Homilía en la Ordenación de Presbíteros y en el 50º Aniversario de la propia ordenación sacerdotal

Catedral de La Almudena, 28.III.2009; 11’30 h.

(Jer 1,4-9;Sal 109; Heb 10,12-13; Jn 15,9-17)

    Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor,

    Queridos ordenandos:

    1.      Vais a recibir por la imposición de mis manos y la oración consagratoria, en la que se une toda la Iglesia, el sacramento del Orden en el grado del Presbiterado: ¡vais a ser constituidos Sacerdotes de Jesucristo! Es la expresión con la que el que os ordena titulaba el recordatorio de su ordenación sacerdotal hace hoy justamente cincuenta años. Nuestro “sacerdocio”, el que en esta celebración litúrgica recibís vosotros y el que recibí yo hace cincuenta años el 28 de marzo en la noche de la Pascua del año 1959 en la Catedral Vieja de Salamanca, es el mismo Sacerdocio: el Sacerdocio de Jesucristo, el Sacerdocio de la Nueva y Eterna Alianza por la cual y en la cual hemos sido y somos salvados. ¡Un don precioso, fruto de un extraordinario amor de Jesucristo para con nosotros! Amor de elección que no merecemos y al que debemos de corresponder con un corazón sencillo, humilde y ardiente que suplica y ansía serle fiel hasta la muerte. Un don del Espíritu Santo transmitido sacramentalmente y, como consecuencia, una tarea y una responsabilidad personal, comprometida con la obra redentora de ese Cristo, Sacerdote y Víctima, que se ofrece en la Cruz donde “se encuentra clavada la salvación del mundo”. Don, oficio, tarea, responsabilidad… que, vividas fielmente de cara a los hombres, nuestros hermanos, se comprenden muy bien a la luz de lo que el joven Juan María Vianney, con el hatillo de sus pobres y escasas pertenencias al hombro, ya en las cercanías de la oscura y perdida aldea de Ars, en la Francia descristianizada de la Revolución, contestaba al pastorcillo que le preguntaba, curioso, ¿qué vienes a hacer aquí?: “Vengo a enseñaros el camino del Cielo”. Y a fuer que lo consiguió y no sólo entre los paisanos de su parroquia y de las parroquias vecinas, sino también entre sus conciudadanos de aquella Francia post-revolucionaria, descreída y pecadora, que en riada penitente pasó por su confesionario en los 41 años largos de su ministerio parroquial incesantemente, hasta el último de su vida. Cuentan sus biógrafos que llegó a dedicar al ejercicio de ese ministerio de la conversión y del perdón de los pecados, tan específicamente sacerdotal, 18 horas diarias. Respuesta aparentemente ingenua, la del Santo Cura de Ars, y, sin embargo, verdaderamente reveladora de lo más auténtico y apasionante del sentido y valor humano y cristiano del ministerio sacerdotal.

    2.      En pocos días celebraremos la Pascua de Resurrección. Un año más, la Iglesia se dispone a anunciar y celebrar la victoria de Jesucristo Resucitado y su actualidad para nosotros, los hombres de comienzos del Tercer Milenio, en medio de las nuevas y antiguas angustias, tan típicas de una sociedad y de un modelo de existencia autosuficiente y orgullosa, en donde se es y se vive como persona sin más horizontes que los de la vida caduca y sin más ilusiones que las de los éxitos efímeros que proporcionan el mundo y sus vanidades. En el trasfondo de nuestra cultura dominante no es difícil adivinar vidas sin esperanza e incapaces a la vez de una verdadera y auténtica experiencia de amar: ¡incapaces y nostálgicas de ser amadas y de amar! Jesucristo Resucitado, con el triunfo de su Cruz –triunfo verdaderamente paradójico–, venciendo a la muerte en su raíz, el pecado, ha abierto la posibilidad de un giro radical en la concepción y en la realización de la vida de cada persona e, incluso, de la historia de la misma familia humana: el giro del Amor infinitamente misericordioso de Dios, que proclamado, celebrado litúrgicamente y practicado en “comunión” –en la comunión del amor fraterno alimentado en la Eucaristía–, se evidencia para el hombre como el verdadero camino de la vida que conduce a la Gloria del Cielo.

    ¡Enseñar a los hombres de nuestro tiempo el camino del cielo, esa es, queridos ordenandos, nuestra vocación! ¡Una hermosa y apasionante vocación!

