Mis queridos hermanos y amigos:
La celebración de la Fiesta litúrgica de la Presentación del Señor en el Templo va unida pastoralmente a la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Unión litúrgico-pastoral querida y cultivada por la Iglesia con especial intensidad en su oración y en su acción apostólica. La vinculación espiritual de la concepción y de la experiencia de la vida consagrada con ese Misterio de la Infancia de Jesús, presentado en el Templo por sus Padres en fiel y piadoso cumplimiento de la Ley de Moisés, encierra un significado extraordinariamente revelador tanto para la recta comprensión de la Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, como para la misma comprensión de la vida cristiana, vida nueva nacida de la consagración bautismal; pero, además, resulta sumamente actual para un tiempo, el nuestro, que siente cada vez más la fascinación de concebir y realizar el proyecto de la vida del hombre en la historia como si Dios no existiera: ¡lejos de lo sagrado! ¡totalmente entregado a una valoración y vivencia de la existencia sobre la tierra como el único lugar y destino de su sed de felicidad personal y colectiva! Hablar de la vida consagrada a Dios a través de un camino de experiencia vital cuyas características son la pobreza, la castidad y la obediencia, elegido como el definitivo para la historia total de la persona, evidencia un contraste tan directo y −se podía decir− tan escandaloso para los estilos y modelos de vida “secularizantes”, de moda en nuestras sociedades tan antiguas y tan olvidadizas de sus ancestrales raíces cristianas, que no es extraño que en los medios de comunicación social y en la opinión pública la vida consagrada sea presentada no pocas veces desfigurada y mal interpretada; aunque, también, con una curiosidad interrogativa que desemboca no raramente en una no confesada admiración y en una sacudida interior de las conciencias.
Jesús es presentado por sus padres en el Templo para cumplir una prescripción de la Ley del Pueblo elegido en la que se ponía de relieve el recuerdo y la deuda de Israel con Dios, con el Dios verdadero, que le había liberado de la esclavitud de Egipto y le había llevado a la tierra prometida. El primer deber de todo israelita era el de la gratitud, ofreciendo y consagrando al Señor el hijo primogénito. Los pobres “lo rescataban” con la ofrenda de un par de tórtolas o dos pichones. La ofrenda que María y José hacían del Niño Jesús, del Niño-Dios, circuncidándolo, anticipaba la plenitud de la realización de esa oblación en la Cruz. Su verdad incluía a la vez el realismo del sacrificio de su carne y de su sangre y la sublimidad del amor infinitamente misericordioso del Hijo de Dios que moriría clavado en la Cruz, como víctima presentada a Dios Padre por el hombre: por el perdón de sus pecados, ¡por su salvación! “El escándalo de la Cruz”, del que hablaría más tarde San Pablo, lo anuncia ya Simeón, “el hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel y que impulsado por el Espíritu Santo fue al templo, cuando entraban con el Niño Jesús sus padres para cumplir lo previsto por la ley”.
La vida consagrada, en las riquísimas y variadas formas que ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos con una ininterrumpida novedad carismática −religiosos y religiosas, monjes y monjas, seglares consagrados, nuevas formas de familias religiosas, etc.−, sirve hoy más que nunca a la Iglesia y a su acción misionera y de santificación del mundo a través de la clara opción personal y comunitaria por hacer viva y visible ante los hombres su consagración a Dios: su sí incondicional a una vida según la ley y la gracia de Dios siguiendo el modelo de Cristo y con la fuerza de su Espíritu con una radicalidad literalmente evangélica. Por los consagrados y consagradas, a través de la ofrenda de sus vidas, la Iglesia se muestra en la realidad de la existencia diaria nítidamente como la Casa y Familia de Dios, como el nuevo Pueblo de Dios viviendo del misterio del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, donde el hombre y la sociedad de nuestro tiempo pueden descubrir a Jesucristo como Aquél que llena su corazón de la verdad de Dios y de su propia verdad −la verdad del hombre− o, lo que es lo mismo, donde pueden encontrar a Aquél que puede trasformarlos hasta el punto de que se atrevan con eficaz esperanza a reiniciar la andadura del Amor auténtico: el que los salva; el que los salva en la eternidad a través de la salvación que se va realizando en el tiempo.
El Concilio Vaticano II enseña con palabra luminosa esta clave espiritual de la fecundidad verdaderamente evangelizadora de los consagrados: “Ellos colaboran espiritualmente para que la construcción de la ciudad terrena tenga siempre a Dios como fundamento y como meta, no sea que trabajen en vano los que la construyen” (LG 46). Los consagrados y las consagradas, bien identificados interior y exteriormente como hombres y mujeres de Dios, abrazados a la Cruz de Jesucristo Resucitado, son imprescindibles para que se lleve eficazmente a la práctica el programa pastoral de Nueva Evangelización, diseñado por Juan Pablo II y formulado para el momento actual del mundo con hondura espiritual y belleza y fuerza teológica singular por Benedicto XVI en su última Encíclica “Caritas in Veritate”. Porque, como enseña el Santo Padre: “la verdad y el amor que ella desvela no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser el hombre, sino Dios, o sea, Aquél que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo productos humanos”.
Vivir la vocación para la vida consagrada así, de esta forma eminentemente teologal, como entrega de lo que uno tiene, de lo que uno es y del propio existir a la voluntad amorosa de Dios, urge siempre a los consagrados, a sus comunidades e instituciones; pero hoy, con una nota de especial gravedad. De otro modo, ni surgirán las nuevas vocaciones que tanto necesitamos, ni se logrará mantener el impulso apostólico de la evangelización del hombre, de la sociedad y de la cultura actuales como lo pide la historia contemporánea de la humanidad: ¡como lo piden “los signos de los tiempos”!
A la Virgen, a “la Consagrada por excelencia”, la que anticipó el modelo insuperable de la consagración a la voluntad de Dios, aceptando ser y siendo la Madre de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, encomendamos con ferviente y agradecida plegaria la vida y el servicio evangélico de las familias de vida consagrada, con las que, en tan gran número, enriqueció el Señor a su Iglesia en Madrid y en España.
Con todo afecto y mi bendición,