XXIV Jornada Diocesana de Enseñanza
Sábado, 7 de marzo de 2009
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El próximo 7 de marzo vamos a celebrar en nuestra Archidiócesis de Madrid la XXIV Jornada de Enseñanza. Una oportunidad renovada de acercarnos al mundo educativo, tan importante para la misión evangelizadora de la Iglesia, que sabe valorar los esfuerzos de tantos profesores y profesoras que, en colaboración con las familias, trabajan cada día en aras de una enseñanza de calidad en nuestra diócesis. Espero y deseo que, como las veces anteriores, sirva de ocasión para el encuentro, la oración y la comunión en la fe y que impulse a nuestros docentes a ser testigos de la experiencia evangélica en su quehacer educativo.
Es tarea propia de la familia la educación de la persona humana. Lo ha recordado el Concilio Vaticano II, que en su Declaración sobre la educación nos dice que “los padres, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Esta tarea de la educación tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse” (Gravissimum educationis, 3). En una sociedad individualista, como la nuestra, donde la influencia cultural tiende a forjar un hombre fragmentado y fascinado por una libertad desvinculada, aún cobra más importancia la vocación educadora de la familia como instancia humanizadora. En ella, el individuo experimenta la importancia irremplazable de sentirse amado para aprender a amar, librándole de la experiencia de la soledad –en la que tantas veces se encuentra– cuando busca la felicidad reduciéndola a la mera satisfacción de los deseos. Pero siendo fundamental el quehacer educativo de la familia, ésta necesita de otras instancias que le ayuden a conseguir la formación integral de los hijos, pues en sí misma es incapaz de ofrecerles toda la ayuda que necesitan.
La escuela, siempre de forma subsidiaria a los padres y en íntima colaboración con ellos, ha de procurara educar a los alumnos de manera que aprendan a ser personas, para lo cual no basta con transmitir sólo conocimientos y habilidades prácticas, sino también educar las conciencias en la virtud. En este sentido, Benedicto XVI señalaba en un discurso a la asamblea diocesana de Roma que “hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran ‘emergencia educativa’, pues en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de la verdad, se considera ‘autoritario’, y se acaba por dudar de la bondad de la vida”. Es fácil dejarse llevar por el desánimo ante el malestar de tantas familias, que no saben cómo educar a sus hijos, y tantos profesores cristianos que se sienten contrariados en su actividad docente por la presión de algunas corrientes culturales, que promueven unos modelos de comportamiento alejados de la verdad que ayuda a dar sentido a la vida. Urge, ante este panorama, recuperar el impulso misionero de las familias y los docentes cristianos que devuelvan a las nuevas generaciones de niños y jóvenes la capacidad de vivir en plenitud.
En este año paulino que estamos celebrando, el recuerdo de la figura de San Pablo puede ser un estímulo y una ayuda para los profesores cristianos a la hora de vivir su vocación al servicio de la tarea educativa. Cuando nos acercamos al testimonio del apóstol, recogido en sus cartas, sigue impresionándonos el cambio operado en su existencia tras ser conquistado por el amor de Jesucristo, con el fin de vivir para Dios, cambio que le lleva a una identificación creciente con la cruz de Cristo. Desde entonces la razón de su vida y el motivo de su predicación fue creer en el Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (Gal 2, 20). Ante las dificultades que se le presentaron en el servicio a sus comunidades, libre de los juicios que pudieran verter sobre él, proclama abiertamente la verdad evangélica –de la que se siente servidor– siendo consciente de que ésta debe ser proclamada por un hombre frágil y débil, pero que, poniendo su confianza en Dios –creí y por eso hablé–, es capaz de soportar dificultades, persecuciones y angustias, hasta llegar a afirmar que, cuanto más débil se siente, más fuerte es (2 Cor 12, 10).
Como decía Benedicto XVI en la inauguración de este año paulino, San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración, también es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo, que quiere hablar con nosotros hoy, lo que nos permite escucharlo y aprender de él, como nuestro maestro en la fe y en la verdad (1 Tim 2, 7). El profesor cristiano, siguiendo el ejemplo del apóstol, ha de procurar ser un testigo fiel de la fe y la verdad. Una fe que surge como respuesta agradecida a la Palabra de Dios proclamada en la Iglesia, de la que el testigo ha de saber dar razón al entrar en diálogo con la cultura en la que se inserta y que, en cuanto saber razonable, ofrece una respuesta a las cuestiones fundamentales que acompañan la vida de todo ser humano. La fe, contrariamente a lo que tantas veces se dice, no se opone a la razón, sino que la ayuda a no encerrarse en sí misma recordándole el dinamismo que la orienta hacia el conocimiento de la verdad. “Es ilusorio, decía Juan Pablo II, pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser” (Fides et ratio, 48). De ahí que el profesor cristiano, desde su profunda convicción de fe y aprovisionado de un conjunto de competencias culturales, psicológicas y pedagógicas, deba acompañar a los alumnos en la búsqueda de la verdad, ayudándoles a sortear los atajos del subjetivismo, relativismo y nihilismo, tan presentes en nuestra sociedad, que les incapacita para una apertura a la trascendencia y una acogida libre sincera de la verdad revelada en Jesucristo.
Con ocasión de esta Jornada Diocesaza de Enseñanza quiera Dios que urgidos por el testimonio evangelizador de San Pablo sepamos comunicar en la escuela la alegría y la esperanza que trae el Evangelio. A María, Madre de la esperanza y Virgen de La Almudena, encomendamos el trabajo y las ilusiones de tantos profesores cristianos que desde los distintos centros escolares se esfuerzan por transmitir la verdad de la fe a sus alumnos.
Con todo afecto y mi bendición,