XXV Jornada Diocesana de Enseñanza
Sábado 6 de marzo de 2010
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El próximo 6 de marzo celebraremos en nuestra Archidiócesis de Madrid la XXV Jornada Diocesana de Enseñanza. Al igual que las veces anteriores estamos ante una nueva oportunidad para conocer mejor el mundo educativo, al que la Iglesia ha prestado desde siempre una atención especial, pues sabe de la importancia que tiene para su misión evangelizadora el trabajo de tantos profesores y profesoras que, en estrecha colaboración con las familias, se esfuerzan día tras día en conseguir una educación integral para sus alumnos. Pero si todos los años este evento ofrece una ocasión para el encuentro, el diálogo y la oración entre los docentes de nuestra diócesis, la cita de este año tiene un significado especial, pues conmemoramos el veinticinco aniversario de las Jornadas Diocesanas de Enseñanza. Durante todo este tiempo, dichas Jornadas han querido presentar la labor que nuestra Iglesia diocesana viene realizando en el amplio campo del mundo educativo por medio de las clases de religión y moral católica, el importante número de escuelas católicas y la presencia activa de los educadores cristianos.
Desde sus comienzos, la Iglesia ha hecho suyo el reto de la educación cristiana de niños y jóvenes. No podía ser de otra forma, pues esta tarea educativa constituye parte del conjunto de la acción evangelizadora que toda diócesis, con su Obispo al frente, debe promover, apoyar y coordinar. Sabiendo que toda educación presupone y comporta siempre una determinada concepción del hombre y de la vida, la formación integral que ofrece el proyecto educativo cristiano incorpora la opción por una formación religiosa y moral en la que Cristo es el fundamento, pues, como nos ha recordado el Concilio Vaticano II, “la Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene toda su vida del espíritu de Cristo, pero al mismo tiempo ofrece a todos los pueblos su colaboración para promover la perfección íntegra de la persona humana, también para el bien de la sociedad terrestre y para la construcción de un mundo que debe configurarse más humanamente” (Gravissimum educationis, 3).
A lo largo de estos últimos veinticinco años el panorama de la educación española ha experimentado profundas transformaciones que, si bien han dado como resultado la escolarización general de los alumnos, no se han traducido en una mejora de la calidad de la enseñanza. Quizás nunca como ahora se ha hablado más de la educación y de su importancia para conseguir una sociedad más desarrollada, con capacidad para enfrentarse a los desafíos del momento presente, lo cual no significa que se haya asumido lo que supone atender seriamente la cuestión educativa. En este sentido, la tan comentada propuesta de un “pacto escolar”, demandado por los distintos agentes del ámbito de la enseñanza, ha favorecido el sacar a la luz los graves problemas que afectan a nuestro sistema educativo. Resulta sorprendente que contando en nuestra Carta Magna con el artículo 27 -en el que se plasma una buena síntesis de los principios que garantizan tanto la educación para todos como la libertad de enseñanza- y desarrollado de manera satisfactoria por la doctrina del Tribunal Constitucional, no se haya alcanzado a estas alturas de nuestra convivencia democrática un acuerdo básico sobre los diversos problemas que aquejan al sistema de la educación en España. Si bien es cierto que en el conjunto de la sociedad hay un interés creciente por todo lo que tiene que ver con la educación, nos preocupa sobremanera el tratamiento que se hace de la misma cuando se la reduce a sus aspectos meramente funcionales o técnicos. Con cuanta razón Benedicto XVI dirigió a los profesores, en su último viaje a Alemania, las siguientes palabras: “estimulad a los alumnos a hacer preguntas no sólo sobre esto o aquello -aunque esto sea ciertamente bueno-, sino principalmente sobre de dónde viene y a dónde va nuestra vida. Ayudadles a darse cuenta de que las respuestas que no llegan a Dios son demasiado cortas”. Empeñarse en ver al educando como un mero homo faber, hoy, sobre todo, homo technicus, al que hay que iniciar en un conjunto de habilidades prácticas para que sea competente en la construcción del mundo material, es olvidar que, como ya he escrito en otra ocasión, “el que debe ser educado es el ser humano, en su condición de ser humano corporal y espiritual, que aspira a superar los límites de la culpa y de la muerte, dotado de libertad y de conciencia y llamado a la responsabilidad personal y social según los imperativos de la justicia, de la fraternidad y del amor” (Discurso Inaugural a la XCIV Asamblea Plenaria de la CEE).
En el proceso educativo, los padres -primeros y naturales responsables de la educación de sus hijos- han de asumir la tarea fundamental de mostrar que su amor por ellos, manifestado a través de la entrega y la generosidad, es el camino que conduce a la formación de una personalidad madura, que les capacita para poder amar con autenticidad: con un amor que, enraizado en la paternidad de Dios, se expresa en términos de gratuidad y servicio desinteresado. Pero, a su vez, han de estar atentos a las preguntas que les van haciendo sus hijos en su proceso de crecimiento. En esta tarea, como bien sabemos, la familia es ayudada por la escuela, a la que se le confía educar en el sentido más preciso de la palabra, lo que implica plantear la pregunta sobre la verdad, con el fin de que el alumno pueda elaborar un proyecto de vida personal dotado de sentido. Para el educador cristiano, esta verdad es participación de la Verdad de Dios, que en Jesucristo se ha hecho rostro concreto, y que por medio de la Iglesia se hace presente al mundo. Nos lo ha recordado Benedicto XVI en su última encíclica: “defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad” (Caritas in veritate, 1).
Educar en la verdad y el amor, como reza el lema de esta XXV Jornada Diocesana de Enseñanza, es la propuesta que todo educador cristiano debe hacer suya como forma de contribuir a la calidad educativa, cuya medida no es sólo ni primeramente el criterio de la perfección técnica, sino el de la formación integral de la persona, contemplada desde la dignidad que le es propia por su condición trascendente. A María, Madre de la esperanza y Virgen de La Almudena encomendamos el trabajo y las ilusiones de tantos educadores cristianos que se esfuerzan día tras día por servir a sus alumnos desde el amor y la verdad.
Con todo afecto y mi bendición