de Pío XII, que significó un gran impulso de la acción misionera, al promover la cooperación entre las Iglesias para la misión «ad gentes». Con la indicación de «Todas las Iglesias para todo el mundo», en su Mensaje para este DOMUND 2007, Benedicto XVI lo evoca, afirmando «la urgente necesidad de impulsar nuevamente la acción misionera ante los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo», y dejando muy claro que «el compromiso misionero sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe prestar ala Humanidad de hoy», servicio cuya esencia consiste en «ofrecerla salvación de Cristo», que llega hasta el fondo del corazón del hombre y afecta a todos los ámbitos de la vida, «para orientar y evangelizar los cambios culturales, sociales y éticos». Lo necesita el mundo, sin duda, -¿no lo estamos viendo cada día con mayor claridad?-; y más aún si cabe lo necesita la propia Iglesia, cuya razón de ser no es otra que abrazar con el amor salvador de Cristo a todos los hombres. No tengamos miedo, ¡todo lo contrario!, a llevar a todas partes, aquí en Madrid y en España, y a través de nuestros misioneros y misioneras hasta en los países más lejanos, la Luz y la Vida verdaderas, que es la Persona misma de Jesucristo. No hay mayor necesidad que ésta en la tierra, ciertamente, ni mayor dicha que la plena fidelidad en responder a ella, pues sólo desde Cristo se hacen nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5).
María-Madre, desde su catedral y advocación de la Almudena, a todos nos bendice haciendo que resuenen en nuestra alma las palabras del saludo de Isabel cuando fue a visitarla: «¡Dichosos los que creen!» A Ella, invocada en nuestro Madrid como Santa María la Real de la Almudena, a su intercesión maternal, encomiendo los frutos de este DOMUND 2007.
Con mi bendición más cordial para todos,