    3.      Se trata pues, queridos hijos, de vivir todo lo que poseemos y somos como un servicio a Cristo Resucitado, a ese Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, que “ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; que está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies” (Heb 10,12). El último enemigo será la muerte, dirá San Pablo. Se trata de servirle acercándole al hombre –¡a las almas!– para que “con corazón sincero y lleno de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura”, como enseña la Carta a los Hebreos, encuentren “en virtud de la sangre de Jesús el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros”: Él, que ha dado la vida por sus amigos, nos llama y nos consagra para que actuemos “en su nombre” como “Cabeza de la Iglesia”, en decir, en “su Persona”, haciendo las veces como un “alter Christus”: ¡otro Cristo! ¿Exageraremos al emplear esta fórmula de definición del sacerdocio ministerial, ontológicamente distinto del sacerdocio común de todos los bautizados, tan cultivada espiritualmente en los ambientes renovadores de los Seminarios de nuestra juventud? Sí exageraríamos, ciertamente, en la autovaloración cristológica de nuestro sacerdocio, si no supiéramos que de su auténtico, fiel y entregado ejercicio en la Palabra, en los Sacramentos y en la Cura pastoral de nuestras comunidades está pendiendo la salvación de las almas, es decir, el bien integral y pleno del hombre. Exageraríamos, si pretendiésemos ignorar que a nuestras manos consagradas y a nuestro corazón sacerdotal se nos ha confiado la obra de su amor más grande: la actualización permanente de su sacrificio redentor en el Sacramento de la Eucaristía. Pero también exageraríamos si no supiésemos, además, lo que el Señor ha hecho con nosotros desde antes y después de los primeros pasos de nuestras vidas y, sobre todo, en el momento de nuestra ordenación sacerdotal; si ignorásemos que nos ha hecho sus amigos al darnos a conocer desde el principio de esa amistad, que ha ido madurando a lo largo de toda nuestra vida, todo lo que ha oído a su Padre. Su amor más grande se ha volcado en nosotros y con nosotros para que fuésemos y diésemos fruto de amor misericordioso, de amor salvador entre nuestros hermanos, y ese fruto perdure (Cfr. Jn 15, 9-17). Él, queridos ordenandos, nunca nos ha retirado su amistad; su amor misericordioso nos ha sostenido siempre pese a todos nuestros fallos y debilidades.

    4.      ¿Cómo, pues, no van a encontrar en el corazón de sus sacerdotes eco permanentemente vivo las múltiples necesidades materiales y espirituales de los hombres? A un Sacerdote, “otro Cristo”, le duelen intensamente las miserias y pobrezas de todo género, las angustias y preocupaciones personales, familiares y profesionales de sus hermanos. Le lastiman en lo más interno y sensible de su interior. Un verdadero sacerdote de Jesucristo no puede por menos de sentirse herido por la pobreza que sufren tantas personas, cercanas y lejanas, por el desamparo de tantos niños desde el momento de su concepción hasta su mayoría de edad, por el abandono de los ancianos y enfermos crónicos, etc. Pero mucho más les duele el pecado, origen de tanto mal y que mata el alma y los corazones de los hombres, atenazándoles y esclavizándole en su libertad. Ese es el mal de los males: el pecado que amenaza el destino temporal y eterno de los hombres que se nos confían. Ese abismo del pecado y de la muerte eterna, en la que se puede deslizar el hombre, es el que explica, en ultimidad, el origen, el sentido y la esencia del Sacerdocio Nuevo de Jesucristo. Él es al mismo tiempo Sacerdote, Víctima y Altar, que ofrece en la Cruz, una vez para siempre, el sacrificio de su propia carne y sangre, entregadas misericordiosamente por nosotros y por nuestra salvación. En este contexto teológico y existencial de la oblación sacerdotal del Señor Resucitado se explica igualmente que los sacerdotes de Jesucristo estén llamados a ser y a vivir su vocación y ministerio como un ‘alter Christus’, ‘otro Cristo’”.

    5.      Y, si a quien mucho ama, mucho se le perdona, como aclaraba Jesús al fariseo, delante de la mujer pecadora, cuánto más habremos de amar nosotros, queridos diáconos, a ese Jesús que no sólo nos ha perdonado y perdona nuestras debilidades, inconstancias y hasta nuestras infidelidades, sino que, incluso, nos llama “sus amigos”, “sus elegidos”. En su “oración sacerdotal”, dirigida al Padre ante la inminencia de su Sacrificio y Oblación en la Cruz, Jesús se acuerda en primer y preferente lugar de “los suyos”, “sus discípulos”: ruega por ellos, “pro eis”. “Por ellos ruego ¡no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío… Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado” (Jn 17,9-11). Nuestra respuesta a la grandeza espiritual de la vocación recibida no puede ni debe ser otra que la de nuestro sentido y rendido amor: la de la elección decidida y firme del camino de la santidad sacerdotal para nuestras vidas y para el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal: ¡el camino de la ardiente caridad pastoral! ¡el camino apostólico de Pablo, el apóstol enamorado de Cristo, como ningún otro! Caridad pastoral y santidad van estrechamente unidas en la existencia personal del sacerdote; más aún, pertenecen inexcusablemente, conformándola, a la experiencia integral de ser y de vivir como sacerdote de Jesucristo. Santa Teresa de Jesús –cuya fecha de nacimiento se fija también en un 28 de marzo, el del año 1515– nos enseña con una finura espiritual insuperable, válida también para nuestro corazón sacerdotal, cómo hay que responder a quien nos ha preferido y distinguido con tanto y tan misericordioso amor:

    “Vuestra soy, pues me criaste,

    vuestra, pues me redimiste,

    vuestra, pues me sufriste,

    vuestra, pues que me llamaste,

    vuestra, porque me esperaste,

    vuestra, pues no me perdí:

    ¿qué mandáis hacer de mí?”

