En la Fiesta de Jesucristo Rey del Universo

EL REINO DE LA VERDAD HA TRIUNFADO

Mis queridos hermanos y amigos:

¿Puede el hombre vivir sin la verdad? ¿Sin conocerla? La Solemnidad de Cristo Rey revive siempre en la memoria litúrgica de la Iglesia aquel momento de hondo dramatismo en el que Jesús es llevado ante Pilatos por los judíos, acusándolo de querer proclamarse Rey ¡su Rey! Usando, curiosa y significativamente, no la expresión de “Rey de Israel”, designación del Mesías esperado, más religiosa que temporal y menos accesible para una interpretación política; sino, la políticamente provocadora de “Rey de los Judíos”, la fácilmente comprensible y alarmante para el Procurador Romano, preocupado como estaba por el peligro de movimientos subversivos dirigidos contra la presencia y dominio militar y político del Imperio sobre Palestina. Al final del incisivo y tenso interrogatorio, Pilatos pregunta a Jesús: “Con que ¿tú eres Rey?”; y Jesús contesta: “Tú lo dices: Soy Rey. Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo: para ser testigo de la Verdad. Todo el que es de la Verdad, escucha mi voz”. Pilatos le replicará “¿Qué es la Verdad?” (Jo 18, 37.38).

Vivimos en un tiempo en que se está difundiendo y extendiendo una cultura, es decir, una manera de pensar y de vivir, en la que la verdad última y cierta sobre el hombre, el sentido de su vida y su destino y sobre el significado objetivo del mundo y de la historia es declarada en el mejor de los casos como no conocible, cuando no existente ¡No hay verdad! ¡No existe la verdad! Hay opiniones variables, mutables, tornadizas… en función de los intereses y conveniencias, menudas o grandes, del día a día. Nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, ha caracterizado esta cultura, dominante en muchos ambientes y en poderosos sectores de nuestra sociedad, como la de “la dictadura del relativismo”. Ocurre que no sólo se establece como postulado indiscutible que la verdad trascendente no existe; se estigmatiza, además, a todos los que afirman que sí, que es posible conocer la verdad; que es posible conocer a Dios. Sin caer en la cuenta de la flagrante contradicción en la que incurren, los defensores del relativismo total sí admiten y propugnan la existencia de una verdad absoluta: ¡la de que la verdad no existe, ni objetiva, ni subjetivamente! En el fondo les mueve la imposible pretensión de negar a Dios. Y, sin embargo, la cuestión de la verdad del hombre y del mundo es en definitiva la cuestión de la verdad de Dios: “el rumor que no muere” (“das unsterbliche Gerücht”), en expresión de un maestro del pensamiento filosófico europeo contemporáneo.

Efectivamente “el rumor de Dios” sigue tan latente y tan vivo en nuestro tiempo, como en todas las épocas de la historia. Se diría que incluso más poderoso y sonoro que en tiempos de pacífica y generalizada aceptación social de la fe en Dios. Basta pasearse por el desolador panorama de muchas vidas jóvenes y adultas de contemporáneos nuestros, o asomarse a la vida íntima de matrimonios y familias rotas por la desunión y la retirada egocéntrica del amor conyugal, o acercarse a la situación de tantas personas aisladas, solas, sin trabajo, de vecinos o lejanos nuestros… para tener que constatar la secreta nostalgia de Dios que anida en el corazón de muchos de ellos; y, consiguientemente, para verse obligados a subrayar cuanto urge testimoniarle, mostrarle y creer en El, porque de otro modo no será posible que en la vida del hombre actual alumbre de nuevo la luz; ¡la luz de la verdadera esperanza!

La Fiesta de Cristo, Rey del Universo, con la que culmina el Año litúrgico, viene a ser de nuevo anuncio, celebración y gozo de que la Verdad de Dios y, por tanto, nuestra verdad −la verdad que puede iluminar y salvar nuestra vida en el camino de este tiempo y de este mundo− se nos ha dado, más aún, se nos ha hecho presencia cercana y victoriosa en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, hecho hombre en y de la carne virginal de la Mujer Nueva, María Santísima. El nos amó, liberándonos de nuestros pecados por su sangre derramada en la Cruz. Triunfador del pecado y de la muerte por su Resurrección, “nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”. (Ap. 1, 5-6). Dios se nos ha dado en Jesucristo. El hombre ha sido y es salvado en Él. En Jesucristo encontramos la verdad, la fuerza y la gracia para poder recorrer el itinerario de nuestras vidas venciendo a la mentira y a la amenaza mortal del pecado con el perdón, la misericordia y el amor y, así, para poder transitarlo como una senda que nos lleva a gozar con Él de una vida santa y gloriosa. ¡Abramos nuestro corazón, nuestra vida, nuestras familias, a su Reinado! ¡Tratemos en nuestra vida profesional y social de que su Reino renueve y transforme, con la verdad de su amor, ambientes, instituciones, estructuras, la opinión y la cultura de nuestro tiempo! Que ése sea hoy nuestro compromiso de cristianos, testigos de su verdad en la vida pública.

Los jóvenes de Madrid, portando estos días la Cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud (y así lo harán hasta la próxima Semana Santa) en valiente y jubilosa peregrinación pública por toda la ciudad y comunidad de Madrid, levantan a la vista de todos los madrileños, especialmente de sus jóvenes compañeros y amigos, el signo del Reino de Cristo, el único que salva al hombre: ¡el signo de la cruz! ¡signo inquebrantable, no engañoso, de la verdadera esperanza! Acompañémosles con nuestra oración y con nuestro apoyo material y espiritual.

Junto con la Cruz portan también el Icono de nuestra Madre, la Santísima Virgen. A ella, bajo la Advocación de Nuestra Señora de La Almudena, se los encomendamos. A su lado y con su cernanía maternal, el testimonio de Cristo y de su Reino se hace posible, bello, gozoso… ¡Es “el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz”!

Con todo afecto y bendición,