“¡Es mi vida!… Está en tus manos”
Jornada Provida
25-03-2010
Mis queridos hermanos y amigos:
La vida del niño, desde el instante de su concepción en el seno materno hasta que nace y se hace mayor, está –en el sentido más profundo de la expresión– en las manos de sus padres y, muy singularmente, de su madre. La vida del ser humano es ciertamente un don del Dios Creador. Más aún, lo es desde un punto de vista único, que se diferencia cualitativamente respecto de cualquier otro ser viviente de la naturaleza. Dios interviene directa e inmediatamente en la creación del alma del ser humano, dotándolo de una vida que supera lo meramente biológico y psicológico y que ha de definirse como espiritual. La vida del ser humano, don de Dios, comprende todas esas dimensiones –la física, la psíquica y la espiritual– que se compenetran y complementan en la profunda e indivisible unidad de la persona. Todo ser humano es una persona. Podríamos recapitular lo dicho, afirmando: la vida de la persona es un don de Dios, está en manos de Dios de un modo eminente. Pero está también de un modo real en su subsistencia física en manos de los hombres; y, de forma decisiva, en las manos de sus padres. En el seno maternal, esa vida, se engendra como fruto del acto conyugal del padre y de la madre que se donan mutuamente. A ellos pertenece después la responsabilidad de su cuidado y desarrollo, antes y después del nacimiento. La existencia y el bien corporal y espiritual del niño dependen en una decisiva medida del amor de sus padres: de si quieren ser y actuar al modo de instrumentos del don de Dios o, por el contrario, como esclavos de los propios intereses oponiéndose al don de la vida y, por tanto, si no se les impone su negación por la violencia, como consentidores de la muerte de sus hijos no nacidos.
Sí, el que el niño nazca y viva, tal como Dios quiere y la naturaleza revela, es responsabilidad insustituible de sus padres; pero no solamente de ellos. Sus respectivas familias, su círculo de amistades, las empresas donde trabajan… en una palabra, el conjunto de la sociedad, juegan también un papel importantísimo en la transmisión del don de la vida, en su acompañamiento, en su facilitación y apoyo decidido. Y, por supuesto, a quien toca establecer y asegurar el marco jurídico para la defensa y la protección de la vida del ser humano es al Estado. Proteger ese derecho a la vida de cada niño antes y después de nacer, desde el instante en el que es concebido hasta el momento de su alumbramiento, es un deber primordial ético y pre–político de Estado, a quien corresponde como una de sus obligaciones fundamentales guardarlo como un derecho universal de todo ser humano en cualquiera de las fases de su existencia y, muy especialmente, cuando se encuentra totalmente indefenso e inocente en el vientre de su madre. Desde que es concebido, el nuevo ser, no es un “que”, sino un “quien”: un ser personal, como expresó tan lúcidamente el recordado Julián Marías.
La Jornada por la Vida del próximo 25 de marzo y su lema “¡Es mi vida!… Está en tus manos” nos invita a recordar y hacer vivencia y testimonio nuestro –es decir, en las palabras y en la conducta de todos los cristianos, hijos e hijas de la Iglesia– la verdad sobre la vida del ser humano: su dignidad única e inviolable, su carácter trascendente, su origen y su vinculación esencial con un decisivo factor: ¡el amor!. Cuando se destruye la vida del niño, en cualquier momento, más pronto o más tarde después de que es concebido, se está hiriendo profundamente, en su misma esencia, al amor. Y, por consiguiente, se está dañando al hombre en lo más hondo de su ser y se está ofendiendo muy gravemente a Dios. Hasta donde llega el valor trascendente de la vida humana queda extraordinariamente de manifiesto en la Fiesta de la Anunciación del Señor: el Hijo de Dios se la apropió en su Encarnación, haciéndose hombre en las purísimas entrañas de su Santísima Madre.
Nuestra respuesta ante el reto que presenta la desprotección jurídica del don de la vida del ser humano en los momentos iniciales de su existencia –“atentar contra la vida de los que van a nacer se ha convertido en derecho”– y, ante la aceptación social del aborto cada vez más extendida y culturalmente más justificada, ha de ser la del amor cristiano dispuesto a asistir y a acercarse con eficiencia creativa y generosa a las madres que se sienten tentadas a dejar que se elimine la vida del hijo que lleva en sus entrañas, ayudándolas a que lo sostengan, lo defiendan y lo den a luz. Amor, dispuesto también a difundir en todos los ámbitos de la sociedad, del pensamiento, de la educación y de los medios de comunicación social “la cultura de la vida” en los términos y con ese espíritu valiente de un nuevo “apostolado”, con que nos lo enseñaba el Siervo de Dios, Juan Pablo II, y lo enseña hoy, Benedicto XVI. Se trata de un verdadero compromiso apostólico que ha de manifestarse y operar –no en último lugar– en la vida pública, con el objetivo de que el ordenamiento jurídico vuelva a ser claro y eficaz instrumento del derecho a la vida de los más indefensos –los niños que van a nacer– y, a la vez, cauce propicio para que sus madres encuentren despejado el camino de la maternidad.
Todo empeño apostólico necesita de corazones y de almas convertidas al amor de Cristo Crucificado, templado en la oración. Amor, que lo contempla y se adhiere a Él con todas las fuerzas de las que la libertad redimida del hombre es capaz. María aceptó ser Madre del Hijo de Dios sin rehuir el acompañarle hasta la Cruz. Unidos a Ella, nos será fácil comprender el camino de la Cruz de su Hijo y seguirlo como la respuesta del amor misericordioso de Dios para nosotros pecadores: para que, amándole sobre todas las cosas, nos convirtamos y vivamos el mandamiento de ese amor, privada y públicamente, como el que garantiza el don de la vida: su respeto, su valiente defensa, su acogida y protección.
Con todo afecto os invito a la Vigilia de la oración por la Vida, que dará comienzo en nuestra Santa Iglesia Catedral de La Real de la Almudena, el próximo día 25 de los corrientes, a las 18’30 de la tarde, Fiesta de la Anunciación del Señor, y os bendigo de corazón,