Razón de ser del itinerario cuaresmal
Mis queridos hermanos y amigos:
Ha comenzado ya la Cuaresma. La Iglesia nos propone desde el primer momento del itinerario cuaresmal su fin y objetivo últimos: “avanzar en la inteligencia del Misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud”. ¿Se trata de una finalidad expresada en términos excesivamente abstractos, alejados de la experiencia concreta y de la vida diaria del cristiano, tan duramente probada siempre en todo tipo de adversidades y perplejidades y con especial gravedad en la actual hora de la historia de la humanidad? ¿Entenderán los que han roto con la fe y tradición cristiana de sus padres y los que no han sabido nunca de su valor decisivo para la vida, lo que significa y vale el conocer el Misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud?
La respuesta a estas preguntas resulta sencilla cuando se entra sinceramente en lo más hondo de nuestra propia experiencia de ser hombre en el camino de la historia viva de uno mismo y de la familia y de la sociedad en que cada cual se encuentra. ¿Es que no sentimos en lo profundo del alma las heridas y las divisiones de nuestro corazón y la debilidad de nuestra voluntad libre a la hora de elegir el bien? ¿Es que no nos vemos tentados incluso a no querer distinguir lo que es bueno de lo que es malo para la dignidad y el destino del hombre? Nos cuesta muchas veces lo indecible salir de esa miseria moral y espiritual −cuando no física− en la que hemos caído o en la que estamos a punto de caer. Estas experiencias nuestras son las del hombre a lo largo de toda su historia. Han marcado épocas, pueblos y naciones, civilizaciones, culturas y religiones… y, en el trasfondo, ese “rumor que no muere” (“Das unsterbliche Gerücht”), que diría tan bellamente ese maestro del pensamiento filosófico contemporáneo que es Robert Spaemann: “el rumor” de Dios Creador y de Dios que ha decidido redimir y salvar al hombre por amor; o, dicho con otras palabras, “el rumor” de Cristo, de Jesucristo, el Hijo único de Dios, hecho carne en el seno de la Virgen María, que padeció, murió clavado en una Cruz y que resucitó al tercer día de entre los muertos.
Dios creó al hombre “no porque necesitase del hombre”… sino “precisamente para tener en quien depositar sus beneficios”, como enseña San Ireneo de Lyón. Es decir, lo creó por amor; y desde el principio de la historia humana, por ese mismo amor no quiso nunca, que se perdiese en su pecado. Jesucristo, al que los profetas de Israel anunciaron y predijeron a través de borrosas “sombras” y “figuras” y a quien todo el género humano buscaba y anhelaba en lo más recóndito e íntimo del corazón, es la respuesta de Dios a esas preguntas fundamentales del hombre. Es una respuesta concreta, tan concreta como la vida y la historia misma; como la historia de la vida de Jesús, tal como la conocemos por el Evangelio trasmitido fielmente por su Iglesia desde hace dos mil años: desde su nacimiento en Belén de Judea hasta su muerte en la Cruz en Jerusalén, la Ciudad Santa, y su resurrección del sepulcro al tercer día después de muerto.
Conocer mejor y más íntimamente a ése Jesús -para sus contemporáneos, Jesús de Nazareth, lugar de procedencia y del domicilio de su familia- como el Cristo, como Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios que se hizo hombre por nuestra salvación; conocer y reconocer cada vez más nítidamente en todo su realismo humano-divino su Pasión y Cruz, como el momento clave para que la salvación fuese posible, y su Resurrección de entre los muertos como el paso cierto y definitivo para el triunfo sobre el pecado y sobre la muerte, ofrecido a todos los miembros de la familia humana… ¡Eh ahí! el fin y objetivo del camino cuaresmal que nos propone la Iglesia, un año más, mirando hacia la nueva Pascua del 2010. Y no basta reconocerlo sólo con la inteligencia de la razón, sino que, además, se precisa la inteligencia del corazón que se rinde progresivamente a su amor misericordioso: buscando el perdón del Padre celestial, acogiéndole en el centro del alma y en todas las expresiones y manifestaciones de la vida personales y sociales, internas y externas, imitándole y siguiéndole con la Cruz, ya definitivamente gloriosa. Por su triunfo pascual, amarle y amar a los hermanos con la fuerza y el gozo sobrenaturales del Espíritu Santo, enviado a nuestros corazones por el Resucitado, no es imposible: es ya gracia ofrecida a nuestra libertad, ¡a nuestros corazones!
El primer paso y el más imprescindible, por lo tanto, para iniciar con fruto espiritual el itinerario pascual es el de la oración que abre las puertas del alma a ese Jesús, a ese Jesucristo, que quiere entrar en nuestros corazones y en nuestras vidas como nuestro Salvador y Redentor. Son muchos los maestros cristianos de la vida de oración a los que podemos acudir para renovar el espíritu, las formas y métodos de nuestra oración personal. ¿Cómo no citar una vez más a San Ignacio de Loyola, a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz? Son guías segurísimos y luminosos para cualquier cristiano que quiera intentar de nuevo el camino de una renovada vida de oración. Lo son también para los que quieran salir de las crisis y vacilaciones interiores y de los dramas más profundos de sus existencias frustradas y rotas: creyentes o no creyentes. La lectura del Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús sirvió para que una de las mujeres más lúcidas y apasionantes del siglo XX −¡nuestro tiempo!−, pionera en la búsqueda y hallazgo de vías nuevas de luz y de esperanza para este hombre atormentado, ultrajado y roto del inmediato ayer y de hoy, se convirtiese y se transformase por el profundo conocimiento del Misterio de la Cruz de Cristo en Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Co-Patrona de Europa. Por lo demás, seguir fielmente las prescripciones de los libros litúrgicos resulta también pastoralmente hablando, el mejor y más fructífero método, para renovarse en la vida y vivificante experiencia de la oración comunitaria de la Iglesia.
¡Estos son los verdaderos caminos de la Cuaresma! Por ellos queremos y debemos transitar en este tiempo cuaresmal que acabamos de inaugurar al lado de la Virgen, Madre del Redentor, Madre de la Iglesia y Madre nuestra: ¡Virgen de La Almudena! A Ella nos encomendamos con confianza filial.
Con todo afecto y mi bendición,