    ¿Podréis ofrecer hoy, el día de vuestra ordenación sacerdotal, queridos diáconos, algo mejor y más precioso al Señor, que os elige y consagra como sus sacerdotes, que vuestra total disponibilidad, afirmada y prometida en vuestro celibato sacerdotal? Decidle a Cristo con el corazón confiado y valiente: ¿qué mandáis hacer de mí? ¡No os arrepentiréis nunca de serle fieles! Yo fui ordenado sacerdote cuando había cumplido 22 años. En sintonía plena con el Siervo de Dios, el querido e inolvidable Juan Pablo II, y con las mismas palabras que él dirigió a los jóvenes de España en la Vigilia Mariana de Cuatro Vientos el 3 de mayo del 2003 os digo yo también: “al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!”.

    7.      La historia de toda vocación y vida sacerdotales –la mía ya larga, la vuestra en los primeros y gozosos pasos de su realización– acontece y se desarrolla en la Iglesia, al calor espiritual del amor del Espíritu Santo que la une en “comunión” de corazones y de vidas. El amor en la Iglesia y de la Iglesia es amor maternal. ¡Cómo tenemos que agradecer a todas aquellas personas, fieles de esa Iglesia, que han sido los instrumentos providenciales de ese amor para nosotros y para el conocimiento y crecimiento sobrenatural de nuestra vocación! ¿Y cómo no colocar en el primer lugar de esta gratitud a nuestros padres y, muy especialmente, a nuestras propias madres, aliento siempre de nuestra esperanza en el itinerario de nuestro sacerdocio y en la llegada a la meta de la ordenación sacerdotal? Luego vienen los hermanos y las hermanas –¡cuánto le debemos a algunas de ellas!– y los familiares… y la compañía humana y espiritual de los sacerdotes de nuestras parroquias y movimientos, nuestros formadores y profesores, nuestros entrañables amigos, ¡tantos y tan valiosos!, especialmente los amigos y hermanos sacerdotes… Todos nos han hecho sentir en los momentos fáciles y menos fáciles, a veces incluso en encrucijadas difíciles de nuestro camino, comprensión, apoyo y amor: ¡amor maternal de la Iglesia! ¡de la Santa Madre Iglesia! Y ¿cómo no reconocer con sentimientos de especial gratitud la inestimable e imprescindible compañía de la oración de tantas almas buenas que en lo escondido oran por nosotros? Entre ellas destacan con una singular cercanía las hermanas de las comunidades de vida contemplativa que nunca nos fallan y siempre nos sostienen con la ofrenda “esponsal” de sus vidas a Jesucristo, el Esposo de la Iglesia. Ofrenda la suya que impregna “sacerdotalmente” la maternidad espiritual de la Iglesia, la articula, hace fluir y aplica de modo insigne. Toda la maternidad de la Iglesia descansa en la Maternidad de María, que es la Madre del Sumo Sacerdote y, por tanto, Madre singular de todos los sacerdotes. De María bebe la Iglesia el agua de su maternidad espiritual. ¡María es la Madre de la Iglesia! Nuestros agradecimientos, tan salidos del alma, auténticos y frágiles a la vez en su débil consistencia humana, los ponemos, gozosos, en la patena de nuestra celebración eucarística: de la Acción de Gracias a Dios Padre por el Hijo en la gracia del Espíritu Santo. A su amor misericordioso debemos nuestra elección y nuestra vocación. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”, nos sigue diciendo Jesús (Jn, 15,9). ¡A su amor lo debemos todo! Nuestra gratitud se dirige también con afecto y confianza filial a María, Nuestra Señora y Madre de la Iglesia y tierna Madre nuestra. A Ella, invocada en Madrid con emoción creciente como Virgen de La Almudena, confiamos, queridos diáconos, nuestro presente y futuro ministerial.

    A Ella os encomiendo. A Ella, encomiendo vuestro sacerdocio. A Ella, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra, me encomiendo yo también en esta acción de gracia que la misericordiosa del Señor nos ha concedido vivir. ¡Que interceda ante su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, para que nos haga valientes y humildes predicadores del Evangelio y fieles dispensadores de sus Misterios!

    Amén.