En memoria del Siervo de Dios Juan Pablo II
Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy concluye la Octava de Pascua con la celebración del segundo Domingo del Tiempo Pascual que en la Oración Colecta sintetiza con una concisión teológica de extraordinaria belleza lo que significa para la Iglesia el retorno anual de las fiestas Pascuales: el poder comprender mejor “la inestimable riqueza del Bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido”. La Iglesia se hace además expresamente consciente de que “esa riqueza”, espiritual en su raíz y esencia, alcanza al hombre en la totalidad de su ser: sí, a cada persona, a la sociedad y a toda la familia humana. Es un don del “Dios de misericordia infinita” y que la Iglesia transmite fielmente a lo largo de los siglos. No es extraño pues que el Siervo de Dios, nuestro inolvidable Juan Pablo II, hubiese querido en el último período de su Pontificado que la celebración litúrgica de este Domingo, conclusivo de los ocho días de celebración jubilosa de la Solemnidad de la Resurrección gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia lo viviese y configurase como “el Domingo de la Divina Misericordia” que una Santa de su tierra polaca, “Santa Faustina”, movida por un carisma extraordinario del Espíritu Santo, habría subrayado, como especialmente necesaria para los hombres de “la Modernidad”. Una época y una cultura marcada tan decisiva y dramáticamente por el ideal de un humanismo, que orgullosa y autosuficientemente creía poder prescindir de Dios en la concepción y en la realización de la vida personal y social del hombre. Más aún, que pretendía construir todo el edificio de “la civitas mundi” –de “la ciudad terrena”−, en expresión de San Agustín, sin fundamento divino alguno, ni en el orden moral, ni en el orden jurídico, ni en el sistema de costumbres y valores culturales de los pueblos y de la entera humanidad. Según las tesis del “humanismo ateo” había que desechar cualquier tipo o forma de “la Civitas Dei” –de una “Ciudad de Dios”− en la proyección de “la ciudad humana”. Ni un solo rastro de referencia a la ley y a la gracia de Dios debería de tenerse en cuenta a la hora del diseño de un orden social moderno, ni siquiera habría de contemplarse al tratar de “la figura” moderna de hombre: ¡el hombre no necesita a Dios y mucho menos su perdón! No hay hombre pecador. ¿Cómo olvidar en este contexto histórico-cultural la famosa frase de Karl Marx sobre “la religión como opio del pueblo”? La historia del proyecto del humanismo ateo, pensado y llevado a la práctica en los momentos de mayor encrucijada del siglo XX, la conocemos. Su resultado no pudo ser más trágico. Hundió al mundo en una conflagración mundial con unos terribles efecto de muertes, de matanzas masivas, de ruinas materiales y espirituales sin precedentes.
Juan Pablo II había vivido la tragedia, en carne viva, como joven testigo y víctima de la misma. Pero simultáneamente había experimentado antes y después de la II Guerra Mundial −iniciada con una criminal agresión a su patria y que había concluido dejándola en una inmensa desolación− como la Misericordia de Dios, derramada sobre el mundo desde el día de la Pascua del Señor a través de la Comunión de la Iglesia, hacía brotar en los corazones y en las almas una nueva e irrevocable esperanza de que siempre –y ya en la historia– la Gracia de Cristo, muerto en la Cruz y Resucitado por nosotros, es invencible, resurge una y otra vez hasta lo que ya en la perspectiva final de la historia será su triunfo definitivo. “Los poderes del infierno no prevalecerán contra ella”, había oído Pedro de los labios de Jesús. Frase referida en directo a la Iglesia, pero sostenida en su fondo por la certeza que venía de Él, de que “es eterna su misericordia”. No se pueden negar la terrible realidad y poder del pecado. ¡Hay pecado! Sin embargo, mayor es la misericordia. El perdón de los pecados es posible, más aún, es realidad que se opera en el Bautismo para todo hombre que no endurece su corazón hasta el límite de no dejar ningún resquicio de una mínima apertura a la humildad que se haga oración suplicante. Y es perdón que sigue siempre abierto por el Sacramento de la Reconciliación para el bautizado que hubiera traicionado el don del Espíritu Santo recibido en el día su bautismo por el agua y por el Espíritu. Y al perdón misericordioso del pecado acompaña y sigue “el renacimiento” por el Espíritu a una vida nueva, adquirida y ganada por la sangre derramada por Cristo para nuestra redención, es decir, a una “Vida Nueva” nacida del amor misericordioso de Dios: de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, de Dios “que es Amor”.
¡Cómo necesita el hombre de hoy, cómo necesita nuestra época, saber por la experiencia auténtica del corazón, confundido y frustrado por tantas experiencias de libertades destructoras de lo mejor de lo humano, lo que vale y lo que libera el perdón y la misericordia que sanan el alma y la infunden vida nueva, en una palabra, esperanza en la victoria de la verdadera felicidad, en la victoria del Amor −con mayúscula−, capaz de vencer la muerte interior y la muerte exterior y de cambiar “condenación” por “Vida eterna”!
Hoy, de nuevo, con la memoria agradecida de nuestro querido Juan Pablo II, nos acercamos a la celebración de la Eucaristía, como el gran Sacramento donde nos alimentamos y refrescamos −ya el alma arrepentida y reconciliada−, con la Carne y la Sangre Santísima de nuestro Redentor, ofrecidas al Padre para la vida del mundo. Su Madre, la Virgen María, Madre de la Misericordia, Virgen de la Almudena, nos lleva de la mano hasta esa fuente inagotable del amor misericordioso que es el Divino Corazón de su Hijo, para que no nos apartemos jamás de Él.
Con todo afecto y mi bendición,