Mis queridos hermanos y amigos:
Se acerca una nueva Cuaresma, tiempo inmediato de preparación para una nueva celebración del Misterio de la Pascua de Cristo, siempre presente y actuante en la vida de la Iglesia y, a través de ella, en la sociedad y en la vida de cada hombre que viene a este mundo. Se nos acerca la Cuaresma en un tiempo de crisis. Crisis económica, persistente y grave como pocas veces en el más próximo y alejado pasado. Los especialistas nos remiten a la crisis financiera del año 1929. Crisis de nuestra economía con unas consecuencias dolororísimas para muchas personas y familias. Se pierde el trabajo; se teme perderlo; se teme al futuro: ¿quién y cómo se garantizarán las prestaciones para el desempleo, la jubilación, la vejez, la enfermedad…? La inquietud es grande. La dura realidad de lo que se experimenta cada día en la vida personal, familiar y social avala, cuando no impone, esa impresión de incertidumbre y tensa preocupación que se advierte en los ambientes más populares y en la opinión pública.
¿Qué nos ha fallado? ¿En qué hemos fallado todos? Es indudable que se pueden señalar con acierto causas de orden técnico: de ciencia y praxis económica, sociológica, política y jurídica. Esas causas, sin embargo, no lo explican todo. Las más decisivas hay que buscarlas en el ámbito de las conciencias y en el uso de la libertad. Son de naturaleza ético-moral y espiritual y tienen que ver con el ejercicio auténtico, veraz e insobornable de la responsabilidad personal y colectiva. En el fondo, no se quiere aceptar una concepción y una consiguiente realización del hombre y de su vida en conformidad con las exigencias más profundas de su ser y de su destino, en el tiempo y más allá de él. Benedicto XVI, en su reciente y luminosa Encíclica “Caritas in Veritate” del 29 de junio del pasado año, caracterizaba la forma de plantearse hoy, en medio de la crisis global de la economía, lo que podríamos llamar la cuestión social contemporánea, como una crisis o cuestión antropológica: “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica”, dice el Papa (C.V. 75). Es más, advierte que “se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese “algo más” que la técnica no puede ofrecer” (C.V. 77).
Reconocer esa naturaleza moral y espiritual de las causas últimas de la situación actual de la sociedad −¡de nuestra sociedad!−, profundamente herida por las secuelas de la crisis financiera y económica, urge y exige conversión: conversión personal y conversión social y cultural; de algún modo, conversión política y jurídica. Conversión de las conciencias a la justicia y a la caridad. Hay que estar dispuestos, en la vida privada y en la pública, a volver no sólo a “dar cada uno lo suyo” −lo que le pertenece en términos de puro cálculo de intereses−, incluso a distribuir cargas y beneficios con una cierta y ponderada objetividad y a promover justicia social y solidaria −todo ello, imprescindible para asegurar un mínimum de moralidad en las relaciones económicas, sociales y políticas− sino que, además, hay que abrirse a una actitud guiada e impulsada por una virtud cualitativamente superior: la de la caridad, es decir, la del servicio al prójimo por amor, asumiendo sacrificios y renuncias en aras del bien común. Hay que buscar, en definitiva, aquel bien −y/o aquellos bienes− que no se pueden garantizar por ley: la justicia y la bondad de corazón, la rectitud de conciencia, la superación de los egoísmos personales y colectivos. Hay que dar a Dios lo que es de Dios para poder dar al hombre lo que se le debe: los bienes materiales que le pertenecen por justicia −¡por supuesto!−; pero, sobre todo, el amor, sin el cual a la postre tampoco se es capaz interiormente de guardar y cumplir imparcialmente las exigencias de la justicia.
La Liturgia del Miércoles de Ceniza nos lo recuerda con el elocuente simbolismo de la imposición de la ceniza: “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te has de convertir”. El significado primero de la fórmula litúrgica es inequívoco. La muerte física espera al hombre al final de su vida terrena. En el trasfondo de ese recuerdo inexorable del tener que morir físicamente, se encuentra la realidad de nuestro quebradizo mundo interior, de esa dificultad, arraigada en nuestra naturaleza más íntima, vulnerada por las consecuencias del pecado original, para remontar moral y espiritualmente la tentación del egoísmo, de la soberbia autosuficiente, del Yo encerrado en sí mismo: en su conveniencia y placeres, en sus afanes de poder y en la soberbia de la vida. Por ello, en la misma liturgia de “la ceniza” aparece una segunda fórmula expresada en forma de exhortación: “convertíos y creed en el Evangelio”. Para salir del abismo de esa muerte del alma, que tanto condiciona la posibilidad de la victoria definitiva sobre la muerte del cuerpo, es necesario, como enseña Benedicto XVI en el Mensaje para la Cuaresma de este año, “un éxodo más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar”.
¿Con quién y cómo se puede alcanzar esa justicia que ha de ser más que la justicia “a lo humano”? ¿qué sólo puede venir de Dios? La respuesta de la fe nos la actualiza la Iglesia siempre que inicia un nuevo itinerario cuaresmal de oración, de penitencia y caridad preparándose para la celebración fructuosa de la Pascua del Señor: con Cristo y por su justicia, que es “la justicia que viene de la gracia”. La gracia que se alcanza por la oblación de su Carne y de su Sangre en la Cruz y que brota de su Divino Corazón como de un manantial inextinguible de amor infinitamente misericordioso. Creer en el Evangelio −¡la exhortación apremiante del Miércoles de Ceniza!− equivale a convertirse a Cristo, a abrazarse a su Cruz, a vivir esa maravillosa y desbordante justicia de Cristo Crucificado en todos los ámbitos de la propia existencia: ¡rendirse a su amor y no rebelarse contra Él!
Este es el camino espiritual de la Cuaresma, el que hemos de recorrer siempre de nuevo los hijos e hijas de la Iglesia, sobria y humildemente, no para que nos vean los hombres sino para que nos vea el Padre que está en los cielos. En esta Cuaresma dolorida por los sufrimientos y carencias causadas por la crisis social y económica en tantas personas y familias conocidas y desconocidas −pero todas, queridas− la habitual invitación a la conversión adquiere una evidente y urgente gravedad: ¡no hay tiempo que perder en la vuelta a la Ley y a la Gracia de Dios que se nos hace próxima, accesible y amable en Jesucristo Crucificado y Resucitado, el Salvador y Redentor del hombre, en su Palabra y en sus Sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía! Vuelta, a la que se llega pronto por la vía de la oración sincera y suplicante y del dolor del corazón convertido que se abre a la esperanza. Una Cuaresma, la de este año 2010, inmersa en la preparación de la J.M.J. 2011 y en la pastoral de la familia, que deberíamos vivir juntos todos los miembros de la Iglesia diocesana como Familia de Dios, como hijos suyos, empeñados en superar ese humanismo materialista, tan de moda, que, por excluir a Dios, condena al fracaso todo intento, por muy bien intencionado que se le suponga, de salir de la encrucijada crítica en la que están inmersas las personas y la sociedad en el momento presente. Un humanismo, que por ser inhumano, como enseña Benedicto XVI, no es capaz de liberar de los lazos del egocentrismo a la persona humana. Sólo “el amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos” (C.V. 78).
A María Santísima, Madre del Señor y Madre nuestra, Virgen de La Almudena, dirigimos confiados nuestra mirada interior y las súplicas del corazón, para poder emprender, el próximo Miércoles de Ceniza, el nuevo camino cuaresmal con la conciencia eclesial y social, despierta, tal como nos lo reclaman “los signos de los tiempos”.
Con todo afecto y mi bendición,